Después de la siesta

 

Ilustración: Darío Parissi

Se despertó de la siesta escuchando voces que la hacían dudar si aún pertenecían a un sueño que no alcanzaba a disiparse. Suspiró. Confirmó aguzando el oído que eran las voces de sus cuatro hijos que conversaban en el comedor. Habían compartido el almuerzo y se quedaron charlando mientras ella tomaba su siesta diaria. Cada día le costaba un poco más sentarse al borde de la cama para luego incorporarse. Un leve mareo la obligó a una pausa en sus movimientos pero una señal de la vejiga terminó por imprimirle el impulso que la urgencia demandaba. Se había dormido escuchando las noticias en la radio. Tenía las imágenes frescas de un accidente en la ruta, un asalto a mano armada y la desaparición de un niño. Caminó por el pasillo que conducía al baño con mucho cuidado. La alfombra que se negaba a quitar le había jugado una mala pasada trabando el bastón de apoyo unos meses atrás. Entró al baño y las voces de sus hijos dejaron de ser un murmullo. ¿Acaso estaban discutiendo? ¿Porqué? Pensó en sus nueras, las esposas de sus hijos Pablo y Guillermo y en lo que su difunto esposo dijo una vez cuando se refirió al peligro de ampliar la familia y que otras opiniones cuestionen las tradiciones y las decisiones familiares. Pensó que el almuerzo había sido armonioso, que ella habló muy poco, como las últimas veces, que algunos temas no los entendía y que otras preguntas la cansaban. Que había un momento de silencio, un punto que indicaba el final de la sobremesa y la hora de emprender la pesada marcha hacia su dormitorio.

Sintió que la torpeza en los movimientos de su cuerpo no le permitían llegar a tiempo a ningún sitio. Como ahora, cuando antes de sentarse en el inodoro notó que un poco de orina se escurría por su pierna izquierda. Imaginó el sermón que se avecinaba. No se había orinado en la cama, gracias a Dios y a todos los santos que para algo una les reza. Pero allí estaba ese pequeño reguero de pis corriendo por la pierna. No quería depender de nadie.

Tomó un pedazo de papel higiénico y lo dobló para secarse, pensando en el esfuerzo que le demandaría volver a ponerse de pie. Escuchó la voz de Pablo diciendo que en su casa no había lugar, que ya el departamento resultaba chico para su familia y que con los ingresos de él y su esposa no podían alquilar algo más grande. Los niños crecen y que sigan compartiendo el mismo dormitorio acarreaba conflictos.

La casa era distinta los domingos. Volvían a reunirse todos aunque sea por unas horas, las suficientes para paliar el dolor de la semana, sus horas lentas, la información de un mundo que hacía tiempo no le pertenecía.

En su cuarto hay fotos de sus cuatro hijos, ancladas en una convulsiva adolescencia, fijando el momento de bautismos, comuniones y casamientos, no todos felices, no todos recordables. Las fotos enmarcadas fueron perdiendo sus colores originales. Las que conserva en su memoria se mantienen nítidas y de acuerdo al paso de los días y ciertas fechas proyecta con los ojos cerrados y mientras reza matizando los momentos dulces con los amargos.

Alguien le dio un puñetazo a la mesa como lo hacía su padre antes de un reto, como lo hacía su abuelo para marcar el paso familiar de acuerdo a sus impulsos. Debe haber sido Guillermo que es quien se parece más a su padre, pensó. Pero, ¿porqué? ¿Tendré que ir a poner orden como cuando eran chicos? Siempre les pedimos que se mantuvieran unidos, que no pelearan entre ellos, que era muy importante mantener los lazos y el respeto como hicimos su padre y yo.

Algunas veces la rodilla izquierda flaqueaba un poco, le hacía notar el paso de los años y removía la nostalgia de aquellos tiempos en que con su esposo salían a pasear en bicicleta. Hoy, la fragilidad del cuerpo la alejó de sus libros de recetas y el temblor en la mano izquierda la obligó a deshacerse de las agujas con las que tejía pulóveres y bufandas para todos. Pensó que todavía podía arreglarse sola, no como su hermana menor a quien la diabetes la fue apagando lentamente.

Las voces en el comedor habían bajado el tono. Escuchó que hablaban de una mujer y el comienzo de algunos problemas físicos, de cierto deterioro. El comentario la indignó porque para estar fijándose en problemas de otros primero hay que solucionar el de las hormigas que invadieron la cocina y están carcomiendo los cimientos mientras desfilan por los zócalos en dirección al tacho de basura. Las encuentra siempre a medianoche, cuando enciende la luz procurando un vaso de agua y allí están ellas, laboriosas, diligentes, sin pausa ni descanso.

Inés se enoja cuando encuentra el frasco del veneno en la cocina, como si una fuese tan tonta como para confundir el envase con el de los ingredientes. La gente con los años se pone estúpida. Menos mal que puedo arreglarme sola y no depender de nadie y que no me falla la cabeza para tener los medicamentos ordenados de acuerdo al horario y la pastilla para dormir antes de mirar la novela.

En el comedor hubo un silencio donde todos bajaron las miradas, ese gesto particular de algunas personas cuando se enfrentan a un problema de difícil solución o se preparan para una tragedia. Nadie tomaba la iniciativa de terminar con el mutismo que tanto molestaba. Cada uno pensaba en su propia vida de todos los días y cómo esa vida podía modificarse.

Tengo que decirles que no hay que dejar que la casa se caiga. Hay que revisar los techos, pintar, que con un poco de dedicación los fines de semana, entre todos, la pueden poner tan bonita como siempre. Yo puedo ayudar con la pensión para que no sea una carga para ellos. Ya hay paredes que se están descascarando y el televisor perdió la imagen que tenía. Seguro que van a pensar en los lentes, que los tengo que cambiar. Otra vez las voces en el comedor y alguien que toca a la puerta del baño porque quiere pasar.

Los cuatro hijos se pusieron de pie cuando la vieron entrar. Sonrieron tímidamente cuando notaron el brillo en sus ojos. Pablo se adelantó para darle un abrazo y ella aflojó la tensión que le imprimía al bastón para recostarse sobre su pecho y anidarse como una niña desamparada. Guillermo hizo un leve gesto para que la enfermera la dejase a su cuidado.

Tenían dos horas por delante. Las dos horas que permitía el horario de visita.

Una de Gangsters

Conocí a Johnny Lamuevo en un oscuro bar de Nueva York hace 20 años. “Caracortada” Lamuevo era célebre en el Bronx y planeaba entonces el atraco de su vida. Sentados frente a frente pude ver las profundas y misteriosas cicatrices de su rostro. Algunos dijeron que era el plano de un robo, otros que era el mapa de Europa. Nadie se animó nunca a preguntárselo. Me ponía muy nervioso el impresionante temblor que tenía en las manos, producto del medio litro de vodka con que acompañaba las medialunas en el desayuno. Pese a este problema físico, Johnny se afeitaba a navaja todas las mañanas.Hijo de padres adoptivos, se crió en la rudeza de uno de los barrios más terribles del oeste de Nueva York. Debutó en la vida delictiva a los 16 años asaltando la carnicería de su tío Vicente junto con una pequeña pandilla de veintitrés jóvenes que simularon ser clientes. Algo sospechó su tío cuando vio entrar tanta gente con el precio que tenía la carne. Del botín repartido le correspondieron a Johnny 3 dólares y cuatro morcillas que gracias a su habilidad con las manos no tardaron en convertirse en una imitación perfecta de las pistolas 45. Les dio uso hasta que pudo reunir con los asaltos nocturnos dinero como para comprar verdaderas, cansado ya de la nube de moscas que le revoloteaban alrededor del brazo.Fue un autodidacta y un obsesivo de la perfección en planear sus golpes. Intentando demostrar a sus compañeros de armas cómo se disparaba sin sacar la pistola de la sobaquera perdió un testículo. “Algo aprendieron hoy”, dijo mientras lo introducían en un auto que lo condujo al hospital.Su escuela fue la calle y su único maestro Peter Mc Taylor, un viejo levantador de apuestas que le enseñó a Johnny los secretos del oficio además de pasarle datos claves en sus primeros pasos en el crimen. Fue Mc Taylor que lo contactó con el dentista del barrio, especializado en colocar dientes de oro. Con una señal telefónica Johnny y sus muchachos asaltaban a los desprevenidos pacientes a la salida del consultorio y con elementos tan simples como una soga y un par de pinzas se hacían de las piezas dentales que volvían a ingresar al consultorio previo pago del médico por el trabajo realizado. El dentista se hizo de una pequeña fortuna en poco tiempo ya que en la confusión de los atracos siempre se perdía algún diente sano.Luego del tercer asalto en el mes Johnny empezó a sentir simpatía por su tío, al que le convidaba rosquetas luego de vaciar su caja registradora.Por entonces Johnny birlaba maletas en la estación de trenes como actividad secundaria. Allí conoció a Linda Fourty que convenció a Lamuevo mirándolo fijo como sólo ella podía hacerlo a que devolviera el equipaje que había sustraído segundos antes a un par de parapléjicos. Lo convencieron dos cosas: los ojos de Linda y el cañón de la Magnum 44 que Linda portaba como policía. Luego sería Johnny quien convencería a Linda de que renunciara a la policía y se sumase a una banda cada vez más numerosa y eficiente. Recuerda la mujer que Johnny fue naturalmente persuasivo diciéndole: “Ahora podrás hacer lo mismo sin un marco legal pero sin jefes”La banda de Lamuevo comenzó a operar en los cuatros grupo en que se dividía la ciudad de Nueva York, provocando la irritación de los cuatro grandes jefes que no dudaron en asesinar al tío de Johnny en represalia por haber hecho trabajos para todos a la vez. Las primeras lágrimas que derramó Johnny en su vida fueron en el entierro de su tío Vicente. “No puedo olvidar esto. No puedo olvidar a quien tanto tuvo que ver con mis comienzos. Nadie me ayudó tanto como tío Vicente”, y se abrazó a Linda y a la pequeña ametralladora que Linda llevaba a todos lados.Su robo más notable fue el del New York Bank que ensayó durante un mes con la Compañía de Arte Dramático Broadway. La obra escrita y dirigida por Johnny fue puesta en el banco el 11 de diciembre de 1972, con éxito de crítica, público y policías. Con disfraces perfectos ingresaron al banco siete ciegos, cuatro monjas, cinco curas, seis médicos con sus barbijos colocados, tres amas de llaves, dos bibliotecarios, un agente de seguros, un piloto civil y tres diputados. Nada llamó la atención de la vigilancia salvo que tres diputados estuviesen despiertos a esa hora de la tarde.Uno de los actores simuló un desmayo y los seis médicos corrieron en su ayuda diciéndole a la gente que había que operarlo inmediatamente. Lo colocaron sobre un mostrador y pidieron a los guardias agua caliente, anestesia, un tubo de oxígeno, tiras adhesivas anchas, como para amordazar gente, y una llave inglesa. Mientras los guardias procuraban conseguir los elementos las amas de llaves intentaban abrir la caja fuerte, los ciegos vigilaban la calle, los bibliotecarios tomaban notas de las cuentas corrientes más abultadas y los médicos vaciaban todas las cajas que encontraba a su paso. Johnny y Linda apuntaban con sus armas. Johnny con Smith & Wesson y Linda con su bazooka. Todo iba sobre rieles hasta que Nick Lamuevo, el hijo mayor de Vicente, apagó su cigarrillo con el pie presionando el botón de la alarma que había en el suelo. Al escuchar las sirenas entraron en acción los curas y las monjas que obligaron a la gente a marchar como si fuese una procesión calle abajo. Y así fue como Linda, convertida en la Virgen María (autora intelectual de la fuga bajo la teoría de llamar la atención para pasar desapercibidos), los clientes del banco, los actores y la gente que se unía a ese desconocido movimiento religioso burlaban el accionar de trescientos efectivos de la policía neoyorquina que salieron en busca de un supuesto asalto a un bando en donde sólo encontraron a un grupo de confundidos guardias portando una olla con agua caliente, un tubo de oxígeno y una llave inglesa.El único herido en el atraco fue Nick Lamuevo, quien fue atropellado a la salida del banco por un repartidor de lavandería en bicicleta. Nick se opuso a la fuga en procesión por su condición de protestante anglicano pro Lutero, declarando en la asamblea realizada en el banco para determinar cómo escaparían, que prefería 10 años en una prisión del condado a ser dirigido por una virgen que representa el poder del Vaticano. Abucheado por el público y el personal del banco huyó a su manera y sufrió ese accidente. “El golpe casi falla por su estúpido vicio de fumar mientras trabaja y sus piernas quebradas nos enseñan lo que es la ira divina con gente como Nick que nunca se persigna antes de un robo ni usa ninguna medalla milagrosa”, señaló Johnny horas más tarde mientras contaba el dinero. La procesión fue aumentando su número, su número de fieles, y las diez cuadras de marcha superaba los 2000. Daily Express publicó una foto titulada: “La iglesia se prepara para combatir el mal en todas formas”, con la extrañísima imagen de una virgen llevando una bazooka colgada de los hombros y media docena de granadas de mano en la cintura. La banda, con Linda y Johnny a la cabeza, supo escabullirse sin que se dieran cuenta los manifestantes cuando éstos, colmados de emoción, entonaban las estrofas de “Gracias Juan Pablo”. Todos fueron detenidos por sospechosos de asalto a mano armada y hasta dos judíos espectadores fueron víctimas inocentes de la brutal represión policial. Todos festejaron ruidosamente al enterarse de que habían sido objeto de un engaño del archicriminal Johnny y Lamuevo. Hasta Arnold Butter, el fotógrafo del Daily Express estalló en carcajadas cuando meses más tarde un juez federal lo declaraba culpable y lo sentenciaba a cinco meses de prisión por apología del crimen. Todos se sintieron protagonistas. Con este robo se alzaron con 23 millones de dólares que fueron repartidos de acuerdo con el puntaje de actuación conforme al reglamento de la cooperativa creada por la Compañía de Arte Dramático Broadway. Para ellos fue la obra más taquillera que pudieron poner en escena en toda su vida. Para Linda y Johnny fue el primero de una serie exitosa, pese a los inconvenientes que ocasionaba Nick en cada participación. Luego vinieron los dos casinos de Las Vegas, el correo, las Líneas Navieras Houston, la farmacia Rex, el Rockefeller Center, el Shopping House, la Feria Municipal de Texas y una interminable lista de operativos tan geniales y creativos como perfectos. Johnny tenía talento.Algunos dicen desavenencias conyugales; otros, luchas por mayor poder, lo cierto es que Johnny tuvo un desperfecto en su ala delta cuando fue alcanzado por un proyectil disparado desde la tanqueta de Linda Fourty. Horas más tarde, Linda Fourty y Nick Lamuevo contraían matrimonio en un templo mormón. Ella es hoy una de las mujeres con mayor prestigio dentro de la sociedad norteamericana, aunque toda su riqueza haya sido posible gracias al talento inigualable de Johnny Lamuevo y esté a punto de quebrar financieramente por la estupidez inimitable de su esposo Nick, a quien Linda acaba de obsequiarle para sus cumpleaños un ala delta.

Julio César Parissi

 

Ilustración de Julio Parissi para el poema "El poeta murió al amanecer"de Raúl González Tuñón

Solo recuerda que una noche cualquiera y única, y por esa distinción el detalle de la fecha no reviste importancia alguna, le pidió a su hermano mayor, Héctor, a quien admiraba profundamente por su natural y exquisito talento para dibujar, que le enseñara su técnica. Disfrutaba tanto de su arte como del infinito placer que irradiaba su rostro al consumar con éxito el trazo que buscaba plasmar sobre el papel. Su hermano, sin saberlo, le dio una clase magistral que cambiaría su vida para siempre. Tomó una revista de la época y lo invitó a que copiase lo más fielmente posible la imagen impresa. Esa primera noche se pasó horas dibujando y borroneando el boceto. En los días siguientes alcanzó el nivel de fidelidad que había buscado y colgó con orgullo el dibujo en la pared.

Pasaron muchos años y cientos de lápices, blocks de notas, plumines, pinceles y gomas de borrar. Se ganó la vida dibujando y creando chistes y así como aquella noche descubrió secretos del dibujo imposibles de transmitir, fue reconociendo más tarde como piezas de relojería los mecanismos invisibles que hacen funcionar un chiste y provocar en el lector una sonrisa.

No hay registro de aquella noche. De ella sigue viva la misma pasión, disciplina y contracción que le dedica a cada trabajo.