Cartas accidentadas

 


Sigo escribiendo cartas y enviándolas por correo. Hijos, hermanas, nietas y amigos (¿y porqué no?, dos gatas: Rita e India) son fieles testigos.

Las escribo sobre un buen papel con pluma estilográfica porque considero que además de un documento, una prueba fehaciente de que estuvieron pensando en vos, la carta es un elemento delicado, al que hay que tratarlo con sumo cuidado porque es un vehículo eficiente para transmitir un pensamiento vivo, un sentimiento único e irrepetible, una señal del corazón.

Quien no haya experimentado esta saludable práctica no sabe de qué se trata. No tiene idea del efecto que produce entre emisor y receptor, en cuántas cosas se movilizan desde la escritura hasta a la llegada del sobre del sobre al buzón indicado.

Las cartas, como todo en este mundo, sufren accidentes. Algunas, por misteriosas razones no llegan a destino o en el momento apropiado para evitar una tragedia, como aquella de Julieta a Romeo. Cientos de historias atesora la humanidad sobre correspondencia que fue secuestrada y el efecto que produjo años después enterarse de esta intromisión. En el libro “La llamada”, de Leila Guerriero, una mujer escribe varias cartas a su amado cuya madre ocultó y destruyó porque consideraba inconveniente para su hijo esa relación. Se entera de esto muchos años después y aquel hombre atravesó ese tiempo creyendo que había sido olvidado por el amor de su vida.

Otras se extravían por alguna secreta razón que conserva guardada el destino.

Otras, como la que le envié a mi hermana, padecen las contingencias climáticas de estos tiempos y leerlas se convierte en una ardua tarea, propia de quienes se dedican al estudio de jeroglíficos y lenguas muertas.

No creo que sea obra del azar. Sospecho que tienen vida propia una vez que cerramos el sobre.