Las predicciones de Don Chicho


Cumpliendo con el pedido de nuestro director de recopilar datos y fuentes de distintos orígenes sobre el fin del mundo el 21 de diciembre, un fotógrafo y yo salimos a la ruta rumbo a un poblado cercano a Casilda, provincia de Santa Fe, donde un hombre humilde y solitario, conocido como Don Chicho, predecía con enorme eficacia, según los lugareños, catástrofes y tragedias en distintos puntos del planeta.
En ese poblado, la gente no compraba el diario, porque sabía lo que sucedería un año antes, cuando Don Chicho, en una de sus pocas visitas al pueblo en busca de provisiones para su subsistencia, respondía a los pobladores que lo aguardaban con un calendario en la mano, lo que sucedería para el año entrante día por día. Asì es que se planificaban con éxito cumpleaños, asados, bautismos, con la certeza de un día luminoso, un poco fresco, pero ideal para pasar al aire libre.
No eran siempre buenas las noticias. Había otras predicciones mucho más importantes que las climáticas. “El abuelo no pasa el invierno”, “el cheque de su cuñado vendrà rechazado el  14 de mayo y él desaparecerá el 22”, “la liebre que cazarán el 30 de junio provocará en la familia una indigestión madre”, “el 15 de octubre usted se quedarà en el baño del bar sin papel higiénico”, “el nene repite sexto grado como el padre” y allí se enteraban que el padre de la criatura había  sido un repetidor. “ No se preocupe por la pérdida en el baño, más pierde Excursionistas”
Un cielo gris cargado de oscuras nubes nos hizo temer que la tormenta que se avecinaba nos impidiera llegar con éxito a destino.
Don Chicho nos recibió en su modesto rancho, sentado en un banquito, rodeado de perros y leyó  en nuestros ojos el miedo de que el temporal nos encontrara en tierra desconocida, alejada de la civilización, absolutamente inhóspita.  “Se viene un chaparrón que va a durar quince minutos.  Miren los perros echados boca arriba anunciando o pidiendo, quién sabe, un poco de agua que afloje el calor”.
Nos convidó con unos mates en la puerta del rancho, mientras una nube pesada de polvo empujada por las ráfagas de un viento feroz, lograba cambiar el color original de los perros y creo yo,  que si éstos no se hubieran movido de tanto en tanto, hubiese sido capaz de enterrarlos así como estaban. Una chapa de alumino pasó silbando en el aire y quedó clavada contra un árbol a 50 metros de donde nos hallábamos.
Me puse de pie de un salto y comencé un espasmódico e involuntario zapateo cuando una tarántula trepó por la botamanga de mi pantalón ombú. “Deje a ese bicho en paz, Rosendo” dijo  Don Chicho terminante y para mi sorpresa, el arácnido descendió nuevamente y se acostó muy cerca de sus alpargatas, manso y sumiso como un gato faldero. “No está acostumbrado a recibir visitas y lo mata la curiosidad.”
Lo pusimos al tanto del motivo de nuestra visita y la intención de hacerle una nota que sería publicada, con foto incluida en la próxima edición de “Otro Mundo”, nuestra revista.
“Soy persona poco instruida para prestarle tanta atención. Lo único que yo hago es entender a la naturaleza para decirle que no se asusten con el rayo que se viene. No los invito a pasar porque estoy esperando a Overito, mi fiel alazán que fue al pueblo en busca de cigarros y ya tendría que haber vuelto. Algo lo debe haber distraído. Anda medio enamoradizo ese caballo mío”
Las primeras gotas comenzaron a caer como bendiciones sobre la tierra seca y caliente de diciembre, mientras el viejo hacía circular el mate y miraba el horizonte entre comentarios salpicados como anécdotas. Una cortina de agua intensa se desplomaba y yo recordaba la primer predicción que escuchamos de su boca. “Se viene un chaparrón que va a durar quince minutos”.
Media hora después, cuando el agua nos llegaba a las rodillas y se hacía  complicado entender lo que don Chicho decía, viendo que bajo el agua había quedado el grabador donde registrábamos la entrevista, comencé a tomar apuntes sobre las frases relevantes.
“Dije quince minutos pero el reloj del tiempo a veces atrasa”
¿Qué opina usted del fin del Mundo, Don Chicho?
“Vea, yo antes  que el fin del mundo me preocuparía por el fin de  mes cuando el intendente aumente el ABL. No veo ningún fin del mundo, ni creo que los mayas hayan dejado por escrito ese disparate. Los mayas eran gente seria, no creìan en el horóscopo y menos creerían en los diarios que publican esas cosas.”
¿Y porquè cree que hay tantas catástrofes en el Mundo?
“Por la misma razón que hay gobernantes. Si la gente no sabe elegir lo que es bueno para su vida, cómo va a saber elegir lo que es bueno para la naturaleza?
¿A qué le tiene miedo don Chicho?
“A la radio. El otro dìa iba a cambiar la sintonía porque no soportaba las boberas que decían y me dio una patada que salí al patio con la pava en la mano y sin sombrero”
¿Una predicción para la quiniela del lunes?
“Yo le jugarìa al 17, pero usted va a porfiar con el 32 y asì le va a ir”
Si es que puede adivinar los números que van a salir, porquè no juega y se hace millonario?
“¿Y quién le dijo que yo ya no soy? Acá donde me ve, no me  falta nada. Y más allá del alambrado vive un pobre hombre que todavía no terminò de recorrer lo que tiene en tierras y no sabe lo que quiere. Eso si, para comprar las achuras me viene a preguntar a mi.”
Don Chicho: si usted tuviese la oportunidad de hacer algo en la  vida que no hizo, què haría.
“Viendo las circunstancias, aprendería a nadar”
Paró de llover y nos volvimos en bote hasta el pueblo. En el camino nos cruzamos con Overito. Suponemos que los cigarros estarían húmedos, pero eso el viejo ya lo sabìa.

Orden de captura

Lo trajo una tormenta. Muchos perros valientes se espantan con el ruido de los truenos y las bombas de fin de año. Entran en pánico, corren, pierden orientaciòn y  el camino de regreso a casa para siempre.
En cada barrio hay uno que no tiene dueño, que respeta a todos los vecinos y sabe cuando hay uno que no es de la zona y con mayor cuidado que un agente de seguridad, lo vigila. En Banfield hay uno que se llama Zorro. A éste los remiseros lo bautizaron Rawson, el nombre de la calle donde apareciò aquella noche de tormenta y son ellos los que le dan de comer y permiten que en los días de mucho calor, Rawson se eche una siesta al amparo del aire acondicionado de la oficina.
Durante el día tiene su recorrido propio. Se lo puede ver cerca de la avenida, en la plaza frente a la iglesia aunque no parezca ser muy religioso.
Rawson es un perro tranquilo y seguro. Su amplio mundo seguramente le ha otorgado un amplio vocabulario y un aire de seductor.
En una de sus recorridas encontró a una perra de raza, porque parece que esto de las razas puras e impuras no es asunto de los humanos solamente, y fue así que la perra noble cayó rendida bajo sus encantos y el escándalo de sus dueños.
Para lavar la afrenta, el mancillado honor familiar, fueron a la comisaría e hicieron la denuncia sobre este perro callejero, que no tiene dueño, como tampoco debe tener vacunas y seguramente será un peligroso agente portador de rabia, erradicada hace muchos años de estos barrios de buenas familias.
Se presentaron dos agentes de policía con los datos registrados en la denuncia. Los remiseros le contaron a los policías su historia, que no valía la pena pedir los servicios de la perrera, que ellos se encargarían.
Rawson no es un perro que pueda sobrevivir en cautiverio. No es un perro que pueda estar atado a una cadena o en un canil. Su alma peregrina lo impulsa a vagabundear por las calles del barrio donde decidió vivir.
Va a tener que andar con cuidado. Pesa sobre él una orden de captura.

Pedro Felipe



Se llamaba Pedro Felipe y era mi abuelo. Tuvo una infancia dura como muchos de los que soportaron crecer en Argentina en el principio del siglo veinte. Para hacer un poco más consistente en carne la polenta que su madre cocinaba para él y sus hermanos, siendo muy chico, salía con una gomera fabricaba con sus propias manos a cazar pajaritos.

Comenzó a ir a clases en la escuela número uno de donde fue expulsado con otros dos forajidos igual que él. Cuando se presentaron ante la directora de la escuela 2 que lo recibiría a él y a otras cuatro generaciones, la máxima autoridad de aquella época dijo mirándolos: “Acá me mandan a Padre, hijo y Espíritu Santo”, frase que quedó marcada a fuego por el resto de su vida y con la que resumía su ciclo escolar y su conducta en ésa época.

Escandalizaba a todos con sus frases, sus respuestas, sus reflexiones sobre el Mundo, la familia, los vecinos, la religión. Un tipo con pocas pulgas, poco amigo de los gestos cariñosos con sus cuatro hijos, tuvo una influencia clara en sus nietos junto con una paciencia que sorprendía a todos porque con los adultos, su tolerancia era casi nula. Se mantenía firme con sus convicciones como pocas personas que conocí. Clara, su única hija se metió en un convento de clausura. Fue a visitarla una vez. La fue a visitar y habló con ella detrás de un tejido donde solo se veía su sombra y allí se enteró que las monjas dormían sobre madera y que como carmelitas que eran andaban descalzas. Dejó de hablarle por 7 años. “Esto no es obra de Dios sino de los hombres que pisan la tierra. Un Dios justo y bueno como dicen los curas no permite que sus hijos sufran”. Clarito.

Mi tío Ernesto era de los primeros en llegar a misa y ocupaba los primeros bancos. Para él y su familia, el cura párroco era una institución, un verdadero ministro de Dios. Una tarde pasaba el padre César por la puerta de casa y se le ocurrió presentárselo a mi abuelo. Lo dejó con la mano extendida. “Yo viví muchos años sin conocerlo y no me interesa conocerlo ahora. A misa no voy. Para rezar con un ladrón, prefiero rezar en casa”. Mi tío y el cura quedaron fulminados por un rayo.

Tuvo tres hijos con Celia, su primera esposa. Cuando ella murió se casó con la hermana menor de Celia y con ella tuvo a mi viejo. Mi abuela, Elisa era creyente y devota de los rezos, la iglesia, las canciones religiosas. Una  vecina toca el timbre y él sale a atenderla. Quería saber si tenían un rosario para prestarme. “Pero carajo, si en esta casa hay rosarios hasta para atar los perros”.

Su relación con la naturaleza, los animales, la tierra era sabia. Tan sabia que mientras ataba los gajos de los tomates que plantaba a las cañas tacuara que él mismo colocaba, por entre los dedos y sin tocarlo jamás, sobrevolaban los camoatís, un bicho que comparado con las avispas es un avión Hércules, capaz de agujerear un poste de luz, un tronco de árbol con su aguijón para hacer su nido, emisor de un zumbido de turbina que espanta, al que cualquiera teme. El no. “Si no lo molestás espantándolo no te pica”.

Mi tía Alcira observaba embelesada en la tele las verónicas de un torero. El solo se sentaba frente al televisor cuando emitían fútbol o Grandes valores del tango. Le preguntó: “Alcira, usted cree en eso?” Mi tía le contestó que sí, que el valor del torero, que la muerte, que… “Ese toro está pichicateado y mal comido. Yo le largaría un toro de La Pampa, bien comido, que nunca vio gente, a ver si le hace todas esas piruetas y le clava esas varas”.

Había dos convocatorias que mi abuela y mi madre temían. Las fogatas en invierno y cuando decía: “Llamen a los chicos, a la chiquita también (mi hermana menor de cuatro años) porque voy a limpiar el revólver”, un 38 Smith & Wesson, corto. Posiblemente esa precoz instrucción militar me sirvió mucho más que la que me dio el ejército a los veinte y el respeto hacia las armas de fuego quedó prendido con mayor solidez que el Evangelio.

No creía tampoco en los médicos. La única vez que se dejó atender por uno, ya viejo, le dieron una inyección que casi lo mata. Soportando una ataque al hígado tirado en la cama, a mi padre se le ocurrió abrir la puerta del dormitorio y preguntarle: papà, llamo al médico? “Si viene el médico te pego un tiro a vos y otro al médico”.

Después de cenar, jugaba conmigo a las cartas. Le confesó a mi abuela que tenía miedo que me envicie con el juego. Así que de pronto ante mi pregunta: Abuelo, jugamos a las cartas? Su respuesta variaba: “No, hoy hace frío” “No, hoy hace calor”. El juego era una excusa para hablar de otros temas y sutilmente templarme, eso lo supe un poco después, a los doce, cuando me dijo que confiaba en mí que hiciera cumplir sus últimos deseos volcados de puño y letra en una hoja simple con su firma al pie: Nada de rezos, flores, velorios, avisos a los familiares. Llaman a la cochería y que me dejen en depósito hasta la cremación. Que las cenizas las tiren en el Río de la Plata. Si la cochería no viene, me ponen en el galpón del fondo, apagan las luces y se van a dormir. El lugar donde quería que dejáramos sus cenizas era preciso, la  zona del río donde acompañaba a su madre a lavar la ropa cuando era chico.

Trabajó hasta de viejo ayudando a mi tío Ernesto en el puesto de diarios que tenía en la estación Olivos. Comenzaba la represión antes del golpe y un agente de policía le pidió los documentos. “Nunca llevé documentos, reloj ni peine”. Lo voy a tener que detener. “A usted le van a dar una medalla al mérito por llevar preso a un viejo de 74 años”. La discusión se hizo larga y empezó a juntarse gente en el puesto de diarios. No se lo llevaron.

En los cumpleaños de sus nietos no compraba regalos. Nos daba un billete de 500 azul que en la contracara tenía una fragata. Para nosotros era una fortuna. Murió el día después de mi cumpleaños y en el lecho de muerte esa mañana dijo: “No le di el regalo a Roberto”. Pidió que en los aniversarios tiráramos una rosa de su jardín en el río, misión que cumplí religiosamente durante años, hasta que me di cuenta que era un símbolo para evitar que no lo sepulte el olvido, la muerte verdadera. Imposible. Mi rosa abuelo, es ésta.