Claveles rojos



Una lluvia de claveles recibió la entrada triunfal de Manolo Romero al ruedo. El matador saludó a la multitud con su montera y dedicó una especial reverencia con el capote a un sector de las gradas que acompañaba el júbilo reinante de vítores y aplausos con suspiros. El traje de luces y el gallardo porte le conferían al torero un halo de seducción irresistible.

Era un domingo de gloria en la plaza y el público acompañaba con aplausos y ovaciones las media verónicas y las fintas del matador. Los claveles rojos en la arena se confundían con los rastros de sangre del toro herido en el lomo por las banderillas. Un silencio tenso bajó de las gradas cuando el torero tomó su espada para esperar la embestida.

Al día siguiente una lluvia de claveles recibió a su paso el cortejo fúnebre del bravo torero.

No sé vos

Ilustración: Darío Parissi

No sé vos. Pero últimamente me levanto sintiendo que cargo con cien kilos en cada pie, y los arrastro hasta el baño para ir a enjuagarme la cara y probar si se me pasa, pero no.

Siempre he puesto mucho empeño en mantener el delicado equilibrio entre mi trabajo de todos los días, el que genera el dinero con el que pago las cuentas, y todo aquello que tenga que ver con la creación.

Trato de escribir todos los días. No lo logro siempre. Después de cargar con los doscientos kilos durante la jornada me cuesta quitarle el capuchón a la pluma estilográfica, encender la máquina, abrir el borrador de apuntes, enchufar el TASCAM.

Algo me pasa en la calle durante el día que me agrega peso a lo que ya llevo. Observo a la gente y la veo mal, como hacía mucho no la veía. Supongo que quizás tengan una sensación parecida a la mía. Se están quedando sin ganas, sin fuerzas o sin nafta.

No pude ingresar en la filosofía del “Sálvese quien pueda” ni desenchufar los sentimientos cuando veo familias en la calle, con niños, buscando en la basura.
No puedo ni consigo abstraerme de lo que sucede en este país ni en el mundo en general.

Hace algunos años, teníamos la secreta esperanza de emigrar a otros lugares donde las condiciones sociales eran mejores. Eso ya no existe. No solo porque nuestras edades son otras sino también porque el mundo que imaginábamos ha cambiado tanto y muchos países se parecen entre sí.

Nos están arrastrando.

Nos están llevando a los límites, nos prueban para ver hasta dónde llegamos, hasta donde da el exprimidor.

Cualquiera podría pensar que exagero y puede ser que esta lectura pesimista sea producto de un estado de sensibilidad latente, pero las últimas noticias en Brasil me han quitado mucha energía.

Todo lo que hace nuestro gobierno me cae mal. Los veo y no soporto su cinismo, su hipocrecía, su voracidad para quedarse con todo.

Todos mis amigos saben que no los voté ni los votaré jamás. Porque tengo conciencia de clase y polìtica y como lo expresé por escrito hace tres años, todos estos tipos representan a la más rancia y retrógrada oligarquía nacional, defienden los intereses de las mismas familias y corporaciones que nos han hundido durante años.

Para ayudarte a soportar las crisis están los consejos de Clarín, La Nación y TN, cómplices de este desastre social y de esta decadencia.

Están las recetas de los libros de autoayuda, escuchar música mientras caen las tormentas y los granizos, fumarse un porro o colocarse lentes de realidad virtual.
Lo que realmente funciona como bálsamo, lejos de ser la solución, es amucharse con amigos, familiares, gente querida y soportar el temporal abrazados.

No me resulta indiferente lo que le sucede a millones, lo que le pasa a mi vecino, a mi vieja y a los padres de mis amigos.

No observo desde lejos al que se quedó sin trabajo, al que le dieron de baja en el plan de salud.

He ido a todas las marchas que se opusieron a un acuerdo con el Fondo, a liberar homicidas, a recortar presupuesto. Esto lo hago porque creo que la democracia no se construye desde el Facebook ni yendo a votar cada dos años.

Sigo teniendo ideas, no me robaron el criterio como a los miles que vacunan a diario con la jeringa siempre venenosa de los medios.

Quiero estar en paz con que hice lo correcto oponiéndome al saqueo. Porque como decía San Martín: “Vale más un hombre gritando que millones callados”

El resto de las cosas bien, tirando.

Por la señal de la Santa Cruz


Llegaron con la cruz en el pecho los colonizadores. Por entonces, la Santa Iglesia Católica fue menos estricta porque cumpliesen al pie de la letra, como buenos cristianos, los diez mandamientos aquellos sacrificados hombres que traían la palabra de Dios.

Una inmensa cruz en su uniforme acompañó a los santos evangelizadores en las Cruzadas a Tierra santa.

Otro indulto llegó unos siglos más tarde cuando apareció de la mano del Diablo la amenaza roja del comunismo.

Algunos sacerdotes en mi país participaron con rosario en mano y crucifijo colgado del cuello en sesiones de tortura y simulacros de fusilamiento.

Los ministros de Dios confiesan sus pecados, se arrepienten y entre ellos se absuelven.

Las cruces más grandes las cargan los mismos Cristos de siempre.

Las huellas de mi abuelo



Recuerdo a mi abuelo con ternura y admiración. Solíamos quedar a su cuidado mi hermano y yo en los primeros tiempos de la separación de mis padres. Compartíamos con él algunas horas en la semana a la tarde y cuando mi madre tenía algún compromiso nos gustaba quedarnos a dormir en su casa.

Mi abuelo disfrutaba leyéndonos cuentos antes de dormir. Solía sostener el libro con una mano y apoyaba la otra sobre la mía hasta que el sueño me vencía. A mi me gustaba creer que era su nieta preferida.

Sus manos rugosas, llenas de cicatrices tenían un porqué y a él le gustaba contarnos sobre cada una de ellas de la manera más poética que hasta hoy conocí.
Cada huella tenía una relación con su pasado, un signo donde se reflejaban sus tiempos de trabajo de la tierra, de criar animales, de hacer leña en los crudos inviernos de la lejana Europa.

Recién en mi adolescencia me habló de esos números que tenía en su brazo derecho.

El mensajero


Recibió la bolsa ya organizada como siempre y por su experiencia calculó en el peso cuál sería su trajín de la jornada. Desde hacía días notó que habían regresado los tiempos de transportar y entregar malas noticias. Quince telegramas de despido la semana anterior y no sabía cuántos repartiría en ésta que comenzaba.

Pensó que este trabajo deja huellas de todo tipo. Él prefería a las que se consideraban gajes del oficio. La mordedura en la pantorrilla dejó una cicatriz profunda. El perró no aflojó y se llevó un pedazo de su humanidad. Lo atacó en la mitad de un corredor estrecho y no le dio tiempo a huir. El codo derecho rememora de vez en cuando la mañana de lluvia en la bicicleta y la caída contra el cordón de la vereda.

Duele más y arde por dentro el recuerdo del alarido de dolor de una madre que no tenía noticias de su hijo combatiente en Malvinas.

Son tiempos difíciles nuevamente. Ya no se envían cartas de amor, postales de viajes ni avisos para el retiro de encomiendas. El cartero llamando a la puerta es una señal de mal augurio.

Lleva muchos años caminando estas calles con su bolso al hombro, esperanzado con ser el que transporta una buena noticia.