Levantan los ojos hacia Dios, lo observan embelesados,
escuchan su
sermón, sus conclusiones, nuestros pecados.
Abren la boca con sorpresa y acompañan su discurso
moviendo la cabeza,
no se persignan, porque no es parte de la fe que mueve
montañas.
Dejan todo lo que están haciendo por verlo y
escucharlo,
asienten, confirman sus palabras sin pestañear,
sin pensar, sin
discutir.
La verdadera Iglesia Universal vela por su corderos
y los mantiene alineados, obedientes, sumisos,
congraciados.
Les advierte Dios sobre el apocalipsis que se avecina sin remedio y sin
demora,
de las siete pestes, de las catástrofes fulminantes,
del fin de los tiempos.
Y como buen padre les enseña lo que deben ser,
lo que deben tener, lo que tienen que pensar.
Pocos rebeldes se animan a enfrentarlo,
a desoír sus llamados, sus promesas, sus predicciones.
Esos pocos valientes son las ovejas descarriadas,
la piel de judas, los herejes, los marranos.
Esos ateos que no comulgan con la fe de la humanidad,
leen libros y utilizan el televisor solo para ver películas.