Facebook sostiene que
tengo 346 amigos. Ese escrutinio exagerado, como toda exageración, es falsa. Los
leales e incondicionales no llegan a la segunda decena. Con ellos comparto
alguna bebida espirituosa y discuto sobre religión, historia, política, fútbol
o intrincadas posturas filosóficas. Ninguno de ellos levanta el pulgar cuando
está de acuerdo conmigo como grafica amablemente Facebook. A lo sumo asienten
moviendo la cabeza. No me dicen: Me gusta. Tampoco se nos ocurre bloquearnos si
tenemos una diferencia ni eliminarnos de las agendas telefónicas. Aceptamos al
amigo que piensa diferente. Aún siendo de Boca, mirá lo que te digo.
Pero en la imperfecta
lista de la red también aparecen colegas, compañeros de trabajo, gente que se
relaciona virtualmente, porque entre los nombres de mi lista están también sus
contactos. Esta gente también discute diciendo lo que piensa, se acalora, se
enfurece, se le sale la cadena.
Cuando alguno de
estos patina, desbarranca, se va a la mierda con una opinión o un mensaje que
agravia a la condición humana, le doy hasta tres respuestas. No más. Si continúa
y acentúa lo que afirmó antes, le aviso gentilmente que voy a borrarlo de mis
contactos, que no quiero seguir leyendo sus oscuros pensamientos. Y lo excluyo.
No solo por mí. Lo hago para cuidar la salud y el buen humor de los veinte.