Estoy a favor del toro en las corridas y del león en
los safaris, de los rebeldes en las revueltas, sobre todo en aquellas que
combaten los marines. Mis héroes no usan capa ni antifaz, ni vuelan por los
aires, ni manipulan rayos poderosos. Son, fundamentalmente, humanos hasta la
médula.
Cuando el imperio más poderoso de la historia
bloquea, hostiga y combate a una pequeña isla presto atención. Si su fuerza, la
encargada de los trabajos sucios, ésa cuya sigla es la palabra Compañía en
castellano, reconoce oficialmente haber trabajado en 634 atentados contra un
hombre, inmediatamente pienso que han sido más los crímenes cometidos, y
sospecho que fueron impulsados por el miedo de que ése mal ejemplo se propague.
Han llovido, como llueve hoy en Buenos Aires, contra
él miles de acusaciones. Y han mezclado su imagen de dictador con la de otros
que, mientras le sirvieron al imperio, fueron sus ejemplares aliados.
Su eterna, poderosa e indómita rebeldía ha oficiado
de faro para varias generaciones de jóvenes que creyeron que otro mundo es
posible.
En los principios de su gesta heroica eligió como
compañero de armas a un argentino, otro ícono que no pudo sepultar el fin de
los tiempos y las utopías. Juntos iniciaron un periplo desde México para
desembarcar en Cuba y construir su cuartel rebelde en la Sierra Maestra. Juntos
entraron triunfales en la Habana. El argentino tuvo otro sueño y para poder
cumplirlo se separaron.
Algo me dice que pueden volver a encontrarse en este
momento o renacer, con otros nombres, en el alma de dos niños y que, pasado un tiempo, algo
parecido a lo que ya sucedió se repita. Y el sabor de la justicia se pueda
paladear en otras bocas.