El Hombre de la Bolsa



Escuchè hablar del Hombre de la Bolsa cuando era chico y no le temì hasta la edad que tengo hoy.
En aquellos años me decìan que el Hombre de la Bolsa se llevaba a los chicos que no querìan tomar la sopa. Hoy el hombre de la bolsa se està llevando a gente grande en todo el planeta con sus casas, con sus bienes, con sus sueños.

Tengo ya 47 años y he visto varias caìdas. Vi la caìda del Muro de Berlìn, la caìda de las Repùblicas Socialistas Sovièticas, la caìda del Comunismo. Todas estas caìdas fueron festejadas en muchos lugares del planeta como se festejan las buenas noticias, los fines de año, los cumpleaños.

He visto el fin de todos los tiempos y el fin de las utopìas. Y esas dos noticias me dieron un pànico mucho mayor que la certeza de la existencia del Hombre de la Bolsa.

La caìda de los mercados es algo tan grave en las voces de los noticieros como la posibilidad de que un meteorito se estrelle contra la Tierra como hace millones de años y envuelva en una nube de polvo los muros, las repùblicas, las ideas, los inventos, los hombres de la bolsa, los cumpleaños, las armas de destrucciòn masiva, los monopolios, las bolitas.

La Bolsa abriò en baja. Uy, Dios. Aumentò el riesgo paìs. Por todos los santos!!! El dòlar se dispara pero son otros los que se suicidan con sus balas. Me dan la sensaciòn de que millones de nosotros estamos sentados a la salida del Casino de Mar del Plata y sale alguien con un megàfono y nos dice: Lo siento, perdieron todo lo que tenìan. Pueden arrojarse al mar que les queda cerca.

Nadie de nosotros puede decir: yo no estaba allì y apostaron con mi plata. Es que me han robado!!!
Nadie de nosotros puede decir que no sabìa de la existencia de los cucos, los ogros, de los monstruos, de lo que les pasa a los que no se portan bien ni toman la sopa y protestan y se manifiestan y luchan y se rebelan. A todos, desde siempre se los lleva el Hombre de la Bolsa, aunque no me crean. Les juro que es asì. Siempre es el hombre de la bolsa, desde tiempo inmemorial, desde que èramos chicos y no hay piedra libre que valga ni puntito rojo casita de Dios.

Puedo decir


Ataud es una palabra desgraciada como pocas. La mayorìa de la gente piensa que estàn hechos a medida, como los trajes, pero a algunas personas como a mi viejo le quedan chico y a otras demasiado grande para albergar el tipo de persona. Tuve claro cuando lo vi con los ojos cerrados, sereno, como si durmiera, que no dormía y que habìa dejado de ser mi viejo.

Dentro del dolor, en el ardor de la cicatriz del alma, a mediodìa, rodeado de amigos y mi hermana, recordamos el costado siempre vivo de mi viejo, su infinita capacidad de humor, la màs preciada herencia que dejè plasmada en la dedicatoria de mi libro.

Nos pudimos reìr como a èl le gustaba, repasando anécdotas que conforman a ese tipo inolvidable, quien se dio el gusto de morir en el mismo dormitorio donde habìa nacido 72 años antes, un maestro.

Mi hermana tiene entre sus anécdotas predilectas una de su època de taxista, porque dentro de su historia anduvo como pez en el agua por distinto oficios. Llevaba en su auto un par de señoras mayores, inglesas, pitucas, de trajecito y sombrero que parloteaban en inglès para que el chofer no entendiera, pero una de las señoras perdiò la flema que caracteriza mundialmente a los ingleses y dejò escapar un flato sin ruido, tan denso como insoportable. Era invierno y el auto tenìa cerradas por el frìo las cuatro ventanillas. Mi viejo detuvo el auto contra el cordón, se bajò y abriò sin decir palabra las cuatro puertas y se sentò en el cordón de la vereda a observarlas. Las dos pasajeras se quedaron en silencio mirándolo. Esperò cinco minutos a que se ventilara, cerrò las puertas, se subiò al auto y continuò la marcha hasta el destino sin decir una palabra. Esperaba que le preguntaran porquè habìa hecho esto para responder: porque ustedes se cagaron.

No era un tipo de discursos morales, tenìa un compendio de gestos que definìan cualquier situación y de acompañarlo a trabajar como taxista aprendì de la noche y la calle lo que no me enseñò ningún libro en toda mi historia como estudiante.

Le debo el aprendizaje de la palabra nobleza, el saludable ejercicio de cultivar la amistad y la insana fiebre de la escritura. El primer poema lo escribì para èl a los 11 años y a partir de èste, en cuanta reunión con amigos que comúnmente se celebraban en casa, me pedía que leyera alguna poesìa nueva. Quizás haya entendido y no me consta, cuando vino a verme en los dos últimos espectáculos, que involuntariamente sembrò para forjar un artista en la familia.

Recuerdo sus ojos brillosos cuando le di para sus cumpleaños las pruebas de galera de mi primer libro, que habìa escrito sin decirle nada, cuando escuchaba lo que le contaba sobre lo que pensaba de mi equipo de trabajo y la manera de sentirlo, de la noche en que le llevè la placa que me hicieron mis dirigidos en Emebe, la cena de despedida, el coro cantando en la calle La Marcha de San Lorenzo. Se volvía un chico frente a la vidriera de una juguetería.

En su niñez fue un salvaje que hizo todo lo posible porque su nombre mantuviera asociadas a el cuatro palabras: la piel de Judas. Fue el bandido del vecindario, el que con una pandilla de sátrapas parecidos a èl jugaban carreras de chatas tiràndose en la temible Barranca china. Contaba que una tarde, el ruso Samban insistiò en tirarse por la barranca con èl. Mi viejo le explicò que con los dos y por el peso, la chata se volverìa ingobernable, pero el ruso insistiò. Al final de la barranca habìa una curva que debìan sortear para no estrellarse contra el cordón. La chata bajò como un bòlido, al doblar derrapò de costado por el doble peso, impactò con los rulemanes que oficiaban de ruedas contra el cordón y el ruso doblò con el culo el bulòn que sujetaba el eje trasero. La marca en las nalgas le quedò como un tatoo.

Confeccionaban arcos y a las flechas, hechas con cañas, para que ganasen dirección, le colocaban un clavo en la punta. Asì iban por el barrio como una tribu de salvajes dejando sus flechas en las puertas de madera de todas las casas. Tuvieron la suerte que nunca nadie se asomò cuando ellos disparaban.

Las puertas de las casas tenìan llamador, en su mayorìa de bronce, una pieza que la gente utilizaba para no golpear con el puño la puerta de entrada y que generalmente estaba enganchada a un extremo, uno podìa levantarla y hacerla sonar contra la base del mismo material. Mi viejo y sus secuaces se subieron al techo de una de las casas luego de atar con hilo de pescar el brazo percutor del llamador. Desde el techo tiraban y el bronce se levantaba y golpeaba. Blanca, la vìctima, una siciliana de mal talante (los blancos nunca eran porque sì, siempre elegían a los que se consideraban màs jodidos) se asomaba a la puerta para ver quien llamaba. Esperaban que volviera a entrar y volvían a tirar del hilo. Se quedò escondida detrás de la puerta y ellos llamaron. Abriò de golpe y nada. Cruzò la vereda y se agachò detrás de un auto. Ellos desde el techo la espiaban conteniendo la risa de ver a la tana casi arrodillada esperando ver quièn tocaba a la puerta. Cuando se cansò y entrò volvieron a llamar. Al otro dìa pasaron por la casa y vieron que el llamador habìa sido inutilizado con varias vueltas de alambre.

Esa misma mujer, un tarde, volvía de la kermese de Carnaval y recibiò un balde de agua desde el techo que no solo la empapò sino que además gran parte se le metió en la cartera recièn abierta para sacar la llave.

El dolor es crudo, intenso, como el que padeció en su pie derecho en los últimos meses.

Lloro de a ratos, cuando entiendo la ausencia que representa la palabra muerte, pero no deja de ser egoísta de mi parte haber deseado que se quedara entre nosotros cuando, cansado del trajín hospitalario, èl tenìa decidido irse.

Los vecinos se acercaron a saludar y a llorarlo, la prueba màs evidente de lo que generaba su personalidad.

No fue un buen estudiante, en aquellos años le divertía màs el pase inglès que las materias del industrial pero pudo diplomarse en algunas especialidades como el arte de seleccionar a un buen compañero de truco.

Era pillo. Una noche de invierno, cuando todavía no habìan inaugurado la casilla de la parada de taxis donde trabajarìa durante varios años, aceptò para todos sus compañeros una apuesta tramposa. El desafìo consistìa en ser capaz de pasar por sobre una aguja sin hilo. Comprobò que la aguja estuviese pelada y se quitò toda la ropa. Ya completamente desnudo pasò el pie al otro lado de la aguja en el piso. La botella de whisky la bebieron entre cinco.

Generaba situaciones asombrosas. Mi vieja tenìa que ser operada de vesícula y èl no tenìa un cobre. El dueño del bar donde desayunaba lo notò preocupado y le preguntò porquè. Le sirvió un capuchino y diez miutos màs tarde apoyò en el mostrador un paquete con el dinero. “Me lo devolvès cuando puedas”. No sabìa donde vivìa mi viejo. Ayer Pacha, fue el primero en llegar al cementerio.

Cuando estaba internado, una noche, una enfermera me avisa que no podìa pasar una llamada al teléfono de su habitación. Fui a atenderla a la oficina de enfermeras. Era Roberto Rotella, su vecino de habitación, que habìa estado internado con èl una semana. Me dijo: “Quizás te ofenda con lo que te voy a decir y ustedes tengan màs plata que yo, pero tomà mi nùmero de teléfono y la plata que necesiten cuenten con ella. Yo estoy solo y mis parientes saben muy poco de mì. Ustedes son buena gente y en una de esas la precisan para algo. No dudès en llamarme. Soy de Chivilcoy y los del Interior somos asì...” Pasò a formar parte de nuestro Interior tambièn.

Lo sentìa vibrar como un diapasón en los abrazos y era inevitable vibrar con èl.

En los últimos tiempos decirle “Te quiero” lo ponìa lacrimoso. Me parece que era el miedo a dejar de escucharlo porque de sentirlo iba a ser imposible.

Nos hizo reìr siempre. Siempre incluye los dìas de internaciòn, donde el humor no suele frecuentar a las personas enfermas, “el dolor animaliza” me dijo una vez el maestro Humberto Costantini.

Cuando estaba internado, preguntaba por el perro y las dos gatas, seres a los que les hablaba como a cualquier vecino, preocupado por si después de tantos dìas lo reconocerían, y solo cuando lo sacamos del hospital, nos confesò extasiado por la luz de la calle, que habìa pensado que no volverìa a verla màs.
Una tarde, mientras dormìa una siesta le robaron el walkman con el que escuchaba a Rivero y a Sosa, el celular y los documentos con unos pocos pesos que le dejamos para el alquiler del televisor. Su preocupaciòn era que en la cartera estaban los documentos de la moto y cuando volviera a casa no podrìa andar porque si lo paraban se la secuestraban.
Con la moto tuvo dos o tres accidentes memorables. Una noche se llevò puesta y a velocidad una montaña de arena que habìan dejado en la calle. La moto se clavò, èl siguiò de largo algunos metros. Volviò a casa lleno de arena. Yendo a la fàbrica donde trabajò hasta que se jubilò, cruzando un paso a nivel, se le fue de costado. La gente se acercò a saludarlo y su respuesta fue: "Yo siempre me bajo asì". Cerca de casa lo atropellò un auto que venìa contramano. El golpe fue duro y sangraba por la cabeza porque el casco lo llevaba para proteger el codo nada màs. Cuando la ambulancia lo levantò, ni bien hizo unas cuadras y mientras limpiaba el piso manchado con su propia sangre le dijo al chofer: "Doblà en la pròxima y dejame acà nomàs que me vuelvo a casa caminando..."
Un hombre de estas caracterìsticas no se banca que sus hijos lo ayuden a pararse, a bañarse, a vestirse. Un hombre en estas circunstancias se siente un estorbo. El dìa que le daban el alta, se mareò en el baño del hospital a la mañana y se diò un golpe contra los azulejos que le abriò la cabeza. No dijo nada. Pasò una enfermera y lo viò leyendo el diario sentado en la cama lo màs tranquilo mientras tenìa ensangrentado el lado izquierdo. La enfermera le preguntò què le habìa pasado. "Me caì. No diga nada, me siento bien. Sino no me van a dejar salir..."

Según Brian Weiss “no nacemos en nuestra familia por accidente ni por casualidad. Elegimos las circunstancias y preparamos un plan para nuestra vida, antes incluso, de ser concebidos. Podemos llamar destino a los hechos que van desarrollándose después de que los hayamos elegido”. Es quizás solo una teoría, que justificarìa porquè Ana, Teresita y yo fuimos sus hijos. Nuestra elección fue la mejor.

Amigos

Hèctor y Roberto se hicieron amigos de adolescentes. Y con unos años màs sobre los hombros, trabajaron los dos haciendo el reparto del almacèn de barrio, propiedad de los padres y tìos de Hèctor.
Cargaban los pedidos en una motoneta de dos tiempos y tres ruedas, con caja y cabina cubiertas, y el juego que practicaban a diario, como para templar la audacia y agregarle acciòn a la rutina, consistìa en que una vez acomodados los productos en la mesa de la cocina del cliente, ambos corrìan hasta el vehìculo estacionado en la entrada de la casa y el que llegaba primero, no solo se sentaba al manubrio, sino que ademàs le daba arranque y salìa disparado a la màxima velocidad que le permitìa esa joya hoy prehistòrica. El segundo debìa tirar en la caja el canasto y treparse como pudiera, la mayor parte de las veces andando ya, lo que hacìa que la motoneta se parara en sus patas traseras cuan brioso corcel, acrobacia que hoy serìa interpretada como un "Willy". Nadie puede imaginar como se mezclaban las cosas y los pedidos con cada una de estas piruetas. Cuentan algunos testigos que una vez vieron doblar en una calle del barrio a la moto con ambos encima, inclinada totalmente sobre su lado derecho, apoyada unicamente en una de sus dos ruedas traseras y que el que iba atràs, cumplìa la misma funciòn que la tripulaciòn de los veleros en una regata, haciendo de contrapeso para que no se inclinara totalmente. Entre ellos y los hermanos Malerva y sus pruebas circenses, no habìa mucha diferencia.
Ambos se casaron y tuvieron hijos. La vida quiso que fueran taxistas los dos en distintas paradas cercanas a la estaciòn de trenes de Olivos, separados por escasos metros de diferencia.
Fueron grandes cosechadores de anècdotas.
Roberto tuvo una pulmonìa, que se transformò en pleuresìa y debieron punzarle un pulmòn para extraer el lìquido. Tuvo que guardar cama y soportar en esos años un tratamiento complicado.
Los taxistas viven de lo que generan a diario con su trabajo, no tienen reservas ni seguros que cubran estos casos y con dos hijos Roberto se veìa en problemas.
Hèctor lo visitaba todos los dìas.
Hèctor hablaba de cosas y momentos del trabajo, lo distraìa, y en el momento indicado y preciso en que nadie lo observaba dejaba un dinero doblado en un cajòn de la mesa de luz.
En esa casa nunca faltò ni sobrò nada y en esos dìas tampoco.
Hèctor se tuvo que ir a vivir con su familia a Rosario. Roberto no dejò de visitarlo y en su honor lo nombrò padrino de confirmaciòn de su hijo mayor.
A ambos la vida le trajo sus huracanes y ambos tuvieron siempre en el otro un lugar donde resguardarse hasta que amaine.
El corazòn de Hèctor dijo basta hace unos años.
Cuando Roberto empezò a verse en problemas por una diabetes jamàs tratada, Yolanda, la viuda de Hèctor, se acercò a su casa con el mismo gesto de solidaridad que su marido habìa tenido 40 años antes y en su nombre, como si hubiese recibido algùn tipo de recado.
Roberto repasa su fortuna personal, esa que no se delega en testamentos, la que empezò a ahorrar hace muchos años, cuando corrìa hacia una motoneta entre risas y gritos tan conocidos como inolvidables.