Aníbal Montecchia
era albañil. En las obras practicaba una mezcla de danza y acrobacia, bailando
un tango sobre los andamios o sobre los bordes de los ladrillos de canto. Los
hombres que toman riesgos como estos son como los buenos actores:
imprevisibles. Un mediodía subió a la terraza de un edificio de veinte pisos
para almorzar y se tentó con la idea de caminar por el borde. Se dio cuenta, al
mirar hacia abajo, que el vértigo podía llevarlo a planta baja sin escalas y
abandonó para siempre las piruetas.
Trabajaba muchas
horas en Buenos Aires, le iba muy bien, pero el ritmo y el ruido no habían sido
hechos para su mundo. Descubrió este detalle personal a contraluz, en un viaje.
Pasó unos días en Esperanza, Santa Fe y se dio cuenta que cuerpo y mente se
entendían con el ambiente, que aquello que vivía en Buenos Aires, lo iba a
enfermar tarde o temprano.
Pensó. Pensó en un
lugar que no fuera tan rural ni tan citadino. Y se fue a Mar del Plata a probar
suerte, sin trabajo pero con el motor de la fe de poder vivir más tranquilo.
Como albañil danzarín, y acróbata, puso su corazón en el teatro y, para
perfeccionar el oficio de montar otro tipo de obras, comenzó a tomar clases con
Gregorio Nachman. Los ejercicios con su maestro no le resultaban cómodos; él
buscaba acción y a las pocas clases abandonó la escuela. Yendo a una obra en
construcción se encontró con Nachman quien, al verlo, le preguntó por qué no
concurría más a las clases. Aníbal mintió; dijo que era por falta de dinero.
Gregorio le dijo que fuese igual, que él lo becaba.
Montecchia, albañil,
constructor, comenzó a colocar sus ladrillos de actor en obras teatrales hasta
que llegó la dictadura y apareció en las listas de los artistas prohibidos.
Para conseguir la autorización y poner en cartel una de las obras teatrales de
entonces, “Ha llegado un inspector”, los mandamases de turno pusieron como
condición que buscaran otro actor o no tendrían el permiso para llevarla a escena.
Rinaldi lo incluyó en el elenco de La ratonera. No hubo objeciones por
parte de las autoridades y se quedó. Se quedó con la obra en cartel por treinta
años. Hoy Nachman forma parte de la lista de actores marplatenses
desaparecidos.
Con una de vida de
película encima, también hizo cine y sigue entrando y saliendo de las salas
como si él las hubiera construido.
Su obra predilecta
es Juan
Palmieri, con la que ganaron la primera Estrella de Mar. Aníbal hacía tres personajes y con esa obra se
presentaron en el festival de Caracas. La noche de la presentación el público
parecía pintado. En una sala donde las butacas, por su posición casi vertical,
daban la impresión de caer como una avalancha sobre el escenario, la pieza, semimontada,
transcurrió en silencio. Al caer el telón la ovación fue conmovedora. Los otros
elencos subieron al escenario a saludar y a abrazar a los actores.
Trabajó en un
restaurante cerca de la playa cuando llegó a Mar del Plata en 1968; luego en las
obras, en el duro oficio de albañil. Dice sonriendo: “El teatro es un juego, como
jugar a la pelota”. Montecchia comenzó su trabajo en las tablas como
aficionado a los 18 años, en Buenos Aires, con Rubén Castagno, en el Villa
Malcom y en el club Piraña. Castagno le perdonó que disolviera la sociedad
artística y que se fuera a vivir a Mar del Plata porque ése también era su
sueño.
El 21 de marzo de su
primer año en la ciudad el frío fue récord y la ferocidad del viento en cada
esquina lo hizo dudar sobre su permanencia en la ciudad elegida.
Actualmente también escribe.
Escribe ideas en papeles sueltos. Conserva el fuego en su mirada inteligente y profunda.
Montecchia hoy sigue
actuando y su única condición para aceptar un papel es no tener dificultades
con la lectura del texto porque debido una de las operaciones de cataratas el
balance óptico de sus ojos no es parejo.
Con Eduardo Calvo se
conocieron en una cena de elencos marplatenses. Una tarde, caminando por Mar
del Plata, Montecchia le señaló a Eduardo un edificio diciendo que él había
trabajado en su construcción. El padre de Eduardo había vivido muchos años
allí. Las coincidencias suelen ser tan misteriosas como el destino mismo.
Eduardo Calvo me
había hablado muchas veces de él, de sus encuentros, de sus charlas. Me
preguntó si tenía alguna objeción en invitarlo a ver el primer ensayo. Le dije
que no, que sería un honor.
Puede que Montecchia
tenga dificultades para leer, pero sentado en la primera fila, al finalizar el
ensayo, señaló un detalle en un punto del escenario. Era un chicle pegado al
borde.