Esta escalera
tiene veintitrés escalones,
mi hermana los ha
contado uno por uno
y es la más
difícil que he transitado,
aunque no esté al
borde de un abismo
ni cuente con
peldaños inseguros,
ni sea la
antesala del patíbulo.
Está bien fijada
al edificio
como habrá sabido
planificarla un arquitecto,
en una zona libre
de sismos y catástrofes
y sin embargo en
su ascenso todo tiembla,
un sudor frío nos
sacude,
un vacío en la
boca del estómago,
una sensación de
vértigo nos paraliza
y la misma falta
de aire que producen las alturas.
Las piernas
flaquean sin remedio
y todo se parece
a un miedo de la infancia,
a una horrible
pesadilla,
a un grito de
espanto ahogado en la garganta.
Asciendo
vacilante dos veces al día,
donde termina la
escalera hay un pasillo
y éste conduce a
una sala de ocho camas,
en una de esas
camas espera mi madre
con máscara de
oxígeno, con guías y artefactos
a que yo llegue a
visitarla,
con mi mejor
sonrisa,
con mi mejor
talante,
disimulando que
hace unos segundos
subí por esta escalera.