Ella y yo disimulábamos siempre en aquellos
paseos, con nuestros ramos de flores en
la mano y un gesto de tristeza. Éramos dos
visitantes más entre la gente.
Durante semanas recorrimos metódicamente cada calle y nos deteníamos de tanto
en tanto frente a una sepultura, dudando y discutiendo, en voz baja y con
absoluto respeto, si lo habíamos encontrado, si poníamos fin a la pesquisa.
No nos importaba el tiempo. Daba lo mismo que
fuese un día soleado, lluvioso, frío o de un calor sofocante. Mantuvimos durante
meses el espíritu de nuestra ceremonia y el secreto de nuestra búsqueda.
Fue un domingo de julio a la tarde. Nos detuvimos
frente a una tumba de mármol con vetas rosadas. Leimos la placa lentamente, en
voz baja, probamos y degustamos su sonoridad, las sensaciones al pronunciarlo.
Micaela. Encontramos el nombre con que bautizaríamos a nuestra hija.