En las alturas



Espantó la pesadez húmeda de la tarde con un ademán brusco de su mano derecha como si se tratara de un molesto moscardón. Con la noche encima tuvo la paciencia de contar las estrellas y al clasificarlas les resultaron tan poco creíbles como insuficientes. Este trabajo de creador y de Dios, de responsable de todas las cosas tenía momentos como éste en el que el tedio nubla las decisiones importantes. Entonces, furioso como una tormenta, arrancó la hoja de la máquina de escribir de un solo tirón para arrojarla en el cesto de basura y dedicarse de lleno a hacer un crucigrama que tanto lo apasionaba.

Marcha


Por cada vuelo de la muerte y cada mesa de torturas.
Por cada parto y cada expropiación.
Por cada disparo, por cada fusilamiento y cada operativo.
Por cada grito, cada dolor y cada venda.
Por cada traslado, por cada miedo y cada resignación.
Por cada desconsuelo y cada espanto.
Por cada gota de sangre y cada lista.
Por cada nombre.
Por cada tajo.
Por cada celda, por cada noche y cada lágrima.
Por cada bala.
Por cada fosa.
Por cada olvido.

La balsa



Algunos, y no somos pocos, durante años hemos construido una balsa para tiempos de tempestad y de zozobra. Las armamos sin querer, naturalmente, con mucho amor.

Las balsas de madera se mantienen a flote gracias a la unión de los troncos que como una red la constituyen. Nosotros no utilizamos troncos. Para mantenernos a flote, para el armado de nuestra pequeña embarcación, nosotros elegimos muchos libros maravillosos, esos que dejan huellas en el alma, cientos de discos tan preciosos que aún siguen sonando de manera aleatoria y permanente en nuestro interior como la primera vez, películas conmovedoras que nos han emocionado, obras de teatro que aceleraron nuestro ritmo cardíaco.

En tiempos de pestes y calamidades uno puede recurrir a la balsa y con ella navegar tocando la guitarra, el piano, la trompeta, leyendo o releyendo una novela, escribiendo una carta a un amigo, viendo una película que no aprovechamos mientras la proyectaban en una sala de cine, aprendiendo a tocar esa canción que siempre tuvimos pendiente.

Yo me subo a mi balsa, por ejemplo, y escribo cosas como ésta.

Los caramelos del juez



Miró por la ventana del living a los periodistas apostados en la vereda, las cámaras de televisión, algunos vecinos y los curiosos atraídos por la escena y el fragor que interrumpió la paz del barrio. Estaba solo.

Pronto llegaría el fiscal y sus asistentes, ingresarían con él a su despacho en la planta superior, tomarían unas fotos, harían preguntas. Observarían sobre el escritorio de roble el crucifijo de plata con base de mármol bendecido por Su Santidad a mediados del mil novecientos setenta y ocho.

A ese despacho llegaban de su mano sus dos nietas pequeñas como parte del ritual de los domingos después del almuerzo. En el segundo cajón de la derecha del escritorio esperaban puntualmente las golosinas. En el primero estaban las hojas membretadas del Honorable Juez de la Nación.

Hoy, veinticinco años después de aquellos domingos está solo rodeado de personas que no conoce. Según el expediente labrado en manos del fiscal competente sus dos nietas denunciaron que luego de los almuerzos familiares de su infancia el honorable juez las conducía de la mano a su despacho, las sentaba en las rodillas y en el juego de abrir y cerrar el cajón de las golosinas abusaba de ellas.

Un tal Polo




Estaba decidido. Tuvo la misma determinación que días anteriores cuando quemó documentos, cartas, fichas, legajos. No fue necesario deshacerse de un diario personal. Sus crímenes inconfesables estaban muy presentes en la historia de una familia envenenada por la tragedia. Su derrotero criminal excedió su oscura existencia en este mundo y el final que se acerca y no merece. Todo fue planeado hasta aquí.

Su padre, el prestigioso escritor, pidió por él clemencia de rodillas ante Hipólito Yrigoyen. Iba a quedar preso por abuso de menores en el reformatorio que él mismo dirigía. Su padre quería evitar que se manchara el apellido Lugones. El gesto de Yrigoyen con su indulto, lo pagaría con “La hora de la espada” y su participación como intelectual en el golpe de Estado de 1930. Le habría ahorrado dolores a la humanidad si no hubiera intercedido. La mente de ese hijo ya había dado señales inequívocas en la adolescencia cuando practicaba zoofilia con las gallinas y en el momento del orgasmo les retorcía el pescuezo.

Su padre no imaginó que ése hijo sería algún día el jefe de policía que, vigilándolo y persiguiéndolo, iba a descubrir su adulterio para luego extorsionarlo, induciéndolo al suicidio redentor que finalmente sucedió.

Su nombre adquirió una fama muy distinta a la de su padre cuando introdujo en la cárcel de Las Heras la picana eléctrica que él mismo accionaba en los interrogatorios con los presos políticos de la Revolución libertadora.

No se enterará que, unos años después, ese artefacto de tortura se aplicó contra una de sus hijas, militante montonera, en un centro de detención clandestino donde murió.

Los orificios de balas en las paredes comprueban qué tipo de desastres pueden acontecer con una pistola en manos de un suicida que sufre de Parkinson. Los diarios omitieron esos detalles. Antes, también intentó matarse con el gas poniendo en riesgo a todos sus vecinos.

Signados por el destino del suicidio como única vía de escape, los Lugones fueron rindiéndole homenaje al tristemente célebre libro La hora de la espada.