No son precisos los datos en cuestiones geográficas.
Se entiende, en la lectura del texto recuperado, que el relato se desarrolla en
algún país del hemisferio sur. No se mencionan coordenadas ni latitudes, se
cuenta la historia como la vivió el protagonista.
Los años, el polvo y la humedad volvieron ilegible el
nombre del autor.
Había un país enredado, maldito, que sufría la
perfidia de la Diosa Fortuna. Sus avatares naturales, pestes, guerras internas,
catástrofes climáticas no eran distintas a las de cualquier otro país del
Mundo. Sus épocas de bonanza escasas y sus penurias muchas. Vivía en un
permanente enredo entre la codicia inescrupulosa de un grupo de sus habitantes
y la mirada voraz de los imperios, siempre a punto de invadirle, siempre listos
como boys scouts a hacerse de sus riquezas naturales. Como toda nación joven
parecía presa de un comportamiento dísloco, adolescente. Nadie creía que haya
sido casual que este continente fuese cuna de innumerables rebeldes, dispuestos
de manera natural y permanente a alzar su voz disconforme y hasta sus armas si
fuese necesario.
Sus mandatarios solían mirar hacia otras latitudes.
Sus clases dominantes comparaban el desarrollo de países serios y rectos, de
conducta ejemplar, con éste maldito que les había tocado en suerte.
Los hombres de fe creían que este suelo no cayó en
gracia a los ojos de Dios. Los astrólogos atribuían su decadencia a cierta
extraña alineación de los astros. Los especialistas en finanzas aseguraban que
las épocas de vacas flacas tenían su origen en factores de mercado, que siempre
se iba en contra de la corriente, que sus planes fracasaban por un pueblo que
carecía de sensatez, austeridad y compromiso.
Se sucedían los gobiernos y los planes. Se
interrumpían los ciclos democráticos por otros impuestos a sangre y fuego. Se
vivía en una locura permanente, en la más grande desazón y hasta se pisó el
infierno de una guerra.
Se aplicaron cientos de recetas a tantos males que
aquejaban al país, alentando a la esperanza orientada en la medicina sanadora,
difundiendo las virtudes y los buenos oficios de apellidos patriotas que sabían
cómo hacerlo, que sabían cuáles eran las herramientas apropiadas para terminar
de una vez por todas con el nudo que los conducía inevitablemente al fracaso.
Alguien, no se sabe cómo, no se sabe cuando, se animó
a tirar de la punta del ovillo. Alguien con voluntad, dispuesto a desenredar la
madeja tejida con precisión durante años. Y dio con el nudo, con el núcleo, con
el agujero negro donde caía y se hundía hasta desaparecer la justicia, la igualdad
ante la ley, la equidad, la educación, la salud, la paz de sus habitantes.
Gritos de horror invadieron las calles. Se rasgaban
las vestiduras los demócratas y los hombres de honor ante los hechos oscuros
colocados como pruebas ante sus incrédulos ojos. Historias medulares de seres
comunes y mortales habían tejido la madeja. Crímenes aberrantes, estafas,
vaciamientos, injusticias, despojos habían sucedido ante miradas silenciosas y
cómplices. No fueron los mercados, ni Dios, ni los astros. Eran personas con
nombre y apellido, eran empresas con marcas prestigiosas, eran doctores,
clérigos, rabinos, médicos, periodistas, escritores, artistas, eran
mandatarios, corporaciones, entidades bancarias, instituciones, las que armaron
la fábula del nudo y el país enredado.
Lo siguieron a este hombre otros. Algunos en
agradecimiento por haber emprendido la tarea en hacer públicas las verdaderas
causas de tantos infortunios. Otros, porque informados, vaya a saber uno cómo,
ya que siempre hay una historia oficial y ésta por alguna razón carece de rigor
y de método, exaltaron el valor del desenmascaramiento.
El resto de la hojas se han estropeado. No se sabe
cómo siguió la historia. Puede que este accidente haya sido natural, o sea obra
de Dios, los astros, los especialistas. Me inclino a pensar que son estos
últimos, eternamente solícitos a regresar al plácido confort que ofrecen sus
nudos.