Habíamos hablado sobre el peligro de una delación
una noche antes, aunque no imaginamos que nos señalarían con el gesto amoroso
de un beso en la mejilla. Esa misma noche hicieron la redada, nos esposaron y encerraron.
El dolor de las torturas era tan grande como el de escuchar gritar a las
víctimas. Perdimos la dimensión del tiempo y luego, con la oscuridad infinita,
también la del espacio.
Quisimos darnos ánimo entre los prisioneros. Yo cavilaba
sobre los métodos de tortura y las rutinas y qué tipo de mente podía concebir
algo tan perverso y quienes podían ejecutarlos como un trabajo más.
Algunos de los nuestros se refugiaron en la oración,
otros más débiles cayeron en el precipicio de la locura. Entendí que todos no estamos
hechos de la misma materia y recordé aquello que decía: antes que el gallo
cante dos veces me habrás negado tres.
En la oscuridad de la celda palpé un líquido viscoso
a mi costado. Me estiré un poco y toqué un cuerpo ya frío. No dije una palabra.
No sabía si me escuchaban o me observaban. Recordé también la corona de espinas
y los cuerpos clavados en la cruz.
Unos años después se supo que quien me besó en la
mejilla a la salida de la reunión se llamaba Alfredo Astiz y era capitán de
corbeta.