Una nota personal

 Cecilia Rodríguez me hizo una impecable nota para el diario El argentino. Si quieren descargar la revista, aquí dejo el link:

https://elargentinodiario.com.ar/2022/03/25/revista-cultura-argentina-2/













Un papelito doblado

 


La suerte también juega escuché decir una vez y el de aquella mañana, a un costado de la ruta 3, terminaría siendo el segundo sorteo importante de mi vida. El otro había ocurrido un año antes cuando la Lotería nacional dispuso que a la terminación de mi documento de identidad le correspondía el número setecientos ochenta, el cual fijaba mi destino por dieciséis largos meses en algún cuartel del ejército argentino. Así eran las cosas por entonces. Una vez al año el bolillero oficial de lotería marcaba con mayor precisión que el horóscopo y que las cartas natales si tenías la suerte de salvarte de cumplir con el servicio militar obligatorio porque te había tocado un número bajo o te correspondía cumplir con tu deber patriótico en marina, aeronáutica o ejército.

Cinco años antes experimenté la adrenalina que propaga por el cuerpo el suspenso de la sentencia del azar cuando la profesora de matemáticas daba vuelta hacia nosotros la libreta que contenía nuestros nombres y calificaciones, colocaba su dedo índice el algún renglón de manera aleatoria y luego la giraba para leer el apellido del condenado a pasar al frente a dar lección. La guillotina cayó sobre mí dos veces en un trimestre.

El frente que nos esperaba era bien distinto al de la clase. Estábamos en guerra con Inglaterra. Dos días antes habían llamado a todos los soldados que vivíamos cerca del Batallón de arsenales 601 Esteban de Luca para que nos presentáramos de manera urgente. Las movilizaciones al sur eran cosa de todos los días y mis padres me acompañaron hasta la puerta del cuartel sabiendo que podía marchar al frente de batalla. Cuando me despedí de mi familia enfilé hacia el portón de la unidad sin mirar atrás. Llegué tarde. El cupo de soldados estaba cubierto y subidos a distintos camiones pude ver a mis compañeros custodiando pertrechos, ropa, explosivos, armas que viajarían hacia Comodoro Rivadavia, base del continente desde donde partían los refuerzos militares a las islas Malvinas. Tomaron mis datos y me citaron para la primera hora del día siguiente donde saldría con otra columna de camiones.

La ceremonia fue la misma en la madrugada del día siguiente. Subí con otros compañeros a los camiones y partimos rumbo al sur. Algunos kilómetros antes de llegar a Bahía Blanca hicimos un alto en la ruta porque nuestros superiores habían recibido la orden de hacer regresar a dos camiones y a doce soldados. Los suboficiales al mando del pelotón pidieron voluntarios para el regreso. Nadie levantó la mano. Un poco porque la hombría nos impedía mostrarnos como cobardes ante los ojos del resto y otro poco porque teníamos la experiencia del cuartel que cuando pedían voluntarios para una tarea ésta terminaba siendo muy distinta a la que se anunciaba y era así que ante el pedido de un chofer o un mecanógrafo el voluntario se hallaba diez minutos más tarde limpiando las letrinas. Estos voluntarios para volver podían ser los primeros paracaídas argentinos que se vieran cayendo sobre las islas.

Pese al esfuerzo de los suboficiales que juraban que los que se ofrecieran volverían al cuartel nadie cambió de parecer y allí estábamos sentados observándolos y ellos sin saber qué hacer. Decidieron echarlo a la suerte. Tomaron uno de nuestros cascos y colocaron en él nuestros apellidos. Mi nombre apareció entre esos doce que debían regresar y minutos más tarde estábamos en un camión y a pocos kilómetros comenzábamos a tranquilizarnos cuando leíamos los carteles de la ruta que marcaban que la distancia a Buenos Aires se acortaba.

El pelotón de soldados que partió el día anterior al nuestro y el que viajó con nosotros permaneció en Comodoro hasta cuarenta y cinco días después que finalizara la guerra. Algún parte militar se extravió, nadie tomó en cuenta a ese puñado de soldados varados en un destino sin sentido, distraídos y golpeados ante la catástrofe de una derrota militar, el horror de la muerte, los prisioneros en manos ingleses, los heridos y una población que exigía que terminaran con la mentira y le dijesen la verdad.

Tres días antes del desembarco argentino en Malvinas mi compañía había sido entrenada para reprimir en el acto de protesta que se había programado en Plaza de mayo. Algunos compañeros ponían en el simulacro demasiado fervor patriótico impartiendo culatazos a diestra y siniestra. Igual que en la instrucción militar un año antes, me tocó formar filas junto a los perdedores. Una vez fui chileno, la otra cumplí el rol de guerrillero. Unos días después los soldados nuevos, formados en la plaza de armas saltaban de alegría ante la noticia de la toma de las islas durante la madrugada y los civiles que fueron a protestar a la plaza victoreaban el discurso que daba un general con varios wiskis encima desde el balcón de la casa de gobierno.

La suerte también juega. Meses después de la baja mi viejo me confesaba que en aquellas madrugadas en que me llevaba hasta el cuartel en tiempos de guerra estuvo tentado de seguir por la ruta Panamericana rumbo a Uruguay.

Un papelito doblado dentro de un casco de soldado me puso de este lado de la historia.