Se despertó de la siesta escuchando voces que la hacían
dudar si aún pertenecían a un sueño que no alcanzaba a disiparse. Suspiró.
Confirmó aguzando el oído que eran las voces de sus cuatro hijos que
conversaban en el comedor. Habían compartido el almuerzo y se quedaron
charlando mientras ella tomaba su siesta diaria. Cada día le costaba un poco
más sentarse al borde de la cama para luego incorporarse. Un leve mareo la
obligó a una pausa en sus movimientos pero una señal de la vejiga terminó por
imprimirle el impulso que la urgencia demandaba. Se había dormido escuchando
las noticias en la radio. Tenía las imágenes frescas de un accidente en la
ruta, un asalto a mano armada y la desaparición de un niño. Caminó por el
pasillo que conducía al baño con mucho cuidado. La alfombra que se negaba a
quitar le había jugado una mala pasada trabando el bastón de apoyo unos meses
atrás. Entró al baño y las voces de sus hijos dejaron de ser un murmullo.
¿Acaso estaban discutiendo? ¿Porqué? Pensó en sus nueras, las esposas de sus
hijos Pablo y Guillermo y en lo que su difunto esposo dijo una vez cuando se
refirió al peligro de ampliar la familia y que otras opiniones cuestionen las
tradiciones y las decisiones familiares. Pensó que el almuerzo había sido
armonioso, que ella habló muy poco, como las últimas veces, que algunos temas
no los entendía y que otras preguntas la cansaban. Que había un momento de
silencio, un punto que indicaba el final de la sobremesa y la hora de emprender
la pesada marcha hacia su dormitorio.
Sintió que la torpeza en los movimientos de su cuerpo no
le permitían llegar a tiempo a ningún sitio. Como ahora, cuando antes de
sentarse en el inodoro notó que un poco de orina se escurría por su pierna
izquierda. Imaginó el sermón que se avecinaba. No se había orinado en la cama,
gracias a Dios y a todos los santos que para algo una les reza. Pero allí
estaba ese pequeño reguero de pis corriendo por la pierna. No quería depender
de nadie.
Tomó un pedazo de papel higiénico y lo dobló para secarse,
pensando en el esfuerzo que le demandaría volver a ponerse de pie. Escuchó la
voz de Pablo diciendo que en su casa no había lugar, que ya el departamento
resultaba chico para su familia y que con los ingresos de él y su esposa no
podían alquilar algo más grande. Los niños crecen y que sigan compartiendo el
mismo dormitorio acarreaba conflictos.
La casa era distinta los domingos. Volvían a reunirse
todos aunque sea por unas horas, las suficientes para paliar el dolor de la
semana, sus horas lentas, la información de un mundo que hacía tiempo no le
pertenecía.
En su cuarto hay fotos de sus cuatro hijos, ancladas en
una convulsiva adolescencia, fijando el momento de bautismos, comuniones y
casamientos, no todos felices, no todos recordables. Las fotos enmarcadas
fueron perdiendo sus colores originales. Las que conserva en su memoria se
mantienen nítidas y de acuerdo al paso de los días y ciertas fechas proyecta
con los ojos cerrados y mientras reza matizando los momentos dulces con los
amargos.
Alguien le dio un puñetazo a la mesa como lo hacía su
padre antes de un reto, como lo hacía su abuelo para marcar el paso familiar de
acuerdo a sus impulsos. Debe haber sido Guillermo que es quien se parece más a
su padre, pensó. Pero, ¿porqué? ¿Tendré que ir a poner orden como cuando eran
chicos? Siempre les pedimos que se mantuvieran unidos, que no pelearan entre
ellos, que era muy importante mantener los lazos y el respeto como hicimos su
padre y yo.
Algunas veces la rodilla izquierda flaqueaba un poco, le
hacía notar el paso de los años y removía la nostalgia de aquellos tiempos en
que con su esposo salían a pasear en bicicleta. Hoy, la fragilidad del cuerpo
la alejó de sus libros de recetas y el temblor en la mano izquierda la obligó a
deshacerse de las agujas con las que tejía pulóveres y bufandas para todos.
Pensó que todavía podía arreglarse sola, no como su hermana menor a quien la
diabetes la fue apagando lentamente.
Las voces en el comedor habían bajado el tono. Escuchó que
hablaban de una mujer y el comienzo de algunos problemas físicos, de cierto
deterioro. El comentario la indignó porque para estar fijándose en problemas de
otros primero hay que solucionar el de las hormigas que invadieron la cocina y
están carcomiendo los cimientos mientras desfilan por los zócalos en dirección
al tacho de basura. Las encuentra siempre a medianoche, cuando enciende la luz
procurando un vaso de agua y allí están ellas, laboriosas, diligentes, sin
pausa ni descanso.
Inés se enoja cuando encuentra el frasco del veneno en la
cocina, como si una fuese tan tonta como para confundir el envase con el de los
ingredientes. La gente con los años se pone estúpida. Menos mal que puedo
arreglarme sola y no depender de nadie y que no me falla la cabeza para tener
los medicamentos ordenados de acuerdo al horario y la pastilla para dormir
antes de mirar la novela.
En el comedor hubo un silencio donde todos bajaron las
miradas, ese gesto particular de algunas personas cuando se enfrentan a un
problema de difícil solución o se preparan para una tragedia. Nadie tomaba la
iniciativa de terminar con el mutismo que tanto molestaba. Cada uno pensaba en
su propia vida de todos los días y cómo esa vida podía modificarse.
Tengo que decirles que no hay que dejar que la casa se
caiga. Hay que revisar los techos, pintar, que con un poco de dedicación los
fines de semana, entre todos, la pueden poner tan bonita como siempre. Yo puedo
ayudar con la pensión para que no sea una carga para ellos. Ya hay paredes que
se están descascarando y el televisor perdió la imagen que tenía. Seguro que
van a pensar en los lentes, que los tengo que cambiar. Otra vez las voces en el
comedor y alguien que toca a la puerta del baño porque quiere pasar.
Los cuatro hijos se pusieron de pie cuando la vieron
entrar. Sonrieron tímidamente cuando notaron el brillo en sus ojos. Pablo se
adelantó para darle un abrazo y ella aflojó la tensión que le imprimía al
bastón para recostarse sobre su pecho y anidarse como una niña desamparada.
Guillermo hizo un leve gesto para que la enfermera la dejase a su cuidado.
Tenían dos horas por delante. Las dos horas que permitía el horario de visita.