Osvaldo permanecía inmóvil en el
sillón con la vista fija en la pared. Dos lágrimas redondas, perfectas cayeron y
se mezclaron con los cristales
brillantes de la copa hecha añicos en el piso. Francisco se acercó y
abrazó a Inés rodeándola con sus brazos por la espalda. El estremecimiento de
ella hizo eco en su pecho y el suave impacto de los corazones fue suficiente
para que pudiera dejar brotar su llanto. El tiempo se detuvo. Francisco e Inés
se consolaban en silencio. Ninguno de los tres atinó a juntar los vidrios. Se
quedaron abrazados contemplando el destrozo como señal luminosa de una tragedia
que acaba de revelarse. El sonido de los pasos de Osvaldo subiendo la escalera
los sacó del trance.
En medio de un silencio oscuro como
la noche se dividieron como siempre las últimas tareas antes de subir al
dormitorio. Inés le pasaba los platos y vasos ya secos para que él los acomodara en la
alacena. Fue Francisco quien enfrentó por primera vez el lugar vació en la
hilera de copas de licor. Sin decir una palabra se acostaron y se durmieron.
Durante años celebraron los tres, en
las noches de invierno, el ritual de beber una copita de licor después de la
cena. Mientras bebían conversaban sobre sueños, anécdotas y las pequeñas
historias vividas durante el día. En el invierno de la guerra Inés y Francisco
mantuvieron la ceremonia nocturna siguiendo las noticias que llegaban desde el
frente y rezando para que Osvaldo volviese al hogar sano y salvo.
Esta noche no había sido distinta a
ninguna otra. Allí estaban los tres saboreando el licor, sentados en el living
mientras afuera se escuchaba la tormenta. El estruendo de un rayo sacudió la
casa. Osvaldo, aterrorizado, dio un grito desgarrador y apretó los puños con
tanta fuerza que destrozó la copa que tenía en la mano. Luego se tiró al suelo
y quedó en cuclillas tapándose los oídos mientras temblaba. Inés y Francisco
corrieron a abrazarlo y darle consuelo.