¡Qué semana, aquella de mayo!

Le hicimos honor a la Patria y presentamos un libro en clave de humor sobre su historia.
Tuve el inmenso honor de presentarlo con colegas que admiro, que me hacen reír, que me motivan.
De izquierda a derecha: Nacho Rossetti, Julio Parissi, a mi izquierda: Ariel Carranza, César Guzzo, Santiago Varela y Claw.
Este libro había sido editado por Planeta hace unos años y me dio, como ahora, grandes satisfacciones.
Fue una semana que arrancó con esta presentación y culminó con el reestreno de Molónogos. Una verdadera semana de mayo.
A lo largo del año conté con un apoyo incondicional de un oriental: Julio Parissi, editor y magnífico ilustrador del libro.

Bajo el sello de La Causa Gracia, publicamos.
Gracias a todos los que acompañaron la gestación, el parto y la presentación en sociedad.

El escenario y yo, viejos amigos



Pocas veces me vieron. Pocas veces me vieron horas antes. Minutos antes de actuar. La previa a salir de casa, después de una siesta corta.

Doy mil vueltas pensando que me olvido de algo. Ya en la ducha comienza a invadir el cuerpo una extraña vibración, una exaltación desmesurada.

Pienso, repaso, doy otras vueltas, mientras me tomo un café, cargo el bolso con el vestuario y salgo. Salgo de casa diciendo siempre lo mismo: “¿Porqué no me dediqué a otra cosa?” Y entonces tendría la vida normal de los seres normales, vería un rato de tv, escucharía música apoltronado en un sillón. No saldría al frío de la noche con un bolso, como los albañiles a la madrugada yendo a trabajar, dispuesto a cumplir con el deseo de la gente que paga una entrada para reírse un rato como les prometí. Reírse y pensar. Carajo, ¿porqué no elegí otra cosa?

Entonces me distrae el viaje y me olvido por un momento, hasta llegar a la puerta del teatro.
Entonces surge el miedo a equivocarme, de olvidarme la letra, de tener un traspié, un furcio, una tos, un ataque lumbar cuando me levante del sillón para decir la primera línea. Y encuentro en la entrada del teatro la cara de mi hermana Tere, que siempre está acompañando cada proyecto, pienso en mi director y en no defraudarlo y la duda si ensayé lo suficiente. Y pienso en la gente que me dijo que vendría y que seguramente estará en la platea. Llego al teatro una hora y quince minutos antes de dar sala.

Entro a la sala, subo al escenario, lo incorporo como si fuera mi living, el lugar donde nací y me crié, que no tiene secretos para mí, sabiendo que es mentira y que siempre se guarda uno y no sé cuándo lo sacará a la luz para desconcertarme.

Repasamos los cambios de luces. Entro al camarín para cambiarme, trato de concentrarme y pienso en la gente, que cargada de expectativas, espera afuera. Salto y hago sombras, como los boxeadores, tiro golpes al aire, bailo, repaso partes del texto. Me golpean la puerta del camarín y son los segundos claves: “Damos sala”. Significa que cortan boletos, que la gente se acomoda en el lugar que eligió, que tengo que salir y esperar a que las luces de la sala y las del escenario se apaguen. Esos segundos me prueban quién soy. A partir de ahí voy a estar solo durante una hora, ni más ni menos. Ese es el verdadero acto heroico. Superar ése miedo inicial, esas ganas de salir corriendo.

Entonces se acaba la música, se van atenuando las luces. Todo es oscuridad. Corro el telón, camino por el escenario para sentarme en el sillón donde comenzará mi primer personaje, alguien a quien yo le dí parlamento sentado frente a una pantalla como ahora, pero que, a partir de ése momento, hará lo que le parezca sin consultarme siquiera. Las piernas no son firmes, el alma sí.

Se encienden las luces. Digo la primera frase. Comienzo a disfrutar. Ya no tengo miedo.