A un paso

 

Ilustración Darío Parissi

A un paso nada más,

solo a un paso,

aunque ese paso signifique un parpadeo o una eternidad.

Y yo la voy siguiendo

y ella se adelanta como si me percibiera,

ajusta el ritmo de su paso,

se aleja otro poco

y en su andar deja caer puntos suspensivos.

Puedo describir la estela que deja su perfume,

hipnotizarme con el vaivén de sus caderas,

manteniendo una secreta esperanza:

que gire la cabeza y me observe.

Persigo en el deseo un imposible.

Ella siempre se aleja y yo no cejo,

me agita la ansiedad,

me cohíbe su estatura,

respiro a su compás,

doy pasos a su medida,

espero una señal de mis antecesores.

aquellos que han sabido deslumbrarla,

seducirla, cuidarla con esmero

con imágenes brillantes, con impactantes metáforas,

con deliciosas palabras

El latido cabe en un renglón

y en una estrofa el Universo entero.

 


Respuesta a un discurso

 


Publicado el 9 de julio de 2016, cuando este delincuente dijo querido rey, la angustia y no se cuántas payasadas más. Yo también me dirigí a ese cuatro de copas. Lo rescató mi amiga Mónica Rafael por un recuerdo de FB.

Che Juanca:
A mí no me da por decirte querido rey, ni Su Majestad, ni todas esas expresiones serviles de gente arrastrada. Para mí sos tan simple y mortal como cualquiera de los elefantes que te gusta cazar con tu rifle y que por supuesto, me merecen el respeto que vos ni por asomo.
Nunca te pusieron en el aprieto preguntándote si realmente se te escapó, de bruto nomás, aquel tiro que mató a tu hermano, noticia que propagaron como accidente, o fue un arreglo familiar para quedarse en el trono. ¿Cómo se llamaba? Ah, si, Alfonsito, cierto. Bueno quedará con vos el secreto. No puedo imaginar que lo hayas confundido con un elefante.
Nunca creí que quienes te precedieron en el trono hayan sido elegidos por Dios, como les hacían creer a gente primitiva, manipulada por curas sin moral, los de la Santa Inquisición, no sé si te suena. Pertenezco a un sector de la población que piensa y yo sé que eso no te gusta ni le hace bien a tu salud.
Te quiero aclarar algo. Ése tipo de traje azul que viste hoy diciendo el discurso, ése que decía que nuestros congresales estarían angustiados de separarse de España, es solamente el presidente electo, no la voz que me representa a mí y a unos cuantos millones. De hecho, no lo voté, pero debo aceptar la elección de un grupo de desmemoriados y otro de gorilas. Que le vamos a hacer. Soy como los elefantes, no me olvido fácilmente.
Te decía. Ése de de traje no era un animador ni un standapero. Es el que nos gobierna. Si, caete de culo. Ese. El tipo se siente como un virrey y nadie lo contradice, pero estoy seguro que Cisneros debió haber hecho mayor obra pública que éste.
Te decía y es bueno aclararte. Acá tuvimos patriotas de verdad. Hubo uno que en España los ayudó contra Napoleón, fíjate vos. San Martín se llamaba. Y ése no se angustiaba como vos cuando los lacayos se demoran en alcanzarte el diario de la mañana. El tipo cruzó los Andes para ir a sacarlos a patadas en el culo. Y fíjate vos que mandó congresales a Tucumán para que apuraran con la declaración de la Independencia. Ninguna angustia, ningún stress, nada de fatiga, ningún trauma. Belgrano era otro. Un visionario, un adelantado a su tiempo.
Vos hubieras sido un peligro peleando contra los moros o contra los franceses. Si en tu casa se te escapó un tiro, no me quiero imaginar en combate.

 


El cortejante

 


Visitó el local hacía unos años, cuando la ropa que vendían era para público masculino y ella, con medio cuerpo oculto del otro lado del mostrador, lo impactó con sus gestos y femineidad, ese charme que solo poseen algunas mujeres. El local cambió de dueño y de estilo unos meses después pero ella seguía allí, llamándole poderosamente la atención cuando la observaba al pasar y la veía renovando la ropa exhibida en la vidriera, asesorando a una clienta indecisa o esperando una la aprobación final del otro lado de la cortina que resguardaba el probador.

Tenía claro que fantasía y misterio conformaban una combinación que inflamaba el deseo pero cada tanto volvía a caer involuntariamente en el poderoso imán de aquel negocio ubicado a unos metros de una esquina que unía a dos avenidas. No encontraba la excusa o el pretexto para entrar a un local de ropa para mujeres y poder hablarle. Sabía por experiencias anteriores que la idealización podía derrumbarse como un castillo de naipes  ante una expresión inesperada, un gesto que no encaja con la imagen que nos formamos del otro o el tono estridente de su voz.

Su corazón palpitó con fuerza cuando la vio caminando de frente en su misma dirección un mediodía. Volvió a sentir una descarga de ansiedad por su falta de arrojo, por no encontrar la manera de acercarse sin provocar miedo o rechazo. Elaboró estrategias que fue desestimando con el correr de los días en base a distintos análisis que las convertían en inapropiados o en estériles hasta que se decidió por una romántica, sutil y concreta. En el puesto de flores ubicado a escasos metros del local de la mujer compró un ramo y le pidió a la florista que lo entregase en el local de parte de un admirador anónimo.

Esperó unos días y repitió los mismos movimientos. Estaba enterado, por la florista, que la mujer que recibía las flores la acosaba con preguntas intentando descubrir la identidad del cortejante misterioso. No sabía nada sobre ella y pensó que le podía originar una incomodidad cerrar el negocio y volver con las flores regaladas a su casa si vivía en pareja y verse en la obligación de dar explicaciones. El espíritu romántico del juego que había diseñado era más fuerte que cualquier duda.

Cuando fue decidido por el tercer envío la florista rechazó su intención de compra diciéndole que la mujer le había anticipado que no recibiría un solo ramo más si no se presentaba quien las compraba.

Pensó durante días cómo sería su ingreso al local y cuáles iban a ser las palabras cuidadosamente seleccionadas para presentarse. Ensayó las frases para no tropezar con furcios y ser concreto. La primera vez que se animó a ingresar al local estaba cerrado mucho antes del horario habitual. Pudo ir unos días después y al entrar con paso decidido no se dio cuenta que había una clienta en el negocio.

-Soy el que envía las flores como un admirador y vengo a disculparme si eso te molestó o causó algún problema -dijo de corrido, sin una pausa, mirándola fijamente a los ojos.

Ella, apenas levantó la vista un par de segundos y con la precisión y potencia de un arma reglamentaria dijo: “Gracias. Muy amable” y siguió aconsejando a su clienta.

Un tal José

 


La imagen a simple vista es la de un granadero saludando a la bandera. La foto es de 1965 y el granadero se llama José San Martín como el creador de la fuerza de combate cuyo uniforme está luciendo. El soldado es descendiente de uno de los militares más brillantes de la historia.

Conocía a José en el 2007 en una reunión en la empresa donde trabajábamos, él como el químico responsable de los productos y yo como jefe de promotores. Yo no sabía nada de él ni él nada de mí pero la corriente de simpatía inicial fue mutua. Cuando me enteré de su linaje entendí muchas cosas. Creo que en los genes muchas veces se transmiten valores no identificables en pruebas de laboratorio: el proceder recto, la superación constante, la disciplina.

Las charlas con José son enriquecedoras. Aunque la historia no se componga de elementos químicos, la alquimia de algunos factores son determinantes en distintos períodos para que se produzcan ciertos cambios sociales y él, con su formación técnica y su experiencia pedagógica, los desmenuza como si observara tubos de ensayo.

José acaba de desarmar una casa en la que vivió muchos años y mudarse a Capital para poder seguir estudiando en la universidad. José tiene ochenta años.

Parece que a los San Martín se la asignó un destino de grandes proezas.

Editorial de la semana

Durante algún tiempo escribí una editorial contando los hechos de la semana. Luego lo dejé pero jamás lo compartí aquí.

Por la dimensión que ha tomado esta publicación, me permito compartirla entre la ensalada de cosas que hago.

Que la disfruten,

𝔼𝕕𝕚𝕥𝕠𝕣𝕚𝕒𝕝

𝙽𝚞𝚎𝚜𝚝𝚛𝚘 𝚚𝚞𝚎𝚛𝚒𝚍𝚘 𝚃𝚘𝚝𝚘, 𝚖𝚒𝚗𝚒𝚜𝚝𝚛𝚘 𝚍𝚎 𝚎𝚌𝚘𝚗𝚘𝚖𝚒́𝚊, 𝚌𝚘𝚗 𝚞𝚗𝚊 𝚎𝚜𝚌𝚊𝚛𝚊𝚙𝚎𝚕𝚊 𝚎𝚗 𝚕𝚊 𝚜𝚘𝚕𝚊𝚙𝚊 𝚙𝚘𝚛 𝚎𝚕 𝚏𝚎𝚜𝚝𝚎𝚓𝚘 𝚍𝚎𝚕 𝟸𝟻 𝚍𝚎 𝚖𝚊𝚢𝚘, 𝚗𝚘𝚜 𝚙𝚒𝚍𝚒𝚘́ 𝚊 𝚕𝚘𝚜 𝚊𝚛𝚐𝚎𝚗𝚝𝚒𝚗𝚘𝚜 𝚚𝚞𝚎 𝚜𝚎𝚊𝚖𝚘𝚜 𝚙𝚊𝚝𝚛𝚒𝚘𝚝𝚊𝚜 𝚢 𝚙𝚘𝚗𝚐𝚊𝚖𝚘𝚜 𝚎𝚗 𝚎𝚕 𝚖𝚎𝚛𝚌𝚊𝚍𝚘 𝚕𝚘𝚜 𝚟𝚎𝚛𝚍𝚎𝚜 𝚚𝚞𝚎 𝚓𝚞𝚗𝚝𝚊𝚖𝚘𝚜 𝚍𝚞𝚛𝚊𝚗𝚝𝚎 𝚎𝚕 𝚛𝚘𝚋𝚘 𝚔𝚒𝚛𝚌𝚑𝚗𝚎𝚛𝚒𝚜𝚝𝚊 𝚙𝚘𝚛𝚚𝚞𝚎 𝚎́𝚕, 𝙼𝚎𝚕𝚌𝚘𝚗𝚒𝚊𝚗, 𝚂𝚝𝚞𝚛𝚣𝚣𝚎𝚗𝚎𝚐𝚎𝚛 𝚢 𝚘𝚝𝚛𝚘𝚜 𝚚𝚞𝚎 𝚎𝚜𝚝𝚞𝚟𝚒𝚎𝚛𝚘𝚗 𝚎𝚡𝚒𝚕𝚒𝚊𝚍𝚘𝚜 𝚎𝚗 𝚎𝚜𝚘𝚜 𝚊𝚗̃𝚘𝚜, 𝚕𝚊 𝚝𝚒𝚎𝚗𝚎𝚗 𝚎𝚗 𝚎𝚕 𝚎𝚡𝚝𝚎𝚛𝚒𝚘𝚛. 𝚃𝚛𝚊𝚎𝚛𝚕𝚊 𝚊 𝚕𝚊 𝙰𝚛𝚐𝚎𝚗𝚝𝚒𝚗𝚊 𝚎𝚜 𝚞𝚗 𝚟𝚎𝚛𝚍𝚊𝚍𝚎𝚛𝚘 𝚝𝚛𝚊𝚜𝚝𝚘𝚛𝚗𝚘 𝚢 𝚚𝚞𝚒𝚕𝚘𝚖𝚋𝚘 𝚍𝚎 𝚙𝚊𝚙𝚎𝚕𝚎𝚜.
𝚃𝚘𝚝𝚘 𝚢𝚊 𝚎𝚜𝚝𝚞𝚟𝚘 𝚎𝚗𝚟𝚒𝚊𝚗𝚍𝚘 𝚕𝚒𝚗𝚐𝚘𝚝𝚎𝚜 𝚍𝚎 𝚘𝚛𝚘 𝚊 𝙶𝚛𝚊𝚗 𝙱𝚛𝚎𝚝𝚊𝚗̃𝚊 𝚙𝚘𝚛𝚚𝚞𝚎 𝚊𝚌𝚊́ 𝚎𝚜𝚝𝚊𝚋𝚊𝚗 𝚓𝚞𝚗𝚝𝚊𝚗𝚍𝚘 𝚙𝚘𝚕𝚟𝚘 𝚢 𝚎𝚗 𝚎𝚕 𝚁𝚎𝚒𝚗𝚘 𝚄𝚗𝚒𝚍𝚘 𝚕𝚎 𝚙𝚊𝚜𝚊𝚗 𝚎𝚕 𝚙𝚕𝚞𝚖𝚎𝚛𝚘 𝚝𝚘𝚍𝚘𝚜 𝚕𝚘𝚜 𝚍𝚒́𝚊𝚜.
𝙳𝚊𝚛𝚒́𝚗, 𝚚𝚞𝚎 𝚢𝚊 𝚑𝚊𝚋𝚒́𝚊 𝚊𝚙𝚊𝚛𝚎𝚌𝚒𝚍𝚘 𝚊𝚗𝚝𝚎 𝚎𝚕 𝚙𝚞́𝚋𝚕𝚒𝚌𝚘 𝚌𝚘𝚗 𝚎𝚕 𝙴𝚝𝚎𝚛𝚗𝚊𝚞𝚝𝚊, 𝚞𝚗𝚊 𝚜𝚎𝚛𝚒𝚎 𝚚𝚞𝚎 𝚊𝚌𝚘𝚗𝚜𝚎𝚓𝚘́ 𝚗𝚘 𝚖𝚒𝚛𝚊𝚛 𝙲𝚛𝚒𝚜𝚝𝚒𝚗𝚊 𝙿𝚎́𝚛𝚎𝚣 𝚙𝚘𝚛𝚚𝚞𝚎 𝚝𝚒𝚎𝚗𝚎 𝚞𝚗 𝚜𝚎𝚜𝚐𝚘 𝚒𝚍𝚎𝚘𝚕𝚘́𝚐𝚒𝚌𝚘 𝚚𝚞𝚎 𝚙𝚞𝚎𝚍𝚎 𝚍𝚎𝚜𝚙𝚎𝚛𝚝𝚊𝚛 𝚖𝚊𝚕𝚘𝚜 𝚙𝚎𝚗𝚜𝚊𝚖𝚒𝚎𝚗𝚝𝚘𝚜 𝚎𝚗 𝚕𝚊 𝚐𝚎𝚗𝚝𝚎 𝚍𝚎 𝚋𝚒𝚎𝚗 𝚢 𝚕𝚕𝚎𝚟𝚊𝚛𝚕𝚊 𝚙𝚘𝚛 𝚎𝚕 𝚌𝚊𝚖𝚒𝚗𝚘 𝚍𝚎𝚕 𝚖𝚊𝚕, 𝚊𝚕𝚐𝚘 𝚚𝚞𝚎 𝚜𝚞 𝚖𝚊𝚛𝚒𝚍𝚘 𝚝𝚛𝚊𝚝𝚊 𝚍𝚎 𝚎𝚟𝚒𝚝𝚊𝚛 𝚍𝚒𝚜𝚏𝚛𝚊𝚣𝚊𝚍𝚘 𝚍𝚎 𝚊𝚕𝚖𝚒𝚛𝚊𝚗𝚝𝚎. 𝙽𝚘 𝚖𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚎𝚛𝚘 𝚒𝚛 𝚙𝚘𝚛 𝚕𝚊𝚜 𝚛𝚊𝚖𝚊𝚜 𝚙𝚘𝚛𝚚𝚞𝚎 𝚜𝚎 𝚖𝚎 𝚕𝚕𝚎𝚗𝚊 𝚕𝚊 𝚙𝚊𝚕𝚖𝚎𝚛𝚊 𝚍𝚎 𝚐𝚘𝚛𝚒𝚕𝚊𝚜. 𝙳𝚊𝚛𝚒́𝚗, 𝚎𝚗 𝚕𝚊 𝚖𝚎𝚜𝚊 𝚍𝚎 𝙼𝚒𝚛𝚝𝚊 𝙻𝚎𝚐𝚛𝚊𝚗𝚍 𝚘𝚙𝚒𝚗𝚘́ 𝚜𝚘𝚋𝚛𝚎 𝚕𝚊 𝚎𝚌𝚘𝚗𝚘𝚖𝚒́𝚊 𝚑𝚊𝚌𝚒𝚎𝚗𝚍𝚘 𝚛𝚎𝚏𝚎𝚛𝚎𝚗𝚌𝚒𝚊 𝚊𝚕 𝚙𝚛𝚎𝚌𝚒𝚘 𝚍𝚎 𝚞𝚗𝚊 𝚍𝚘𝚌𝚎𝚗𝚊 𝚍𝚎 𝚎𝚖𝚙𝚊𝚗𝚊𝚍𝚊𝚜. 𝙰𝚑𝚒́ 𝚗𝚘𝚖𝚊́𝚜, 𝚕𝚕𝚊𝚖𝚊𝚛𝚘𝚗 𝚊𝚕 𝚊𝚐𝚎𝚗𝚝𝚎 𝙿𝚒𝚛𝚒𝚗𝚌𝚑𝚘 𝚚𝚞𝚎 𝚒𝚗𝚝𝚎𝚛𝚛𝚞𝚖𝚙𝚒𝚘́ 𝚜𝚞 𝚎𝚗𝚝𝚛𝚎𝚗𝚊𝚖𝚒𝚎𝚗𝚝𝚘 𝚙𝚘𝚛 𝙿𝚊𝚕𝚎𝚛𝚖𝚘 𝚢 𝚙𝚞𝚜𝚘 𝚊 𝚝𝚛𝚊𝚋𝚊𝚓𝚊𝚛 𝚊 𝚜𝚞 𝚎𝚚𝚞𝚒𝚙𝚘 𝚍𝚎 𝚙𝚛𝚘𝚍𝚞𝚌𝚌𝚒𝚘́𝚗 𝚙𝚊𝚛𝚊 𝚙𝚘𝚗𝚎𝚛𝚕𝚎 𝚑𝚞𝚖𝚘𝚛 𝚢 𝚍𝚊𝚛𝚕𝚎 𝚘𝚝𝚛𝚊 𝚟𝚞𝚎𝚕𝚝𝚊 𝚊𝚕 𝚛𝚎𝚙𝚞𝚕𝚐𝚞𝚎.
𝙽𝚞𝚎𝚜𝚝𝚛𝚘 𝙴𝚖𝚋𝚊𝚓𝚊𝚍𝚘𝚛 𝚍𝚎 𝚕𝚞𝚣, 𝚏𝚞𝚝𝚞𝚛𝚘 𝚙𝚛𝚎𝚖𝚒𝚘 𝙽𝚘𝚋𝚎𝚕 𝚍𝚎 𝚎𝚌𝚘𝚗𝚘𝚖𝚒́𝚊, 𝚐𝚊𝚗𝚊𝚍𝚘𝚛 𝚍𝚎𝚕 𝙿𝚛𝚎𝚖𝚒𝚘 𝙶𝚎́𝚗𝚎𝚜𝚒𝚜 𝚚𝚞𝚎 𝚘𝚝𝚘𝚛𝚐𝚊 𝚕𝚊 𝚂𝚘𝚌𝚒𝚎𝚍𝚊𝚍 𝚍𝚎 𝙵𝚘𝚖𝚎𝚗𝚝𝚘 𝚍𝚎 𝚂𝚘𝚕𝚊𝚗𝚘, 𝚕𝚞𝚎𝚐𝚘 𝚍𝚎 𝚑𝚊𝚋𝚎𝚛 𝚎𝚗𝚌𝚘𝚗𝚝𝚛𝚊𝚍𝚘 𝚢 𝚙𝚛𝚊𝚌𝚝𝚒𝚌𝚊𝚍𝚘 𝚑𝚊𝚜𝚝𝚊 𝚎𝚕 𝚌𝚊𝚗𝚜𝚊𝚗𝚌𝚒𝚘 𝚞𝚗𝚊 𝚎𝚡𝚙𝚛𝚎𝚜𝚒𝚘́𝚗 𝚚𝚞𝚎 𝚍𝚒𝚜𝚒𝚖𝚞𝚕𝚊 𝚕𝚊 𝚙𝚊𝚙𝚊𝚍𝚊 𝚢 𝚜𝚞 𝚌𝚊𝚛𝚊 𝚍𝚎 𝚝𝚘𝚛𝚝𝚊 𝚏𝚛𝚒𝚝𝚊, 𝚜𝚎 𝚟𝚒𝚘 𝚒𝚖𝚒𝚝𝚊𝚍𝚘 𝚙𝚘𝚛 𝚞𝚗𝚊 𝚌𝚊𝚗𝚝𝚊𝚗𝚝𝚎 𝙿𝚘𝚙 𝚚𝚞𝚎 𝚜𝚎 𝚑𝚊 𝚎𝚗𝚜𝚊𝚗̃𝚊𝚍𝚘 𝚌𝚘𝚗 𝚎́𝚕 𝚜𝚒𝚗 𝚝𝚎𝚖𝚎𝚛𝚕𝚎 𝚊 𝚕𝚊𝚜 𝚌𝚘𝚗𝚜𝚎𝚌𝚞𝚎𝚗𝚌𝚒𝚊𝚜 𝚚𝚞𝚎 𝚙𝚞𝚎𝚍𝚊𝚗 𝚌𝚊𝚎𝚛 𝚜𝚘𝚋𝚛𝚎 𝚎𝚕𝚕𝚊𝚜 𝚍𝚎 𝚕𝚊𝚜 𝙵𝚞𝚎𝚛𝚣𝚊𝚜 𝚍𝚎𝚕 𝚌𝚒𝚎𝚕𝚘.
𝙼𝚒𝚎𝚗𝚝𝚛𝚊𝚜 𝚝𝚘𝚍𝚘 𝚎𝚜𝚝𝚘 𝚜𝚞𝚌𝚎𝚍𝚒́𝚊 𝚢 𝚕𝚊 𝚐𝚎𝚗𝚍𝚊𝚛𝚖𝚎𝚛𝚒́𝚊 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝚍𝚞𝚎𝚗̃𝚊 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝚌𝚊𝚍𝚎𝚗𝚊 𝚃𝚘𝚜𝚝𝚊𝚍𝚘 𝚎𝚗𝚝𝚛𝚎𝚗𝚊𝚋𝚊 𝚙𝚊𝚛𝚊 𝚎𝚕 𝚌𝚘𝚖𝚋𝚊𝚝𝚎 𝚌𝚘𝚗𝚝𝚛𝚊 𝚎𝚕 𝚗𝚊𝚛𝚌𝚘𝚝𝚛𝚊́𝚏𝚒𝚌𝚘 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚊𝚜 𝚗𝚞𝚎𝚟𝚊𝚜 𝚌𝚊𝚌𝚑𝚒𝚙𝚘𝚛𝚛𝚊𝚜 𝚜𝚘𝚋𝚛𝚎 𝚕𝚘𝚜 𝚓𝚞𝚋𝚒𝚕𝚊𝚍𝚘𝚜, 𝚎𝚕 𝚙𝚎𝚛𝚒𝚘𝚍𝚒𝚜𝚝𝚊 𝙷𝚞𝚐𝚘 𝙰𝚕𝚌𝚘𝚗𝚊𝚍𝚊 𝙼𝚘𝚗 𝚙𝚞𝚋𝚕𝚒𝚌𝚘́ 𝚞𝚗 𝚊𝚛𝚝𝚒́𝚌𝚞𝚕𝚘 𝚍𝚎𝚗𝚞𝚗𝚌𝚒𝚊𝚗𝚍𝚘 𝚎𝚕 𝚙𝚕𝚊𝚗 𝚍𝚎 𝚎𝚜𝚝𝚛𝚊𝚝𝚎𝚐𝚒𝚊 𝚚𝚞𝚎 𝚒𝚖𝚙𝚕𝚎𝚖𝚎𝚗𝚝𝚊𝚛𝚊́ 𝚕𝚊 𝚂𝙸𝙳𝙴 𝚙𝚊𝚛𝚊 𝚟𝚒𝚐𝚒𝚕𝚊𝚛, 𝚎𝚜𝚙𝚒𝚊𝚛, 𝚙𝚎𝚛𝚜𝚎𝚐𝚞𝚒𝚛 𝚘 𝚕𝚊𝚜 𝚝𝚛𝚎𝚜 𝚊𝚌𝚌𝚒𝚘𝚗𝚎𝚜 𝚊 𝚕𝚊 𝚟𝚎𝚣 𝚎𝚗 𝚊𝚛𝚊𝚜 𝚍𝚎 𝚖𝚊𝚗𝚝𝚎𝚗𝚎𝚛 𝚊𝚕 𝚙𝚊𝚒́𝚜 𝚎𝚗 𝚘𝚛𝚍𝚎𝚗 𝚌𝚘𝚖𝚘 𝚙𝚛𝚘𝚖𝚎𝚝𝚒𝚘́ 𝚕𝚊 𝚝𝚘𝚜𝚝𝚊𝚍𝚘𝚛𝚊 𝚢 𝚚𝚞𝚎 𝚗𝚘 𝚜𝚎 𝚏𝚒𝚕𝚝𝚛𝚎𝚗 𝚋𝚛𝚒𝚐𝚊𝚍𝚊𝚜 𝚔𝚞𝚛𝚍𝚊𝚜, 𝚖𝚊𝚙𝚞𝚌𝚑𝚎𝚜, 𝚟𝚎𝚗𝚎𝚣𝚘𝚕𝚊𝚗𝚘-𝚒𝚛𝚊𝚚𝚞𝚒́ 𝚘 𝚍𝚎 𝙱𝚞𝚛𝚔𝚒𝚗𝚊 𝙵𝚊𝚜𝚘 𝚙𝚘𝚛𝚚𝚞𝚎 𝚎𝚕 𝚏𝚊𝚜𝚘 𝚎𝚜 𝚞𝚗𝚊 𝚍𝚎 𝚕𝚊𝚜 𝚌𝚘𝚜𝚊𝚜 𝚚𝚞𝚎 𝚖𝚊́𝚜 𝚍𝚊𝚗̃𝚘 𝚗𝚘𝚜 𝚑𝚊𝚌𝚎𝚗 𝚊 𝚕𝚊 𝚜𝚊𝚕𝚞𝚍.
𝙰 𝙰𝚕𝚌𝚘𝚗𝚊𝚍𝚊 𝙼𝚘𝚗 𝚜𝚎 𝚕𝚎 𝚍𝚎𝚜𝚌𝚘𝚗𝚏𝚒𝚐𝚞𝚛𝚘́ 𝚕𝚊 𝚌𝚘𝚖𝚙𝚞𝚝𝚊𝚍𝚘𝚛𝚊, 𝚜𝚎 𝚕𝚎 𝚌𝚊𝚢𝚘́ 𝚎𝚕 𝚆𝚑𝚊𝚝𝚜𝚊𝚙𝚙, 𝚜𝚎 𝚕𝚎 𝚋𝚕𝚘𝚚𝚞𝚎𝚘́ 𝚎𝚕 𝚃𝚠𝚒𝚝𝚝𝚎𝚛 𝚢 𝚜𝚎 𝚕𝚎 𝚎𝚜𝚌𝚊𝚙𝚘́ 𝚎𝚕 𝚌𝚊𝚗𝚊𝚛𝚒𝚘 𝚎𝚗 𝚎𝚕 𝚖𝚒𝚜𝚖𝚘 𝚍𝚒́𝚊 𝚍𝚎 𝚜𝚞 𝚙𝚞𝚋𝚕𝚒𝚌𝚊𝚌𝚒𝚘́𝚗 𝚙𝚘𝚛𝚚𝚞𝚎 𝚒𝚐𝚞𝚊𝚕 𝚚𝚞𝚎 𝚊 𝚕𝚘𝚜 𝚋𝚛𝚘𝚝𝚎𝚜 𝚟𝚎𝚛𝚍𝚎𝚜 𝚍𝚎 𝙵𝚛𝚊𝚐𝚊 𝚚𝚞𝚎 𝚚𝚞𝚎𝚖𝚘́ 𝚕𝚊 𝚜𝚎𝚚𝚞𝚒́𝚊 𝚢 𝚊 𝚕𝚊 𝚝𝚘𝚗𝚎𝚕𝚊𝚍𝚊 𝚍𝚎 𝚢𝚎𝚛𝚋𝚊 𝚚𝚞𝚎 𝚕𝚘𝚜 𝚛𝚊𝚝𝚘𝚗𝚎𝚜 𝚕𝚎 𝚌𝚘𝚖𝚒𝚎𝚛𝚘𝚗 𝚊 𝚅𝚒𝚍𝚊𝚕 𝚢 𝚊 𝚁𝚒𝚝𝚘𝚗𝚍𝚘, 𝚌𝚞𝚊𝚗𝚍𝚘 𝚎𝚜𝚝𝚊́𝚜 𝚍𝚎 𝚖𝚊𝚕𝚊 𝚛𝚊𝚌𝚑𝚊, 𝚝𝚘𝚍𝚊𝚜 𝚝𝚎 𝚟𝚒𝚎𝚗𝚎𝚗 𝚎𝚗 𝚌𝚘𝚗𝚝𝚛𝚊.
𝙰 𝚗𝚘 𝚍𝚎𝚜𝚎𝚜𝚙𝚎𝚛𝚊𝚛 𝚙𝚘𝚛𝚚𝚞𝚎 𝚗𝚞𝚎𝚜𝚝𝚛𝚘𝚜 𝚖𝚊𝚗𝚍𝚊𝚝𝚊́𝚛𝚒𝚘𝚜 𝚝𝚒𝚎𝚗𝚎𝚗 𝚗𝚞𝚎𝚟𝚊𝚜 𝚒𝚍𝚎𝚊𝚜 𝚚𝚞𝚎 𝚊𝚙𝚘𝚛𝚝𝚘́ 𝚂𝚝𝚞𝚛𝚣𝚣𝚎𝚗𝚎𝚐𝚎𝚛 𝚚𝚞𝚒𝚎𝚗 𝚗𝚘 𝚕𝚎 𝚝𝚒𝚎𝚗𝚎 𝚖𝚒𝚎𝚍𝚘 𝚊𝚕 𝚏𝚛𝚊𝚌𝚊𝚜𝚘 𝚙𝚘𝚛𝚚𝚞𝚎 𝚎𝚜 𝚜𝚞 𝚊𝚕𝚒𝚊𝚍𝚘 𝚒𝚗𝚌𝚘𝚗𝚍𝚒𝚌𝚒𝚘𝚗𝚊𝚕 𝚍𝚎𝚜𝚍𝚎 𝚚𝚞𝚎 𝚕𝚎 𝚍𝚒𝚎𝚛𝚘𝚗 𝚊𝚕𝚐𝚞́𝚗 𝚌𝚊𝚛𝚐𝚘.

Pepe

 


Anda tu imagen recorriendo el Mundo y esta cosecha debe ser solo una parte de lo mucho que sembraste.

Hoy te nombran hasta los que te combatieron o no te entendieron.

Nadie de nosotros tuvo doce años para reflexionar en una celda sin luz, de comunicarse con otros presos con golpes de nudillo en la pared en un sistema de vocablos inventado por ustedes mismos.

Fuiste parte de los que se fugaron del penal de Punta Carretas, integrante de ese grupo rebelde llamado Tupamaros. Eso lo pasan por alto los que repiten tus frases pero niegan el pasado.

Un malicioso periodista te preguntó alguna vez: ¿Usted mató?, respondiste: “Tenía mala puntería”.

Le hablaste a los viejos con la frescura de los jóvenes y a los jóvenes con la sabiduría de los viejos.

Sos y serás el estandarte de una generación que creyó que un mundo mejor era posible.

Tu paisito te va a extrañar y todos nosotros también.

Gracias por todo, Pepe

 


En la manga

 

Ilustración: Darío Parissi

Son las diecinueve. Me bajo del auto para comprar cigarrillos. El frío es más intenso de lo que suponía, basta con mirar los vidrios para darse cuenta que estos días de junio vienen anticipando un invierno duro. Me encojo de hombros y levanto las solapas de mi viejo gamulán. El viento en la cara me quita la modorra y caminar es mucho mejor que sentarse a esperar dentro del coche. 

Desde la caída de los cinco anoche no hay novedades. Se blanquearon los números en la morgue, según me dijo Ramón. Vuelta de página en el archivo, ingreso y pianola, señales, respetar el orden del procedimiento. Fin para los cinco, nada más. Semáforo verde, cruzo. Pueyrredón y Las Heras. Puedo pararme en esta esquina y reconocer al detalle los lugares destacados, las referencias y sus gentes con los ojos cerrados. Esto más que una gimnasia para la memoria, es una cuestión de seguridad que se confirma cuando abro los ojos y allí están el viejo de las flores, encorvado a la luz de una vidriera, separando el cambio chico para dárselo a los tacheros, el cura que pasa seis y media, apurado por el atraso, con un portafolios de cuerina negra, la vieja de la plaza, el gordito del kiosco de cigarrillos que hoy no para de reírse. Me viene bien para practicar un poco. Después de tantos días sin que pase nada estoy fuera de estado. Quedate quieto gordito, no te agachés que te convierto en un número. Ya está. Se nota que no tengo un carajo que hacer. Todo en orden, sin novedades. El movimiento de siempre y las caras de siempre. Me parece que hoy tambien me vine al pedo. Por la dudas me preparo porque reconocer al seis entre tanta gente no va a ser nada fácil. Eligieron una buena zona y habrá que estar listo. 

El tipo que está en la esquina es el seis. Se bajó de un taxi en Gelly y Obes y camina despreocupado por la avenida Las Heras. Es de gran contextura física, conforme a los datos, cabellera tupida y canosa, tiene un saco sport de color claro, usa la corbata ligeramente desajustada, con el primer botón de la camisa blanca desabrochado. Lleva un perramus oscuro doblado en el brazo izquierdo. Se coloca el perramus y se frota las manos. Se detuvo para pedir fuego en la parada de los colectivos. Al seis le gusta sonreír, se mueve cómodamente en esta zona bacana, su vestimenta y su aire cortés son típicos de Barrio Norte. Tiene clase, pasa desapercibido para todos menos para mí que sé que es el seis. Llega al kiosco de diarios y revistas y se inquieta o se sorprende más bien con un titular del vespertino y vuelve la cabeza para terminar de leerlo. Toma un ejemplar. Vamos seis que estás caminando por la manga como la vaca rumbo al matadero. Al fin decide sacar uno de la pila, extrae del bolsillo del saco algo de dinero para pagar mientras sostiene el diario con la otra mano, sin apartar los ojos de la lectura. Extiende la palma abierta para recibir el vuelto y sin mirarlo lo guarda en el bolsillo. Cuarta página, tercera columna, ahí tenés que leer. Eso, ponete nervioso, seguí leyendo, enterate, fue culpa del cuatro. Sigue caminando muy preocupado ahora, no tan tranquilo. Tropezó con alguien presumiblemente tan distraído como él y levanto la vista como para pedir disculpas. Es una mujer delgada, de cabello oscuro, lleva un trajecito sastre color habano, muy elegante, secretaria ejecutiva de cajón. Se están excusando. Ella está de espaldas. Ahora gira. Sus gestos enmarcan perfectamente sus treinta o treinta y cinco años. Las primeras sonrisas del casual encontronazo se fueron diluyendo rápidamente y la conversación que sostienen es de frases cortas, precisas. Ella abre la cartera y saca algo que no puedo registrar bien. Es el siete. Ella es el siete. No me caben dudas. Parecía un encuentro casual pero se conocen. Son buenos actores. La sorpresa me inmovilizó un instante mientras ellos charlaban, un poco la sorpresa y otro poco el frío que me congela los dedos de las manos. El seis no disimula su nerviosismo al hablar, acompaña sus palabras con un vistazo general y permanente a la avenida. Aparta los ojos de la mujer para mirar por encima de sus hombros el movimiento de la cuadra. 

El seis la toma suavemente del brazo colocándose a su izquierda, le señala la confitería de la esquina en un gesto entre enérgico y amable. Ella asiente con la cabeza y baja la vista, en una actitud de subordinación, sometimiento, inseguridad, más que de aprobación. Caminan por Las Heras con pasos cortos, rozándose. Es él el que habla mientras ella lo observa con mucha atención. Él mira al suelo al hablar y cada tanto levanta la vista para observar de reojo a la gente que pasa a su lado. 

Yo retrocedo hasta la plaza atropellando a cuanto infeliz se me cruza en el camino y pidiendo disculpas a la carrera, jadeando de tanto faso y culo pegado a la silla, con medio pulmón en la boca. Me pesa hasta el gamulán y no me queda otra que acomodarme las cosas como pueda y seguir. En la carrera pisé un charco y siento la humedad en la media cerca del talón. Mierda con este frío. Tienen que aparecer ahora. Llegan a la confitería de Las Heras y Pueyrredón y el seis saca la mano del perramus para empujar la puerta y con la cabeza hace una leve y cortés reverencia. Es amable el seis, seguramente tan amable y refinado como el hijo de mil putas del cuatro. Ella entró en la confitería en silencio, con la cabeza gacha y señaló tímidamente una de las mesas cercanas a la ventana que da a Peuyrredón. Gracias por la gentileza, debo corregirme y decir que los dos son muy amables. 

Se sentaron y él la toma de la mano sacudiéndola como si intentara despertarla o hacerla reaccionar. Ella levanta la vista y sonríe. El se echa hacia atrás con la silla. La mira de reojo, como viejo zorro que es. Imagino que tratando de adivinar cómo se enteró de lo de anoche. Porqué lo llamó por teléfono a él y le contó todo. Estás desconfiando seis. No te gusta que la tripulación abandone el barco cuando se hunde. Que huyan como ratas para todos los agujeros posibles y vos te quedés arriba, como buen capitán que sos. Además sabés, porque el tres te lo dijo, que ella y el cuatro se entendían muy bien desde hace un tiempo, que los amueblados no eran un lugar para citas como éstas. 

El seis la sigue mirando sin decir nada, es como si intentara calcular su peso a ojo. Saca un paquete de cigarrillos del perramus y le convida mientras le hace el pedido al mozo. Ella le dio fuego y comienza a hablar en forma pausada, acompañando su relato con algunos dibujos que su índice traza sobre la mesa. El seis está muy interesado. Ella es muy linda, mucho más linda de lo que me había imaginado por su voz, tan parecida a la de Estela, nuestra operadora. Se acerca el mozo con los whiskys y ella deja de hablar, nerviosa y conmovida. Una vez servidos, el hombre hace una pregunta señalando el mantel nuevamente. Ella se niega con la cabeza y lo interrumpe, lo mira con furia, dice algo en un tono violento. Él vuelve a tomarla del brazo, la llama al orden, temeroso que las personas sentadas a las otras mesas los escuchen. Alguien que se detuvo para encender un cigarrillo, los ocultó un instante. El siete intentó irse pero él sin inmutarse dijo algo muy breve que la detuvo cuando ya había tomado la cartera y el abrigo. La mujer abrió grandes los ojos. Dentro de su sorpresa había algo de horror, abatimiento, indecisión. Se quedó tiesa, como si hubiese visto caer un rayo a dos metros suyo, con la mirada apuntando y disparando sobre el seis a quemarropa, varias veces. El seis volvió a dirigirse a ella en voz baja per de manera enérgica, mascullando insultos. Ella giró la cabeza mirando hacia la calle y pude verla mejor. Es realmente muy linda la siete, de ojos grandes y profundos, cualquiera diría que es abogada, arquitecta, o algo así. Él está agitado. Se pasa la mano por la frente y trata de serenarse. Golpea suavemente la mesa con las manos abiertas, enfatizando minuciosamente. Recalcó lo dicho varias veces en un tono muy bajo. Estira el cuello y se ajusta la corbata sacando pecho. Parece un gerente de fábrica hablándole a un empleado que vine a pedirle aumento, soberbio, poderoso, sin dejar lugar para el error o el equívoco, con una clase y firmeza dignas del seis. Por eso llegaste, por ser impersonal y preciso, exacto, trepador, tenaz, obsecuente. La mujer resopla fastidiada. Él saca un papel arrugado del bolsillo del saco y lo coloca sobre la mesa. Ella se desentiende. El vuelve a llamarla al orden y el siete al fin, asiente con disgusto. Siguen dialogando en un tono mucho más calmo ahora. Él llama al mozo, para pagarle seguramente, mientras da las últimas indicaciones. Se levantaron casi al mismo tiempo, después de pagar la cuenta y ahora caminan hacia la puerta como si estuviesen apurados, mirando sus relojes de pulsera. 

Están en la vereda. El se coloca el perramus. La veo otra vez a ella de cuerpo entero. Recuerdo que con Ramón, habíamos hecho una apuesta cuando pinchamos el teléfono hace dos meses. Habíamos arreglado una cena para el que acertaba en qué número aparecía una voz femenina. Yo dije el siete. La séptima llamada la hizo ella. Los primeros cinco cayeron anoche. El seis está en la manga y es una lástima que vos, siete, también caigas. Él vuelve a ofrecerle cigarrillos. Los tengo a los dos de frente y saco la última foto, última y mejor para dos copias. Desde mi posición puedo ver el vapor que exhalan de sus bocas claramente. Hace mucho frío y yo estoy medio congelado, satisfecho por el deber cumplido y pensando en la cara del Oficial Principal al mirar mi trabajo. Ansioso por contarle a Ramón cómo apareció el siete y que vea las fotos. Mientras guardo la cámara en la guantera del auto los veo caminar por Las Heras en dirección a Azcuénaga, derechitos por la manga, en cuyo final espera un gatillo distinto al de mi cámara que pondrá punto final al trabajo.

Aquellos días con Elpidio

 


Durante décadas la mayoría de los presidentes latinoamericanos tenían dos sueños recurrentes: terminar su mandato sin que lo interrumpa un golpe de estado o un extraño accidente mientras bebían un té medicinal, y ver su busto y su nombre en una plaza donde las palomas le devolverían en cuotas lo que ellos descargaron sobre su pueblo alguna vez. 

Elpidio Buffarretti no fue la excepción aunque su mandato dejó una huella imborrable entre los historiadores al analizar la increíble capacidad creativa del ex funcionario para resolver diferentes problemas de la vida pública de un país subdesarrollado en Latinoamérica. 

Los diarios de la época cambiaron radicalmente su formato durante su presidencia y no había ni siquiera en el período de vacaciones una tapa que no tuviera titulares con letra de molde catástrofe. Algunos de esos títulos, los más llamativos, fueron recopilados en el best seller del periodista Benito Atilio Malatesta. 

Fin de año a todo o nada!!!!

Ruido en los cuarteles

Se dividió la sociedad

No somos nada

Últimos en el ranking del Banco Mundial y sin miras de mejorar

Otra vez la violencia y el Gobierno mira para otro lado

Así no se llega a fin de mes 

Aunque su gabinete fue el más numeroso de la historia del país con 114 ministerios y 302 asesores, para sus decisiones trascendentales recurría a su gurú personal, el Toti Menéndez, especialista en runas, lectura de la borra del café y espiritismo, quien le trazaba un mapa sobre las posibles condiciones para su éxito como si se tratara del servicio meteorológico junto con algunos pálpitos en los juegos de azar y las carreras de caballos. 

Fue Menéndez quien lo aconsejó para que se acercara al mundo de la farándula, a las vedettes de moda, a las fiestas empresarios y al mundo del deporte incitándolo a participar de manera activa y pública, como protagonista, mostrándole con un compilado de videos de los más destacados en cada disciplina que no había secretos en el basquet, en el fútbol o en el automovilismo para convertirse en una estrella. En cada acto oficial, y a su lado, estaba el Toti Menéndez con sus runas, siete velas y su lechuza. 

Cuando decidió disolver el congreso porque obstaculizaba sus proyectos para la grandeza de la Patria, lo reemplazó por comisiones conformadas por los más exitosos empresarios del país bajo el lema: “Si a ellos les va fenómeno, al país también” 

Fue criticado desde el exterior cuando modificó la Corte Suprema de Justicia convocando a presidirla a su hijo Octavio, que no era formado en leyes pero se había destacado como ceramista. Dispuso que en otros lugares importantes del gobierno estuvieran varios familiares tan destacados como su hijo. 

No fue difícil ubicar a sus ex ministros, alojados todos ellos en el mismo pabellón de la cárcel de Punta Rodete aunque el ex mandatario fue el único del gobierno que consiguió huir, sus colaboradores no le guardan rencor y siguen admirando esa chispa sagrada de los inmortales para no caer en las garras del fracaso. 

Domingo Alcaparra, su irreemplazable ministro de economìa, hoy en un sector especial de la penitenciaría para protegerlo de los presos comunes, nos cuenta lo que él considera una de sus grandes perlas: 

Un día toqué desesperado la puerta del despacho y le dije: “Elpidio, se nos vienen encima los vencimientos de fin de año y no tenemos cómo cubrir la deuda”. Lo vi mirar el calendario que siempre tenía a mano en el escritorio y ponerse a escribir sobre su block con frenesí. Cuando llegué a casa me enteré por la televisión: con un decreto aplazó el fin de año hasta el 20 de abril. Aunque la gente hoy diga que les arruinó la organización de las fiestas y los aguinaldos y todas esas pavadas, salvó al país de un derrumbe financiero que no lo arreglaba ni Cristo.” 

Si bien durante el último tramo de su ciclo como presidente hubo más días de paro que laborables (hecho hasta entonces inédito), la organización obrera rescata que el marco de diálogo siempre fue perfecto con el sector. “Lo hacíamos en la quinta con asado, vino, traía músicos y salíamos todos abrazados. Dos días después nos dábamos cuenta que no habíamos conseguido nada a nivel gremial, así que pedíamos otra reunión en su agenda que nunca fue antes de seis meses” 

Pasaron diez años para que las investigaciones pusieran a luz uno de los encubrimientos más escalofriantes. 

Sobre el final del segundo año de su mandato promocionó durante meses un fin de año a toda orquesta celebrando los logros de su gobierno, empapeló las ciudades y financió el viaje de miles de personas que partían de distintos puntos del país hasta Garramendia, extraño lugar para la mayoría de los habitantes donde se iban a realizar los festejos y el lanzamiento de fuegos artificiales como nunca antes se había visto ni en Europa. La gente quedó perpleja a las 0 del nuevo año cuando vio que el cielo estaba iluminado y la tierra se movía con las explosiones. Perfectamente sincronizado con los festejos, se hizo volar un polvorín donde se investigaba la venta ilegal de armas, con varios funcionarios del gobierno de Elpidio Buffarretti en carácter de  sospechados. Hubiese sido un éxito rotundo si se hubieran evitado que las explosiones tiraran  abajo las casas de medio barrio obrero de las cercanías de Garramendia, no lamentándose víctimas fatales porque todos estaban a diez kilómetros de sus casas embobados con el despliegue de fuego y luces. 

En menos de tres meses el país pasó por cincuenta y siete conflictos diplomáticos con otros países donde sus embajadores terminaron expulsados, trece de esos conflictos fueron con superpotencias que amenazaron con invasión militar. Una noche de Pascuas se dirigió al pueblo en un mensaje en cadena diciendo entre otras cosas: “Han bloqueado nuestro puerto con una flota. No bloquearán nuestra esperanza. Con la verdad no temo ni ofendo. Como devoto cristiano creo en la resurrección y cuando esto ocurra, ay de ellos” 

No menos célebre fue su discurso en un país en llamas, con miles de personas manifestándose en las calles en protesta por el  desabastecimiento y las corridas cambiarias. “Se derrama más sangre en las corridas de toros y nadie mueve un dedo por ese pobre animal que nos da la leche y el cuero”. 

La Juventud Buffarretista fue el escudo humano con el que pudo subirse al jet que lo llevaría a las Galápagos mientras decía a los que se agolpaban furiosos para agredirlo “no empujen que entramos todos, sean civilizados. El Mundo nos está mirando”

Nelly

 


Hoy, en la mitad de mi segunda semana de vacaciones, escribí un poco. Me traje un par de textos incompletos, una idea a desarrollar sobre un nuevo espectáculo y algunos borradores. Comencé un proyecto nuevo inspirado en una corta caminata desde el lugar donde me hospedo hasta la rambla, aproximadamente una cuadra y media, con la intención de encontrar vacío el banco en el que una tarde conversamos con mi hermana sobre insolubles conflictos familiares, anhelando que su magia continuase intacta y que yo pudiese hacer viajar a mi corazón al otro lado del río, donde no lejos de su casa, en una cama extraña, con una máscara de oxígeno colocada, mi madre esperaba que la batería de antibióticos venciera a una neumonía. Llevé un solo cigarrillo, el encendedor y las llaves del departamento que me prestó un generoso amigo, quien a esta hora en que yo escribo, duerme.

Cuando me enteré de la noticia sobre la internación de mi madre quedé fijado, suspendido, en ciertas imágenes, en algunas fotos de la infancia y en una vida que lleva noventa y un años en los que le cuesta encontrar momentos de felicidad, y allí queda, ante la insólita pregunta, detenida, repasando un arduo inventario como un buscador de perlas.

Nada de lo que sus hijos podamos hacer parece suficiente. Ella no demanda otra cosa que atención pero no puede elegir qué le gustaría hacer, a quién visitar, qué lugar cercano recorrer. Entonces si resultan dolorosos, agraviantes los reclamos de los domingos después del almuerzo cuando le pedimos que se mueva como su médico prescribe, como da cuenta la lógica para conservar la salud. Muchas veces responde con una verdad irrefutable: no tiene ganas, ya hizo mucho, ya cocinó los suficientes platos para todos, ya planchó camisas y delantales escolares, ya rezó por todos y nos cuidó en fiebres, paperas, sarampiones, ya atravesó la densa bruma de los miedos cuando llegó el momento de cumplir con el  servicio militar obligatorio y luego la guerra de Malvinas. Cuando una peritonitis exigió cuarenta y ocho horas de espera para saber si su hijo mayor se salvaba o pasaba a reposar en el Parque de los quietos. Ya pasó por el sufrimiento de una hija ante cada cura de su oído, y nosotros creíamos que había exageración en esos gritos hasta que nos enteramos que sus tímpanos perforados estaban en carne viva y las tres gotas que había que administrarle tenían una alta dosis de alcohol. Ahora pareciera que esos hijos toman revancha de arcaicos retos y penitencias y los devuelven con tasa de interés incluída.

Lleva un peso enorme en las espaldas, un kilo por cada año donde fue descubriendo que no existe la familia perfecta, del doloroso error al construir un hogar en la casa de sus suegros, de tener que compensar el invalorable asilo con el cuidado y el oficio de enfermera para ellos cuando pasaron los años como a ella le pasaron. No quiere recordar su infancia en Alpachiri, Tucumán, su viaje a Buenos Aires, sus trabajos como empleada doméstica en familias acomodadas de zona norte, un barrio residencial donde una tarde, en un colectivo, se encontró con mi padre.

Ya habló lo que tenía que decir, sin saber si perdonó imperdonables infidelidades, la férrea y despótica disciplina que impuso un suegro de personalidad explosiva, porque al fin de cuentas era su casa y bajo su arbitrio nacían y se cumplían las reglas.

Una inteligencia superior la alumbraba, desaprovechada por un autoexilio en una comarca cuyos límites los marcaban una cocina y un lavadero. Sabía lo elemental y con eso le alcanzaba para hacer proezas con la economía familiar con los exiguos ingresos de un marido taxista y luego camionero en una fábrica textil.

Inmenso viaje hizo en un tren más largo que el transiberiano y más añorado que el Estrella del Norte, servicio de ferrocarril que la trajo a Buenos Aires como antes había traído a su tía, y que la llevó de regreso pocas veces, incluso conmigo muy pequeño en una travesía que selló mi amor incondicional por los trenes.

Tiene sus secretos bien guardados, lecturas de situaciones en que la ha guiado más su intuición que su razonamiento, escuchas fraccionadas con las que supo hilvanar la trama completa que la motivó. Una chispa de humor ácido e ingenio que a veces acompañaba con un gesto de picardía o una risa silenciosa. Una inteligencia superior para conseguir lo que quería sin pedirlo, para lograr una aprobación, habilidad que me inspiró a bautizarla como “El Cardenal Richelieu". En algunos desvaríos por su enfermedad soltó algunas frases que nos parecieron incongruentes pero que estoy seguro tendrían su sustento.

Lleva consigo escenas de dolor imborrables. Yo fui testigo de dos: cuando volvió de la clínica donde nació la menor de mis hermanas y Haydee, la esposa de mi tío Ernesto, mientras ella almorzaba, le recriminó la falta de conciencia para traer al mundo a un tercer hijo cuando a duras penas podían sostener a dos.

Mi padre estaba en el dormitorio cuando escuchó los gritos y su intervención originó la ruptura definitiva con su hermano, una división familiar que se sostuvo con el tiempo y marcó el fin de las fiestas familiares compartidas. El otro lado de la historia dice que mi tío Ernesto, de mejor posición económica que mi padre, comparaba suertes con su hermano, esgrimiendo que mi padre con sus magros ingresos pudo tener tres hijos y él con lo abultado de los suyos solo dos. Este reclamo había sido la mecha que detonó la discusión. Mi hermana menor cargó con el estigma de haber dividido a la familia con su llegada al mundo.

En ciertos ciclos de su enfermedad, en un discurso catártico, repasa como en un rosario las penurias desentendiéndose de eso que llaman destino.

En todos estos años la vi perder el control en dos ocasiones: la última fue en un brote de su demencia temporal transitoria cuando llegué a su casa acompañado de mi pareja de entonces cuando ella me había pedido hablar a solas. Se convirtió en un volcán de gritos e insultos. La primera fue una tarde, cuando antes de poner a lavar los pantalones de trabajo de mi padre, vació sus bolsillos y encontró una carta de amor que le había escrito a mi padre una mujer.

Su viaje a Córdoba no tuvo muchas explicaciones: “Mamá necesita descansar” fue la respuesta oficial. Pasó unos días en la casa de su tía Alcira. No sé si además de asilo recibió consejos. No sé si meditó sobre lo que había pasado. La historia volvió entre quejas una tarde, muerto ya mi padre, ante sus hijos, en un discurso catártico, sin comas ni puntos seguidos, en uno de esos sermones que detonaba la demencia, para que tomemos nota de que en la vida hay episodios que no sepulta el olvido.

La vida en color sepia, como el suplemento que venía con el diario La prensa los domingos. Mario Levrero, el escritor uruguayo, quiso escribir la novela luminosa. El lado luminoso de la novela sobre la vida de mi madre está en los capítulos que hablan del amor incondicional para sus hijos, por los amigos de sus hijos, a quienes les daba el cariño que según percibía acertadamente les faltaba. Marcelo, mi amigo de la infancia, vivió en su casa unos meses. Varios compañeros de colegio pasaban de visita para recibir un poco del sol del hogar y eso la reconfortaba tanto como vernos disfrutar su tarta de duraznos y su torta trenzada de vainilla con limón. Era generosa en gestos amorosos. Silvina, una amiga de la secundaria y su beba tuvieron asilo en momentos difíciles. Silvina me dijo que nunca le preguntó ni le cuestionó nada, que allí estaba Nelly con su plato de comida y su gesto maternal para escuchar lo que quisiera decir. Cuentan que una vez, siendo un bebé, me dejó sin aire en medio de besos y abrazos. Ella contaba que me llevó al pediatra porque no lloraba y el médico se rió porque el llanto era el reclamo común de las madres y ella lo estaba consultando por mi silencio.

Así como inspiró mi amor a los trenes, me inició en el vicio de la correspondencia epistolar, cuando agregábamos algo de nuestra actualidad a una carta que ella les escribía a sus hermanos en Tucumán o a su tía en Australia. El amor por la correspondencia, como el de los trenes, se sostiene hasta hoy y aquello que en mi infancia me parecía mágico, hoy me resulta imprescindible. Poner la voz en una carta, poner el alma. Antes que germinaran las primeras poesías y las primeras letras de canciones escribí esas cartas. Ella y mi padre me convencieron de que escribía bien, que tenía talento para la poesía y la prosa. Una herencia que impregna mi escritura y mi inmenso amor por la literatura. La vereda del sol de su lado luminoso.

La música y yo

 


La música, entre otras propiedades indiscutibles, tiene un efecto reparador sobre mí y mis estados de ánimo. En estos momentos, mientras escribo, suena Fiona Apple, una artista que descubrí gracias al Maestro Claudio Lafalce en su estudio de grabación mientras trabajábamos en mi disco. 

Hay personas que para cambiar el ambiente, la energía, las vibras de un lugar, encienden un sahumerio. Yo pongo música. Mis gustos son amplios. Charly tiene la virtud de pulsar mis cuerdas íntimas con sus acordes y con sus letras. El tío Paul o el tío John, Génesis, Yes, Liszt, Fito, Spinetta, música uruguaya forman parte de mis listas musicales que pueden durar sonando horas, no importa en qué momento del día. Y cuando descubro a alguien que me conmueve lo busco en Internet para escucharlo. He perseguido durante años canciones que escuché una sola vez. La querida Mariluz Pagani, cuando la angustia le pesaba como un yunque en el medio del pecho ponía el Adagio de Albinoni y lloraba despojándose de todo el lastre. Muchos hablan sobre el poder sanador de Mozart y hay pruebas efectuadas con pacientes internados en hospitales. ¿Amadeus sabía algún secreto sobre la combinación de algunas notas? ¿Porqué para Beethoven la Quinta sinfonía es Dios llamando a la puerta?

Cuando hijos o amigos me recomiendan escuchar el trabajo de alguien recurro al rito de la adolescencia: me siento en un sillón cómodo y lo escucho con atención, no lo pongo de fondo para hacer otra tarea. No me distraigo del mensaje que están intentando enviarme. Así sucedió con Keith Jarret hace poco, un disco recomendado por mi amiga Adriana Grotto en una carta hace años y encontrado por mi hija por la descripción que yo mantenía viva sobre la tapa de esa joya.

Siempre digo que el humor es sagrado para mí. La música también. Recuerdo con mucho cariño ciertas viejas escuchas de discos en casa de amigos. La máquina de hacer pájaros, a 18 minutos del sol, Gismonti. Permanece intacto en la memoria el préstamo de mi amigo Ariel Presta (no es un juego de palabras) cuando me confió el doble de “Adios Sui Géneris”

Están cercanos también, con inalterable precisión, algunos recitales e inflo el pecho cuando cuento que escuché “Inconsciente colectivo” antes de que apareciera editada en un disco inolvidable.

Las aplicaciones ayudaron a contar con música mientras viajo, a cicatrizar alguna herida, a tener presente que dentro del basural en que se ha convertido el mundo en que vivimos, con sus miserias, con sus guerras, existe la música que siempre ayuda a anestesiar o a hacer más soportable el dolor.

Cuando pienso en todos los libros que están pendientes de mi lectura también pienso en toda la música que no escuché.

Las elecciones musicales son tan variadas como los días y sus climas. Puede que los huesos me pidan algo con buen ritmo, temas más relajados, más sinfónicos, más ricos en melodías, más conmovedores en sus letras. Recuerdo a gente que ya no frecuento por sus recomendaciones musicales. Cuando vivía en Palermo el dueño de un kiosco que estaba a una cuadra de mi casa me recomendó a Joaquín Sabina. Yo solo había escuchado, maravillado por la letra, Pacto entre caballeros, donde Joaquinito describe una noche de juerga con un trío de bandoleros que fue a asaltarlo, lo reconocieron y terminaron en una noche de excesos que selló un acuerdo que Sabina cumplió: hacerles una canción. En breve me hice de todos los discos y escuché con atención sus letras.

Una tarde Bobby Flores, en su programa de radio, nos angustió a todos con su consigna: ¿qué disco rescatarías para pasar tu vida en una isla desierta? Él eligió Revólver de los Beatles. Yo creo que el primer doble solista de Charly que incluye la banda sonora de la película “Pubis angelical” en uno y “Canción de dos por tres” en el segundo.

Voy a cortar acá porque el disco que estaba escuchando llegó a su fin.

Hábleme de Guarnerio

 


Durante diez años ininterrumpidos ocupó merecidamente y con maestría el horario central de un club de comedia y no sabía que el dueño de la sala había tomado la decisión de que esa sería su última noche. La calidad de su material tenía el brillo de siempre pero al público le resultaba difícil seguir el hilo del monólogo y entender el esplendor de sus magistrales remates porque su dicción fue empeorando gradualmente en los últimos meses, herida fatalmente por el vodka que bebía antes de subir al escenario.

Para sus colegas, muchos de los cuales fueron sus alumnos, era imposible atravesar la frontera que de manera invisible trazan el respeto y la genuina admiración para expresar un consejo o ayudarlo a entender porqué no obtenía en el público la misma respuesta que en sus comienzos o apenas unos meses atrás. Él pensaba que el público había cambiado y esa mutación bajó el nivel de exigencia para un humor más elevado del que se veía en ese momento bajo el rótulo de stand up.

Amaba con pasión el humor, el ajedrez y las matemáticas. Sus chistes tenían la precisión del álgebra y la estrategia que persigue la culminación de una jugada perfecta. Las risas del público o de un eventual interlocutor eran su jaque mate. Su estilo refinado comenzó a perfeccionarse en los medios gráficos dedicados al humor donde brindaba sus guiones para los dibujantes, escribía sus propios relatos o publicaba jugosas entrevistas. El ciclo de máximo esplendor incluyó en el inventario un libro que fue éxito de ventas, un Martín Fierro para el programa de radio en el que colaboraba diariamente con su afilado repentismo, la autoría de un sketch televisivo que tiene su lugar entre los más recordados por el público a cargo del capo cómico de la época y una rutilante función con lo mejor de su material del unipersonal “Haciéndose la del monólogo”. La grabación llegó a manos y a oídos de un conductor de televisión que no dudó en convocarlo como guionista para su programa.

El tobogán al que lo condujo el alcohol lo llevaba en caída libre desde hacía unos años. No fue el apagón total que marcaba el final de una rutina humorística sino una merma gradual en la intensidad de focos que iluminaban su escenario. Se hizo imposible para su entorno seguirle el tren y esa decisión irrevocable de continuar a la misma velocidad y en la misma dirección. Se interrumpió el álbum de fotos que había iniciado un matrimonio. Sus regresos al hogar en estado de ebriedad se hicieron más frecuentes y accidentados. Tomó muchas decisiones temerarias en las noches que tenían sus consecuencias al día siguiente cuando tenía que presentarse a trabajar en el diario o a las reuniones de producción de uno de los programas de mayor audiencia y que contaba con él como guionista. Ciento cincuenta chistes con destino de explosión de carcajadas cuyos temas se decidían  tres días antes. El nivel de producción y calidad no disminuían pero si se deterioraba su imágen en las reuniones del programa de televisión por las claras evidencias de cómo había terminado o continuaba el día anterior. Las advertencias no fueron escuchadas. Sus ocasionales socios laborales recibían la misma respuesta. No había posibilidad de cambio. Uno a uno fueron cayendo los empleos al compás de las botellas vacías y su último bastión, el club de comedia, crujía en los cimientos con un público que también comenzaba a abandonarlo.

Del linaje paterno heredó mucho más que el primer nombre. Su padre, Carlos Lucio Guarnerio, fue un creativo que se ganaba la vida con la publicidad en J. Walter Thompson con una carrera laureada pero su espíritu inquieto y la influencia de una madre pianista lo impulsaban a navegar también la composición musical y la crítica de cine con un personaje nacido de su impronta: el hombre del antifaz.

En JWT logró alcanzar los mismos niveles de admiración por su prolífica creatividad como el de antipatía por el uso de un poncho de vicuña y la portación de un bigote que a los directivos les recordaba a Pancho Villa. No tardó mucho en emigrar y su trabajo como publicista independiente lo llevó a prestar su arte para una empresa alemana que fabricaba casas premoldeadas. Mientras desarrollaba una campaña publicitaria para los alemanes conoció San Bernardo y el impacto fue tan grande que construyó para la familia una casa de veraneo con el mismo producto que él promocionaba.

El amor por la ciudad balnearia fue el soplo que inspiró una zamba que los habitantes apreciaron y tomaron como propia. No había evento al que no fuese invitado como personaje distinguido. El brillo de su carisma lo ubicaba en el centro de cualquier reunión o acontecimiento cultural y de su poderoso influjo no se libraba ni la iglesia donde solía leer el evangelio.

Las vacaciones de su esposa docente contribuyeron a que San Bernardo fuese durante años el lugar de descanso para el matrimonio y sus tres hijos. Carlos Lucio combinaba los días de descanso con los viajes que le imponían sus obligaciones laborales en Buenos Aires. Un ex compañero de la agencia publicitaria le ofreció la venta de una pequeña fábrica de juguetes que pertenecía a sus padres cuando la familia pensaba radicarse en Israel. Carlos la compró para instalarla en la casa familiar de Villa Luro.

Tres poderosos motores mantenían encendidas su pasión y su fervor en cada emprendimiento: el arte en general y sus distintas variantes, su compromiso con el peronismo y las bebidas espirituosas, esas que alimentan la llama cuando las velas no arden. De su amor a Perón dan cuenta sus viajes a Puerta de Hierro para reunirse con el General exiliado, una posibilidad trunca de ocupar una banca de diputado por no contar con la edad mínima para el cargo y una colección de discos de pasta de discursos de Perón y Evita que formaban parte de un proyecto personal que no alcanzó a cumplir. De su cercanía a las bebidas blancas tomó registro su hígado. En el último viaje a España un derrame biliar obligó a su traslado inmediato a Buenos Aires. Nadie sabe cómo hizo para subirse al avión de regreso en ese estado. Falleció a los cuarenta y cinco años en el Hospital Argerich dejando tres hijos de 18, 14 y 10 años que tuvieron que hacerse cargo de la fábrica de juguetes hasta su cierre obligatorio con la llegada de una debacle económica, de esas cíclicas que padece Argentina, conocida como “el Rodrigazo”.

Ethel, su madre, se casó con Carlos Lucio y fue a vivir con él en la casa que sus suegros tenían en Villa Luro. Sus suegros eran una familia aristocrática de Santiago del Estero y cuando se mudaron a Buenos Aires trajeron con ellos a Rosario, una criada quinceañera que trabajó en la casa y colaboró con la crianza de los dos hijos de sus patrones y luego, naturalmente, de los tres hijos que Ethel y Lucio trajeron a este mundo. Rosario sabía llevar una casa mejor que nadie y este conocimiento y experiencia liberaron a Ethel de muchas obligaciones eclipsando su figura materna y moviendo los mojones fronterizos que separan los roles de una madre y de una empleada doméstica. Rosario tuvo para los hijos de sus patrones la misma dedicación pero con Carlos, el mayor de los tres, el vínculo fue más intenso. Los otros dos hermanos hacían notar que las actitudes de Rosario para el cuidado de Carlos eran distintas y en la intimidad solían señalarlo como “el amito”.

El tiempo es una distancia mágica que puede poner las cosas en su sitio. La muerte de Carlos Lucio llegó en el momento de mayor tensión con el mayor de sus hijos, Carlos. El foco del enfrentamiento tenía dos razones: la elección de Carlos a llevar el pelo largo en tiempos en que era motivo suficiente para terminar en una comisaría y el deseo de desarrollar una carrera en la música, tan cercana y tan precisa como las matemáticas, tan certera e inspiradora como el humor. Su padre era exigente con los tres hijos pero con el mayor su rigor era más punzante que con los dos menores. Rosario equilibraba con una relación protectora la correlación de fuerzas y la distancia que imponía el conflicto que mantenían padre e hijo.

Aunque Carlos mantuvo un vínculo inquebrantable con la música a través de la guitarra y el bandoneón, el camino elegido fue el humor cuando comenzó a trabajar en las revistas más destacadas del género de esa época. En paralelo a esa actividad se sumaron participaciones en shows con un estilo hasta entonces desconocido en el país: el stand up.  Chistes de una línea, descripciones personales, tragedias, formaban parte de un repertorio que experimentaba y perfeccionaba día a día. Mientras potenciaba una vocación que tenía una raíz familiar, la relación con su madre tomaba una dirección sin retorno. Carlos sostenía que Ethel no supo acompañar a una persona especial como el padre y mientras más se alejaba de su madre más se agrandaba la figura de Rosario. Para quienes lo conocimos después resultaba imposible armar el rompecabezas de una historia desconocida y entender esas dosis de rencor y de furia.

En las madrugadas largas, cuando despiertan aquellas reflexiones íntimas que solo propician los amigos y las bebidas derramaba dardos concebidos en una herida sin cerrar. Las frases y las definiciones punzantes y dolorosas se entrecortaban o quedaban inconclusas. Nadie se atrevía a pedir que las continuara o que cerrara la idea como un remate de su show. Todos queríamos que la catarsis terminara pronto. La imagen de ese maestro de la comedia se distorsionaba como los reflejos en un laberinto de espejos curvos, esos que supo describir su idolatrado Borges.

El daño que el alcohol producía en su organismo lo condujo a distintas internaciones. Su madre volvió a sufrir en carne propia con un hijo el calvario que transitó antes de enviudar y los meses en que compartieron una obligatoria convivencia fueron para ambos un infierno. Ethel, cuando podía, cuando lograba quedarse a solas con un amigo que lo visitaba, pedía ayuda a su manera, con la esperanza de encontrar una forma para que su hijo entre en razón. No había duda que las escenas diarias, los regresos de madrugada de su hijo y el estado en que llegaba le estaban haciendo un daño irreparable, quizás más profundo que el efecto del alcohol en el organismo de Carlos. Algunos amigos y colegas comenzaron a tomar distancia, resignados ante la actitud de Carlos de no modificar el rumbo, seguro que era parte del precio a pagar por su condición de artista. El alcohol, en cualquiera de sus variantes, producía dos efectos nefastos: no poder comprender lo que decía o trataba de explicar haciendo inviable cualquier trabajo e inflamar en él una suerte de obstinación para instalarse en un tema que no correspondía a la lógica del proyecto humorístico que se abordaba en sociedad. Sus admirados Astor Piazzolla y Charly García fueron sus estandartes para llegar a los límites en todo lo que hacía o producía, mientras su momento de esplendor artística descendía de manera inevitable.

La cruenta batalla interna se libraba sin treguas, ni aún con los oficios de un terapeuta con el que en las sesiones jugó a refutar sus interpretaciones como en una partida de ajedrez esgrimiendo sus conocimientos en la lectura de las obras completas de Freud. Cada centímetro cúbico de vodka o ginebra era un disparo de artillería pesada, aunque en cada bombardeo su enemigo cambiaba la posición haciéndose invisible entre las sombras. El altísimo costo de las bajas que producía esta guerra no modificaron su estrategia. El alcohol horadaba su estructura minando sus articulaciones, haciendo penoso su andar.

Cada integrante de su familia hizo su vida, conformó una propia y no estaban en condiciones de darle asilo a quien no podía respetar ni cumplir unas mínimas bases de convivencia, lo que los obligó, como única alternativa posible, para que sea cuidado y alimentado, alojarlo en un hogar familiar donde por su condición gozó de algunos privilegios como la libertad en las salidas y el acceso a su computadora personal. Volvió a la facultad y a las matemáticas, intentó sin éxito volver a ocupar un espacio en el club de comedia donde había brillado durante diez años.

La guerra cesó una tarde. El armisticio fue tan sorpresivo como determinante. No bebió una sola gota más de alcohol desde el mismo día en que falleció su madre.