Hernán tiene dos años y sube al avión acompañado
por una azafata encargada de cuidarlo en su viaje de Francia a Argentina donde
lo esperan sus abuelos. Su madre es francesa y su padre argentino. Ésa
circunstancia le permite contar con doble nacionalidad. Su padre terminará en
un año su postgrado de arquitectura en la Sorbona.
Hernán escucha los relatos de sus abuelos sobre su
tierra de origen, Asturias, lugar al que jamás regresarán. A temprana edad
descubre que algunas historias de desarraigo también se escriben con lágrimas.
En su nuevo mundo no deja de viajar. Los boletos
hacia nuevos horizontes les son cedidos mágicamente por Julio Verne y Emilio
Salgari, sin documentos que portar, ni listas de embarque, ni trámites
aduaneros.
Hernán lleva en la sangre una señal parecida a la
que poseen las aves migratorias. En algún momento imprevisible se activa, y
para cuando eso ocurre lleva en su mochila lo imprescindible para emprender un
nuevo viaje. Sus pies dejan su huella en Uruguay, Bolivia, Brasil, Perú, México,
Estados Unidos, Francia. En ningún lugar se sintió extranjero por más de
veinticuatro horas.
La mágica señal, posiblemente, se haya activado un
día para que eligiera cumplir el servicio militar obligatorio en Francia y
evitarse un tránsito obligatorio por Malvinas.