El
tipo, como buen oriental, con humildad, paciencia y perseverancia, me fue
rodeando de grandes gestos que lo definen nítidamente.
Tuve
dos o tres charlas monumentales que atesoro. No siempre vinculadas al trabajo,
ya que no solo de pan vive el hombre. De todas, salí enriquecido, en todas ellas
hubo algún dato que me dejó boquiabierto.
Le
dije, como al pasar: estoy leyendo “Mientras escribo”, de Stephen King, un
decálogo de consejos para quienes creen que pueden escribir y hacerlo bien. El
libro me lo regaló Ayelén, mi hija, que tiene también, como él, un poco de
sangre oriental y presta mucha atención a todo aquello que parece de mi
interés. Un libro que recomiendo con los ojos cerrados y que le anticipé, ya
que festeja cumpleaños el mismo día que yo, otra característica singular, que
le regalaría.
Se lo
llevé ayer y el muy hijo de puta, cuando le entregué mi obsequio, abrió el
maletín que porta siempre consigo como los mormones la Biblia, extrajo un sobre
y me lo entregó. Era Stephen King dibujado con esa precisa mano de relojero que
posee. Estaba sin lentes, no alcancé a leer la dedicatoria.
Me está
rodeando. Yo lo sé.
El
afiche del espectáculo tiene su sello. En mi casa hay un texto sobre mí que
publicó, donde exagera virtudes como si fueran mágicas. Y claro, yo, como
leonino y egocéntrico de pura cepa, lo enmarqué en lo de Claw y lo colgué en el
living, para que todos lo vieran.
Aparenta
muchos menos años de los que tiene, esos artificios que conservan los sabios.
Suele merodear Barrio Jardín. Es uruguayo. Se presenta casi siempre diciendo
Julio, sin hacer mención a su apellido. Firma sus libros y sus cuentos como
Julio Parissi. Tengan cuidado.