Miró por la ventana del living a los periodistas apostados en la
vereda, las cámaras de televisión, algunos vecinos y los curiosos atraídos por
la escena y el fragor que interrumpió la paz del barrio. Estaba solo.
Pronto llegaría el fiscal y sus asistentes, ingresarían con él a
su despacho en la planta superior, tomarían unas fotos, harían preguntas.
Observarían sobre el escritorio de roble el crucifijo de plata con base de
mármol bendecido por Su Santidad a mediados del mil novecientos setenta y ocho.
A ese despacho llegaban de su mano sus dos nietas pequeñas como
parte del ritual de los domingos después del almuerzo. En el segundo cajón de
la derecha del escritorio esperaban puntualmente las golosinas. En el primero
estaban las hojas membretadas del Honorable Juez de la Nación.
Hoy, veinticinco años después de aquellos domingos está solo
rodeado de personas que no conoce. Según el expediente labrado en manos del
fiscal competente sus dos nietas denunciaron que luego de los almuerzos
familiares de su infancia el honorable juez las conducía de la mano a su
despacho, las sentaba en las rodillas y en el juego de abrir y cerrar el cajón
de las golosinas abusaba de ellas.