Floreal Salgado heredó de su abuelo
Tomás la pasión por los artefactos antiguos. Pasó largas horas de su infancia
en el taller donde Tomás intentaba hacer funcionar máquinas que sus dueños
descartaban por considerarlas irrecuperables, inútiles u obsoletas. Abonaba la
teoría de que algunos objetos como los relojes, las plumas estilográficas, los
encendedores o las radios a transistores tenían una particular memoria para
almacenar la energía que depositaban en ellas sus usuarios habituales. La
familia consideraba que los argumentos de Tomás obedecían a cierta locura que
podía ser altamente nociva para el pequeño Floreal, a quien aconsejaban no
hacer caso a todo lo que le dijera el anciano porque alguna enfermedad senil
estaría siguiendo sus pasos.
La habitación de Floreal se fue
llenando de todo tipo de artefactos a simple vista inservibles, y, rodeado de
ellos, creció hasta la muerte de su abuelo. Años más tarde, cuando decidió irse
a vivir solo, mudó con él su frondoso inventario de piezas que consideraba de colección.
Su departamento se transformó en una exposición de relojes de taxi a cuerda,
máquinas fotográficas, barómetros, planchas a carbón, balanzas romanas,
trabucos y lámparas a kerosene.
Cierta tarde un amigo le pasó el dato
que un anticuario de San Telmo tenía a la venta una Olivetti Lexicon 80,
máquina de escribir pesada como pocas, muy comunes en las viejas redacciones de
diarios y revistas, reparticiones públicas y organismos oficiales. La máquina
poseía un halo de misterio. Presumían, en lo del anticuario, que había
pertenecido a un gran escritor. No había forma de certificar su procedencia,
pero alimentaban esa teoría los empleados del negocio de acuerdo a los datos
que años atrás aportó quien la trajo para vender. El hombre no pidió por esta
particularidad ninguna consideración en el precio, quería librarse de ella
rápidamente y no caer en la tentación de arrojarla a la calle como a un trasto
viejo. La tasaron en pocos minutos y el hombre se marchó conforme. Se vendió y
regresó al local varias veces. Sus ocasionales compradores la devolvían
argumentando que se habían arrepentido y que la máquina era muy incómoda para
mover de un lugar a otro. En todos los casos aceptaron un valor menor al que
habían pagado para adquirirla. En aquel negocio perdieron la cuenta de las
veces que fue vendida, y hasta se hacían apuestas sobre los días en que
tardarían en devolverla hasta que quedó abandonada en un rincón del local sin
que le llamara la atención a nadie.
Floreal llegó al local, preguntó
directamente por la máquina y con una rápida inspección comprobó que
funcionaba. Se puso de acuerdo con el precio y la cargó en su auto pensando en
dejarla por unos días en casa de sus padres. Un viaje por trabajo a Rosario iba
a retrasar por unos días el placer de hacerla funcionar y elegir un sitio de su
casa para exhibirla. Cada vez que se detenía en los semáforos la observaba y
sonreía.
En Rosario sucedieron complicaciones
que lo obligaron a quedarse dos días más que lo previsto. Al llegar al hotel la
segunda noche de su estadía en la ciudad, el conserje le dijo que tenía un
llamado de su padre. Subió a su habitación pensando que no recibiría buenas
noticias. Cuando su padre atendió el teléfono no había en su voz ninguna señal
de alarma.
-Queremos saber cuándo volvés para
que te lleves la máquina de escribir que nos dejaste -dijo su padre.
-¿Porqué papá? ¿Cuál es el problema?
-Desde el primer día que la trajiste,
cuando llega la noche, tu madre y yo escuchamos ruidos extraños, como si la
máquina funcionara sola.
-No me vas a decir que me llamaste
para hacerme esta broma -dijo Floreal con malestar
-Todas las noches, a la madrugada se
escucha la máquina como si alguien la estuviese usando. No puedo tranquilizar a
tu madre.
-Vuelvo el miércoles y paso
directamente a buscarla.
Al regreso de Rosario pasó
directamente por la casa de sus padres, conversó con ellos unos minutos y
volvió a escuchar el mismo relato de los episodios nocturnos. Cargó la máquina
en su auto y regresó a su casa. Luego de cenar la colocó en la mesa que utilizaba
para trabajar en los artefactos que adquiría, encendió la lámpara, observó el
rodillo, el funcionamiento de las teclas y los tipos. Colocó en el carrete una
hoja en blanco y comprobó que para que funcionara correctamente tenía que
hacerle una limpieza y un cambio de cinta. Observó que conservaba uno de los
carretes con cinta de color negro y rojo, y que la perilla para cambiar de
color también funcionaba. Bebió un café observándola con detenimiento, apagó la
luz y se fue a dormir.
Tuvo un sueño. Caminaba por el
pasillo de una oficina que ocupaba todo el piso de un edificio y a su derecha e
izquierda decenas de dactilógrafos tipiaban frenéticamente las copias de
documentos que tenían a un costado, al tacto, sin quitar la vista depositada en
los originales. El ruido se hacía cada vez más fuerte hasta resultar
ensordecedor. Se tapó los oídos y gritó. Gritó para pedir que se detuvieran y
lo dejasen abandonar el lugar. Nadie lo escuchaba mientras los tipos golpeaban
con fuerza en los rodillos de las máquinas. Se despertó empapado en sudor.
Escuchó unos ruidos en el living. Aguzó el oído y para su sorpresa se dio
cuenta que el ruido era el de la máquina de escribir que él había dejado en la
mesa. Encendió la luz del velador, abrió la puerta de su cuarto y el ruido se
hizo más intenso y claro. Cuando llegó al living buscó al tacto el interruptor
de luz y la encendió. El ruido se detuvo. Miró la máquina. Pensó unos instantes
que al dejarla había dejado centrado el carrete y ahora estaba estacionado a la
izquierda, como si alguien la hubiese estado utilizando. Se quedó quieto
observándola y sin entender el porqué de su acto reflejo, apagó la luz y se
quedó inmóvil esperando que volviese a funcionar. Esperó en silencio unos
minutos y volvió a acostarse. En penumbras se quedó pensando que el sueño había
sido de tal intensidad que confundió los límites entre la pesadilla y la
vigilia. Una hora más tarde volvió a dormirse.
A la mañana siguiente se dio una
ducha y fue hasta la cocina a preparar un café. Al pasar por la mesa volvió a
observar la máquina. El carrete estaba totalmente corrido a la derecha, en la
posición límite, cuando quien escribe llega al final del renglón y corre la
palanca para saltar al siguiente. Esto lo desconcertó y pensó que el sueño que
había tenido le estaba jugando una mala pasada y lo confundía. Bebió el café
observándola. Preparó las carpetas para su maletín y se aprestó a salir para el
trabajo. Cuando dio la segunda vuelta a la llave de la puerta de entrada se
detuvo y volvió a entrar. Sacó del bolsillo su celular y tomó una foto de la
máquina.
La mañana transcurrió normalmente,
respondió a llamados, participó de dos reuniones, tuvo que hacer un esfuerzo
colosal para concentrarse en una planilla de presupuestos que corrigió varias
veces hasta quedar conforme. A mediodía evitó salir a comer con sus compañeros
y eligió un pequeño bar cerca de la oficina donde almorzó leyendo el diario. No
podía dejar de pensar en lo que había sucedido en la madrugada. Pensó también
en la conversación con sus padres y en aquel halo de misterio que la máquina de
escribir poseía. Como hacía mucho no le sucedía, sintió ansiedad por regresar a
su casa.
Abrió la puerta de su departamento
con cierto nerviosismo. Dejó las llaves y metió la mano en el bolsillo para
sacar el celular. Buscó la foto que había sacado en la mañana y se quedó
estático unos segundos comprobando que el carrete no estaba en la posición en
que lo había dejado cuando tomó la foto. Deseaba que su pensamiento lógico le
diera una explicación. Se sirvió una taza de té y la bebió sentado frente a la
máquina, observándola y pensando. Le quitó la tapa que protege los tipos,
colocó una hoja y tipió una oración simple: Esta máquina funciona sola. Observó
que el rodillo tenía algunas letras marcadas, huellas que dejan aquellos que
digitan las teclas con frenesí pero le fue imposible descifrar qué decía, pese
a su empeño de recurrir a una lupa para facilitarse la tarea.
Salió a buscar
algo para cenar y nuevamente le tomó una foto a la máquina con su celular.
Mientras caminaba pensaba de qué manera podía observarla trabajar, convencido
que la máquina lo hacía cuando él no la estaba observando. La vendedora tuvo
que preguntarle varias veces qué quería llevar porque estaba distraído mirando
las bandejas de comida pero con la mente en otro sitio.
Después de cenar
se sentó a la mesa del taller, colocó
bajo la lámpara a la vieja Olivetti, le quitó la tapa y le cambió el carretel
de cinta por uno nuevo. Ajustó las tuercas que sujetaban el carretel y comprobó
que al oprimir las teclas, el cabezal ascendiera hasta hacer coincidir la cinta
con los tipos antes del impacto contra
el rodillo. Tomó un lubricante en aerosol y roció suavemente los mecanismos que
chirriaban en su fricción, con un cepillo cilíndrico limpió los flejes y sus
uniones. Colocó una hoja en blanco y luego tipió: Estoy lista. Quitó la hoja,
cerró la tapa, apagó la luz de la mesa y
fue a acostarse. Ya en la cama tuvo una idea. Se levantó, fue hasta el living y
colocó una nueva hoja en blanco en la máquina. Con la tranquilidad del deber
cumplido, se entregó mansamente al sueño.
En la madrugada,
en duermevela, escuchó el sonido de la máquina trabajando febrilmente.
Confundía el sonido con parte del sueño de la noche anterior. Y con ese
ambiente sonoro se acercó a una puerta al final de un largo pasillo. La
reconoció inmediatamente. Era la misma puerta que conducía a la oficina donde
trabajaban cientos de dactilógrafos, vestidos como en los años cincuenta,
totalmente mecanizados con su tarea. Hizo girar el picaporte y la puerta se
abrió. Al fondo de la oficina un solo hombre escribía a máquina con los ojos
fijos en lo que estaba tipeando. Tenía una avanzada calvicie y lentes de
armazón grueso de color negro. Floreal sabía que ése hombre estaba escribiendo
algo importante y no quiso distraerlo con su presencia. Observó que en el
escritorio más próximo a donde se encontraba había un calendario del año 1951.
Cerró la puerta suavemente y se marchó.
Despertó con el
sonido del despertador en la mañana. Se puso de pie tratando de reconocer el
mundo real que lo rodeaba. Caminó hasta el baño, encendió la luz y se miró al
espejo. Recordó la cara del hombre que escribía en la oficina que había soñado.
Estaba seguro que lo había visto antes. Arrastrando un poco los pies se dirigió
al living y encendió la luz. Se quedó mirando la máquina unos segundos. Luego
se acercó hasta la mesa y arrancó de un tirón la hoja escrita de manera
completa hasta el último renglón. Sin salir de su asombro comenzó a leer el
texto tipiado mientras él dormía.
“Renato oyó los
tiros. Volaron patos y garzas, y en la lejanía una nubecilla de humo azul se
desguedejó lentamente en la quietud infinita de la tarde.”