La lìnea divisoria

Es una bendición que existan los límites.
Sino todo formaría parte de la misma geografía y sabemos desde hace algunos años que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio.
Las línea central de un campo de fútbol marca en qué lugar se encuentran los nuestros y donde los rivales. En un campo de batalla están claros los límites que separan a los dos enemigos a muerte.
Intentan hacernos creer que hoy todos viajamos en el mismo autobús, pero yo sospecho que esto no es cierto. Hay quienes dicen ser imparciales, simples espectadores, neutrales, pero el silencio, la inacción, termina colocándolos aunque no quieran sus nobles intenciones en un lugar del tablero.
Ayer, por ejemplo, leí en un mail que el Golpe de Estado en Honduras era democrático. ¡Santos caracoles, Batman! Y yo que había visto las fotos con tantos hombres de casco que no tenían que ver con la construcción y que identifico como militares. Y no recuerdo golpes militares calificados como democráticos.
Hace poco me contaron de un hombre mal trazado, enfermo y peor alimentado que vino desde el Interior a curarse a la Capital de una dolencia crónica y no tenía recursos para volver a su provincia.
No se si saben que el Congreso cuenta con pasajes de micro para estos casos y el hombre que sí lo sabía, allí se dirigió.
La suerte le era esquiva ese día. La seguridad del edificio no lo dejó pasar. Alguien, al verlo, se apiadó y le dio comida pero como era un mal espectáculo ver a un hombre en esas condiciones comiendo en la entrada del edificio del honorable Congreso de la Nación, lo expulsaron.
Distintos bloques de su provincia se enteraron. Todos pasaron de hacer nada a estar muy ocupados y cuando se preguntó qué se podía hacer por él, la respuesta fue cualquier cosa, menos hacerlo pasar.
Ese hombre, en uno de los días de mayor frío en Buenos Aires, había quedado a la intemperie, como la noche anterior en que durmió en la Plaza Miserere.
No es grato ver la inequidad del sistema. No es grato ver la miseria. No es saludable ver a un semejante en estado de desesperación. La gente saludable sale en la revista Caras, Hola, Papparazzi, Gente. A la otra, a la gente como éste hombre, tan parecido físicamente a cualquiera de nosotros, hay que esconderlo debajo de la alfombra, detrás de los árboles, del otro lado de los muros, para que la ciudad se vea linda, iluminada, transitable como se la tendría que ver.
Los asesores, los secretarios, los asistentes, los colaboradores, los tercerizados, todos, no querían ocuparse de ocuparse. Mi hermana Tere, que siempre tuvo una visión de rayos X lo vió.

Mi hermana Tere no es Superman ni tiene con él ningún parentezco. Mi hermana lo vió. Y se ocupó de ocuparse mientras el resto ya había logrado olvidar que en planta baja había un hombre pidiendo ayuda.
Es un hecho puntual en un mundo global con un serio problema global de hacer la vista gorda ante la injusticia.
Es un mundo que empezó a regirse con otras reglas, a aceptar lo que hasta ayer era inaceptable.
Es un mundo maltratado que tiene un nuevo tratado para sus nuevos principios de supervivencia.
Es un mundo que pretende hacernos creer que la línea divisoria entre buenos y malos no está bien trazada, que varía, que un día limita a unos y al siguiente a otros.

No crean en esta idea. No es cierta.

En los bosques de Sherwood

Cuando era un niño tenía durante el día dos o tres momentos mágicos.
A la hora de la siesta me esperaba mi nave espacial en el fondo de la casa paterna. Era una nave con forma de higuera.
Ascendía colocando la punta del pie en un agujero natural del tronco a medio metro del suelo. Dos ramas en forma de V servían de sillón, y otra más alta me permitía superar en altura los techos de las casas bajas del barrio y tener, hasta donde llegaban mis ojos, una perfecta visión y custodia de mi comarca.
Una rama que desde el tronco se extendía verticalmente me servía de pasillo que me comunicaba con la sala de máquinas y servía además como eventual salida de emergencia ante el ataque de alguna comunidad intergaláctica.
Con Ana, la mayor de mis dos hermanas y dos vecinos de los cuales nos separaba un cerco apenas más alto que nosotros, hacíamos nuestras historias que terminaban en la merienda para continuar al día siguiente como una temporada de Lost.
Mi hermana Ana sostiene que los guiones terminaban favoreciéndome siempre. Nunca moría, nunca perdía.
El segundo momento llegaba después de la cena. Tomaba el mazo de cartas españolas y desafiaba a mi abuelo a un partido y revancha de escoba de 15. Mi abuelo confesaba que sentía temor de iniciarme en el vicio de los naipes y de vez en cuando se excusaba: “Hoy no que hace frío”. “Hoy no que hace calor”.
Ganarle a mi abuelo era acariciar la gloria.
El tercer momento era antes de dormir. Tenía en mi pequeña biblioteca varios libros de la Colección Robin Hood de tapas duras de color amarillo.
Justamente Robin Hood me hizo viajar muchas noches a los bosques de Sherwood, me hizo cómplice de su sed de justicia. Un héroe que le robaba a los recaudadores de impuestos del rey para repartir el botín entre los pobres. Qué lejos quedó ese siglo.
Cada noche de mi niñez conté con héroes que me transportaban a otros mundos, a otros siglos y que leales como pocos, me esperaban en la mesa de luz de mi cuarto, cerca del velador, perfectamente señalado el punto de despedida de la última lectura.
Gran parte de los libros los he leído antes de conciliar el sueño y se que en mas de una oportunidad han transitado el sendero de la imaginación para deslizarse como polizones en el laberinto inexpugnable que no distingue los verdaderos estados de vigilia.