Publicado en Página 12
Dedicado a Ariel Armony y con un guiño en el título a mi amigo Ariel Presta.
Mucha gente se ha horrorizado viendo Nacido para Matar, Apocalypse Now o Pelotón de las atrocidades que cometen los militares norteamericanos en la formación de sus soldados para el combate. Una mirada retrospectiva a mi experiencia sobre el servicio militar en nuestro país me permite catalogar dichas películas como comedias americanas.
Esta tragedia nacional, que a quienes la soportamos nos hace esbozar las primeras sonrisas una vez transcurridos los diez años, comienza para todos, incluida la familia, cuando se cumplen tres hechos fundamentales: la revisión médica, de la cual salir ileso demuestra aptitud; el sorteo, que todos esperan con la misma incertidumbre que aquel que escuchaba silbar una bomba sobre el techo de su casa en la Segunda Guerra Mundial- y el destino donde deberá cumplirse esta obligación por el término de un año, que no deja de ser un misterio hasta que se recibe la primera carta desde un paraje que sólo puede ubicarse en el mapa con la ayuda de un geógrafo de frondosa imaginación.
Corría el año 81 quién sabe a donde cuando tuve que enfilarme en las tropas argentinas, que por entonces, sin conflictos bélicos cercanos ni enemigos potenciales, vivaqueaban en los cuarteles con el mismo entusiasmo que la hacienda en la Sociedad Rural. Nuestros jefes, lejos estaban de parecerse a los estancieros, ya que nunca vi a una vaca subirse a un unimog presa de tanto nerviosismo ni dormir y comer en un lugar que hubiese levantado voces airadas en la Sociedad Protectora de Animales. Primero estaba Dios, luego La Patria, incluida la Financiera y luego estaba la familia que no era otra que la de algún oficial al que le destinaban un soldado chofer, un soldado pintor, un soldado arquitecto, un soldado albañil, un soldado jardinero y un soldado asistente para que le abra las puertas, le lleve las carpetas, le lustre los borceguíes, le atienda el teléfono, le lave el auto, le cebe mate, le diga la hora y le agende diariamente, para evitar olvidos, que debe impartirle órdenes para todas estas actividades.
El día de nuestra citación abandonamos el Distrito Militar subidos a unos camiones a los que algún gracioso colocó carteles que decían “Zapala”, “Ushuaia” o “Puerto Pingüino” para templar nuestro espíritu aventurero. Ya me había olvidado de la fría mañana en la que nos revisaron, paseándonos de un lugar a otro como si estuviéramos en el Caribe, de la sangre que me extrajeron de un brazo mientras me ponían una vacuna en el otro, que tuvo la particularidad de quedarse concentrada como un huevo a la altura del hombro y disolverse dos años más tarde en un quirófano, bisturí mediante. Llegamos a un cuartel del suburbano donde sorteamos interrogatorios de diferente índole y que se extendieron hasta llegar la noche. Tras un breve recreo nos condujeron a una cuadra amueblada con setenta u ochenta camas marineras que nos esperaban desnudas. Nunca esperé que las poblaran con mujeres, pero al menos creí que tenían conocimiento acerca de la invención del colchón como complemento de esa suerte de trampa para zorros donde pensaban cobijarnos. En la profundidad de la noche, algunos lloraron amargamente. Al principio creí que eran perros pero cuando escuché los gemidos de mi compañero de abajo tuve la certeza de que los perros no lloran de esa manera.
Entre mis señas particulares se encuentra la de un despertar algo abúlico. Me lleva aproximadamente una hora despegar los ojos y otro tanto levantarme de la cama. Era muy temprano, aún no había amanecido, cuando sonó un silbato que me hizo pegar la cabeza contra los flejes de la cama superior. Confundido por el sueño, mi primera reacción fue ir a buscar agua para apagar el incendio y pedir ayuda a los gritos por el desastre que acababa de ocurrir. El sargento premió mi disponibilidad para el movimiento con un paternal sopapo en la nuca que volvió a producirme sueño hasta la diez de la mañana. Tomamos nuestros jarros y salimos a la calle para recibir el desayuno que consistía en un pan modelo ¨63 y un poco de mate cocido en estado de ebullición. Al ver lágrimas en los ojos de mis compañeros supuse que eran producto de la nostalgia que los embargaba, pero esos estúpidos pensamientos se esfumaron rápidamente cuando apoyé mis labios sobre el tazón de aluminio. No pude hablar por dos horas y pensé que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volver a decir la palabra onomatopeya.
Luego de pasearnos por el batallón con el objetivo de completar nuevas planillas, nos llevaron a un campo repleto de carpas en las que pensaban alojarnos para el beneplácito de las culebras y mosquitos que habitaban en ellas. Ellos mismos no ingresaban a ninguna sin antes colocarse la máscara y el traje de apicultor. Era la primera vez que utilizaríamos los elementos de rancho, los cuales se hallaban en una marmita que podía llegar a tener las iniciales de algún granadero que cruzó la cordillera para liberar Chile. Nos sentamos en el piso espalda con espalda esperando la comida que llegó transportada por soldados de la clase anterior, que por su manera de sonreír supuse que tenían mucho que ver con su preparación. Sobre nuestras cabezas había una hilera de bombitas de 40 watts que por suerte no irradiaban la luz suficiente para que pudiéramos ver qué teníamos en el plato. La comida era de colores variados, entre el verde y el violeta, con algunos salpicones amarillos que denotaban el espíritu artístico que caracterizaba a nuestro cocinero. Cuando me llevé algo de eso a la boca, tuve una sola idea: desertar. Uno de los cabos había depositado sus ojitos centinelas sobre mi persona. Su mirada cálida y enternecedora bastó para que un ímpetu desconocido para mí me impulsara a introducir una y otra vez mi cuchara en la marmita como deseando devorarlo todo. No duró demasiado dicha euforia. Duró exactamente lo mismo que dos de mis dientes cuando masticaron un pedazo de caracú. Con valentía y soberbia, prolongué mi deteriorada sonrisa como si disfrutara del más exquisito de los manjares. El postre llegó casi inmediatamente. En un segundo de distracción lo vi flotando en mi plato. Era una naranja que alguien se había encargado de servirme a distancia, como para demostrar que el buen trato era otra de sus virtudes.
Después de la cena, encendieron un foco que me recordó a los campos de concentración alemanes. Debajo de la luz se colocó un oficial que más tarde reconoceríamos como teniente, dispuesto a darnos un sermón que nada tenía que ver con el de la montaña. Sus ojos estaban cubiertos por unos lentes particularmente originales de color verde. Este tipo debía saber algo acerca de un eclipse porque eran las nueve de la noche y el cielo era una sola estrella. Nos hicieron formar a las corridas, nunca entendí muy bien el porqué de vivir apurados para ir a ninguna parte. Esperó unos minutos en medio de un silencio absoluto y nos dijo: “No puede ser ciudadanos, que a 24 horas de haber ingresado a la Agrupación Educación, haya reclutas que perdieron parte de los elementos provistos por el Ejército. Faltan una cuchara y un tenedor. Me pregunto, si este cuadro se verifica a 24 horas del ingreso, qué va a pasar dentro de un año”. Yo supuse que por regla de tres simple deberían faltar muchos más tenedores y más cucharas. Antes de que terminara de hilvanar este complejo razonamiento, el predicador gritó a voz en cuello: “Conmigo carrera mar” Miré para todos lados buscando un arroyo al menos, pero no vi otra vertiente de agua que no fuera una canilla que goteaba cerca del campamento. Cuando me dirigía a los piletones, alguien, evidenciando un signo de orientación, me asentó un puntapié en las nalgas que me quitó hasta el habla. Cuando aterricé me encontraba corriendo con mis compañeros alrededor del que nos estaba sermoneando. Corríamos en medio de una nube de polvo que terminó con todas las diferencias raciales existentes. El sujeto parecía divertirse con nuestra improvisada danza carnavalesca y no hacía otra cosa que soplar su silbato en forma alternada, que según tuvo la amabilidad de explicarnos, significaba la obligación de ejecutar determinados movimientos. Eramos 378 imbéciles corriendo y arrastrándonos alrededor de un pastor que procuraba educarnos. "¡Arrastrarse, culebras!”. Parecía que las culebras tampoco eran voluntarias. “¡Salto rana!” Y fuimos 376 ranas porque dos de nosotras se desmayaron con tanto ejercicio. Nos prohibió ayudar al compañero caído. Según su concepto de solaridad y camaradería debíamos pisarlo para ponerlo en caja. Pensando en el número que podía llegar a apoyar la suela de sus borceguíes sobre la alfombra humana, entiendo que la caja sería de madera y a medida. Nos llevó tocando el silbato como el flautista de Hamelin a recorrer la unidad, aunque a esa hora de la noche y a la carrera no pude reparar en detalles arquitectónicos ni en la naturaleza que nos rodeaba. Volvió a gritar. “Carrera mar es la máxima velocidad que dan las piernas. El recluta es una luz que atraviesa el campo y corre hasta que la muerte lo sorprenda”.Esa noche me dormí pensando en esa frase. Me imaginé vestido de lamparita atravesando el campo. Me imaginé superando la velocidad de la luz en un número circense. Me imaginé en otra dimensión y otra galaxia haciendo vuelos interestelares, sintiendo a mis espaldas el acoso sostenido del sonido de un silbato.