De todos los
departamentos en que vivimos, el de la calle Thames fue el más amplio. 4
ambientes, dos baños, una cocina amplia con lavadero, balcón a la calle.
Tenía 14 pisos y una
terraza enorme donde colgar la ropa. Esperábamos que el tambor del lavarropas
terminara de centrifugar, colocábamos la ropa escurrida en un recipiente de
plástico y subíamos a tenderla, cuidando de sujetarla bien con los broches
porque el viento podía mudarla sin
permiso a cualquier techo del barrio.
Una tarde subí a la
caída del sol. Tendí la ropa y bajé las escaleras como siempre. La encargada
del edificio, Berta, que venía caminando por el pasillo del último piso, se
encuentra por sorpresa conmigo. Da un grito y se queda tiesa, pálida con la
espalda contra la pared. Entendió que
también me había asustado tanto como ella con su reacción. Tomó aire y apenas
se recompuso me explicó.
La despertó la
policía una madrugada y sin darle explicaciones le pidieron que los acompañara.
Fueron hasta el 14 D. Entraron al departamento y la condujeron hasta el baño.
Colgado de la ducha estaba el dueño.
Cada vez que Berta
subía hasta el piso 14 el corazón le galopaba en el pecho. Habían pasado años
pero nunca pudo escapar a la sensación de angustia que se le metía en el cuerpo
cuando llegaba a ese piso.