Ana y
Miriam jugaban utilizando los viejos velos de monja que Clara, la tía de Ana,
ya no utilizaba. Convirtieron a uno de los pequeños gallineros abandonados de
la vieja casa de sus abuelos en una de las aulas del convento, y sentaron,
ordenadas, atentas y obedientes a todas sus alumnas, limpias y peinadas con sus
mejores ropas de muñecas. Eran Ana y Miriam monjas y maestras.
Miriam
apura el paso hacia los claustros llevando un recado.
-Hermana
Ana, hermana Ana. En la puerta la busca su marido.
La abuela Elisa
tiene en su cuarto un pequeño altar. Es un mueble bajo, cubierto con una tela
blanca con puntillas. Sobre el mueble hay una estatuilla de Nuestro Señor Jesucristo con un brazo extendido y el otro cruzando el pecho. Su túnica está
abierta y se puede observar un corazón tan rojo que parece palpitar. Unas
velitas de noche iluminan la escena donde hay otras estampitas de santos. Todas
las noches la abuela Elisa enseña a su nieta Teresita a rezar. Y reza un
rosario por cada alma que los espera en el cielo, nombrándolos antes de
comenzar la oración. La niña se dormita pero vuelve cabeceando una y otra vez
sobre el Dios te salve, María, llena eres de gracia. Vencida por el sueño le
propone a su abuela:
-Abuela, y
si rezamos uno solo y que en el cielo se lo repartan?
El tío
Cacho toma fotos de su sobrina Lucía. La niña se aburre y lo invita a Cacho a
jugar al último juego que aprendió: la escondida. Lucía le pide a su tío que
cuente mientras ella se esconde. Su tío avisa, como corresponde, que terminó de contar y sale a
buscarla. El tío presiente que se escondió en la habitación de su abuela y planea sorprenderla tomándole otra foto. Busca y busca
pero no la encuentra. La niña ha aprendido a esconderse muy bien.