La apuesta

Todos los viernes a la noche, en un viejo almacén del barrio de Olivos, Julio Ducazzi, Jorge Salerno, Héctor Vazquez y Daniel Samband se reunían a jugar al truco, pacto de caballeros que respetaban con religiosa devoción y que tenía como motivo central una apuesta, muchas veces más costosa que lo que puede representar un monto en dinero.

Las parejas de cada noche eran determinadas por el orden que caían los reyes del mazo en los cuatro lugares que ocupaban en la mesa los participantes. Al final de la partida, los naipes también señalaban cuál de los dos perdedores debía cumplir con una prenda que durante la semana había pensado uno de los dos integrantes de la pareja ganadora.

La noche del 7 de julio fue la más fría y tormentosa de todo el invierno del 42 y estuvo a punto de suspenderse por una gripe que fulminó la humanidad de Daniel Samband, quien llegó unos minutos más tarde de la hora convenida, pálido, ojeroso, tiritando por los escalofríos que le provocaban unas líneas de fiebre, envuelto en un poncho que estrenaba esa noche como talismán.

Las consignas a cumplir más duras, difíciles, audaces o insólitas tuvieron siempre como autor intelectual a Salerno, varios escalones más cruel y sofisticado que sus compañeros de juego, evidenciando en cada encuentro, que utilizaba los siete días de distancia entre una partida y otra para pensar una consigna cuyas dificultades para cumplirla superasen a la anterior.

Esa noche Salerno, llegó a la reunión con una sonrisa ancha, luminosidad de satisfacción que asociaron inmediatamente a otra de sus ocurrencias para cumplir la prenda que tenía preparada para esa noche, se quitó el perramus luego del saludo y dejó un paquete envuelto en papel madera a un costado de la mesa en absoluto silencio, generando expectativa entre sus compañeros y luego de frotarse las manos y soplarlas haciendo una comba con las palmas para hacerlas entrar en calor, se sentó a la mesa preguntando por Samband que aún no había llegado.

El lugar donde se reunieron durante los últimos años era una antesala al depósito de comestibles, alumbrado por una lamparita que colgaba justo sobre el centro de una mesa de madera, donde se controlaban los papeles y la contabilidad del negocio, y se llegaba a él por un pasillo angosto, corredor al que variaban su angostura con cajones de cerveza apilados a uno y otro lado de donde se transitaba para desembocar en una puerta lateral que daba a la calle.

Siempre recordaban algún reto en particular que haya costado cumplir, correr desnudo una vuelta a la manzana, escaparse sin pagar de un restaurante, detener el tránsito de la avenida principal, interrumpir a los gritos la homilía de la misa del domingo, cantarle una serenata a una de las mujeres casadas del barrio.

Acompañaban la partida, los diálogos, las bromas, con una grapa, en medio de una densa nube de humo de cigarrillos con los que pretendían mitigar la ansiedad y el nerviosismo que generaba en ellos la partida disputada.

En esa ocasión, el juego, entre revancha y definición se extendió hasta casi la medianoche y la pareja de Julio Ducazzi y Daniel Samband resultó la perdedora. Los reyes determinaron que fuese Samband quien debiese pagar la apuesta.

Cuando los reyes de los naipes dieron su veredicto, Jorge Salerno se frotó las manos con entusiasmo, se puso de pie, fue hasta el perchero donde colgaban los abrigos y extrajo de uno de los bolsillos de su perramus un papel doblado en cuatro que comenzó a desplegar sobre la mesa ante la mirada atenta de sus compañeros. Era un plano y parecía la geografía de un barrio, dividido en manzanas por líneas similares a las que representan en los mapas las calles y una cruz roja en el centro hecha a mano se destacaba. Hizo una pausa mientras todos observaban y levantó el paquete que había traído esa noche desde su casa. Cuando lo abrió, vieron un martillo, una alpargata y un clavo. Miró a todos y les explicó con detalles cuál era la prenda a cumplir.

El plano era del cementerio y la cruz marcada en el centro del mismo era el lugar donde se encontraba la tumba de Pierina Pittarielli, punto equidistante a las cuatro posibles entradas a la necrópolis.

La prenda consistía en entrar al cementerio pasada la medianoche, ir hasta la tumba señalada y clavar un la alpargata en el borde de madera de una de las lápidas de la cabecera. Al día siguiente, a primera hora, los otros tres verificarían que la consigna y el pago se hubiesen cumplido. Cuando terminó la explicación, miró al resto esperando el ansiado gesto de admiración pero solo hubo un profundo silencio.

Nadie se animó a decir lo que pensaba para no exponerse ante el grupo como un cobarde, pero se mantuvieron en silencio cuando, luego de escuchar el llamado del coche de alquiler que lo llevaría al cementerio, Daniel Samband se colocó el abrigo y se envolvió con su poncho, tomó la linterna, el clavo, la alpargata y el martillo y salió a la calle, en medio de una tormenta que en ese momento arreciaba.

Se quedaron bebiendo las últimas copas de grapa, mientras imaginaban qué pensaría el "ruso", sentado en el coche que lo llevaba, en medio de la tormenta, caminando por las calles del cementerio con la linterna en una mano y el martillo en la otra, magnificando por el miedo, o lo macabro del lugar a esa hora, todas las sombras que se proyectaban a su alrededor, encorvado al caminar, poniéndole el pecho al viento implacable, soportando escalofríos bien distintos a los que le provocaba la fiebre, seguramente planeando entre insultos y maldiciones, alguna revancha para la próxima partida.

Las risas de una broma de Salerno se apagaron, cuando una hora y media después que Daniel Samband partiera, la puerta de calle se estremeció por los golpes que alguien daba llamando a ella de una manera desesperada. Se quedaron inmóviles, mirándose sin atinar a hacer un solo movimiento. Fue Héctor Vazquez quien se levantó para ver quién continuaba golpeando. Salerno y Ducazzi lo seguían por el pasillo unos pasos más atrás. Al abrir la puerta, una ráfaga de viento helado y lluvia los golpeó en la cara, pero en la calle no había nadie.

Volvieron a la mesa donde hasta hace unas horas habían estado jugando comentando que el viento fue el responsable de aquel estrépito y acordaron el horario de encuentro en la puerta principal del cementerio el día siguiente, envueltos en un clima de tensión y silencio.

A las nueve  en punto, una hora después en que se abría el portón de la entrada principal,  llegaron al cementerio los tres, sorprendidos por la gente reunida en la vereda, viendo como un par de policías intentaba alejar a los curiosos que observaban el cuerpo de un hombre tendido en la entrada , con la cabeza apoyada en las rejas del portón, semicubierto por una manta con la que lo tapó uno de los cuidadores del cementerio.

Al acercarse vieron el rostro de Daniel, con los ojos abiertos, desencajado por una mueca de espanto y escucharon los comentarios de la gente a su alrededor, que tratando de recomponer los detalles de la muerte, sostenían, que al salir del cementerio, su poncho se enredó en una de las rejas del portón, y el hombre sintió que alguien tiraba de él a sus espaldas halándolo hacia el interior del cementerio y la brutal impresión, lo macabro de ese instante, el horror, el susto paralizaron su corazón presumiblemente débil.