Cumpleaños


Su madre fue la encargada de organizar la fiesta de cumpleaños. Cuidó de todos los detalles con el mismo esmero y dedicación con el que escribió en perfecta letra cursiva las invitaciones. Fue estricta en la elección de los invitados. En esa casa no se admitían groserías, faltas de aseo o conductas impropias a las ideas de una familia profundamente cristiana. 

Pasó semanas observando desde las rejas en la vereda de la escuela el comportamiento de cada niño en el patio, tachando de la lista con que tomaba asistencia la maestra a todo aquel que fuese una mala influencia para su hijo. Sospechó repasando los nombres del algún origen judío, constató su elección escudriñando sus conductas sociales a quienes no tuvieran la formación de un hogar bien constituido. 

El tío Eduardo tomó las fotos del festejo, sobre todo aquella que repasarían, con el correr de los años, donde aparecen las miradas de los que rodearon la torta y sus siete velitas. 

La familia ve en el niño ciertos rasgos físicos y de carácter muy parecidos a sus hermanos mellizos, fallecidos unos años antes en una epidemia de sarampión. Su inclinación por los soldaditos de metal y su porte solemne ante los símbolos patrios auguran un futuro militar como el de sus mayores. 

El primero a su izquierda en la foto es Víctor, su compañero de banco, con quien conservó una amistad hasta la adolescencia. El segundo es Manuel, quien abandonó la escuela el año siguiente. A su derecha está Pablo, hermano de quien fue años después su primera novia. Le sigue Felipe al que, décadas después, selló su suerte con una decisión propia de su carácter. 

El destino quiso que forjara su temple para la toma de decisiones trascendentales para su país, que no sufriera por culpas o remordimientos. Antes que la amistad está la Patria. De Felipe queda solo esta foto. 

El cumpleañero es el único que no sonríe en la foto. El pequeño Jorge Rafael posee un espíritu de hierro.

Justicia sería


Justicia sería que pagaran
por los quinientos ochenta días de prisión,
por la muerte de Marielle, de los líderes de los pueblos originarios y de los campesinos sin tierra,
por su sudor racista, xenófobo y sus preconceptos discriminatorios,
por cada familia en la calle, por cada represión y cada bala disparada,
por cada joven sin futuro.


Justicia sería que indemnizaran
por cada acto irresponsable,
por cada insulto a nuestra inteligencia,
por cada mentira y cada calumnia divulgada,
por la inmensa vergüenza que nos inspiran en cada acto,
por cada noche de insomnio y cada hora de trabajo extra,
por cada desprecio.


Justicia sería que pagaran
por cada gota de odio esparcida,
por su maldita existencia,
por su intolerancia, su idiotez y su ignorancia,
por cada analfabeto,
por cada niño muerto de inanición,
por cada estómago vacío,
por cada anciano sin su medicina,
por cada abrazo trunco,
por cada tristeza y cada indignación,
por cada rabia contenida,


Justicia sería que probaran
de su propio odio y su propio veneno. 

Al final de la carretera


Acomodé en el bolso de mano un buzo con cierre y capucha por si en la ruta pasaba frío, evitando así el encendido de la calefacción del auto que siempre me adormece. Los ochocientos kilómetros que iba a recorrer, incluyendo una monótona recta de casi cien, me resultaban menos pesados que los minutos que iba a estar obligada a compartirlos con mi cuñado. Desde la muerte de mi padre, la relación con mi hermana se fue enfriando, y este viaje, en el que le estoy llevando algunas pertenencias, no era el mejor motivo para un reencuentro. Nadie sabía que había tomado la decisión de viajar. Todos pensaban que era una locura hacer un viaje en estas rutas. El auto estaba en perfectas condiciones, y yo mejor.


No le dije a nadie que viajaba para ponerme a salvo de consejos, sermones y malos augurios. Tenía la selección de música lista, la cigarrera abierta cerca de la palanca de cambios, con los cigarrillos al alcance de la  mano, y el lápiz labial. Como siempre, se hizo eterna la salida de la Capital. Me aguijoneaba el deseo de tener la carretera para mí y poder poner quinta velocidad y devorar el paisaje. No me gusta correr y soy de aquellas que disfrutan viajar en una velocidad crucero, para que me dé tiempo a maniobrar ante cualquier imprevisto.


Había planeado detenerme antes de que cayera la noche en la estación de servicio que elegí la última vez que viajé, beber un café expreso, cargar el termo de agua para el mate, chequear los mensajes en mi celular, llenar el tanque y seguir. La estación de servicios tenía unos pocos cambios a como yo la recordaba cinco años atrás, cuando cumplí con la promesa, hecha a mi viejo, de ir a abrazar a mi hermana. Pensé en él. Pensé en cuál hubiese sido su reacción si se hubiese enterado que el marido de mi hermana viajó a la Capital y totalmente borracho llegó hasta mi casa en la madrugada e intentó propasarse. Este episodio quedó como uno de los tantos secretos familiares. Bebí el café mirando por la ventana, rodeando la taza con mis manos casi congeladas. Ya empezaba a oscurecer y me quedaba por delante el tramo más duro del camino.


El cielo se pobló de estrellas. Hacía unos minutos que en la ruta no me encontraba con ningún otro viajero. Miré por el espejo retrovisor y solo encontré la negrura de la noche. A mi izquierda, a varios kilómetros, una luz con la que, según mi estimación, me cruzaría en unos pocos minutos; una luz que, muy lentamente, venía a mi encuentro. Parecía un camión. Bajé un poco el vidrio de la ventanilla para que entrara aire fresco, busqué al tacto un cigarrillo y el encendedor. En ese momento sonaba uno de mis discos preferidos: Close to the edge, de Yes. Pensé cuántas veces lo escuchamos con mi hermana en nuestra adolescencia. Volví a recordar las escenas del casamiento y las risas de mi padre.


Confirmé que lo que venía hacia mí era un camión. Me di cuenta por las luces rojas y azules que veía al costado del acoplado. La curva era larga y sus luces delanteras estaban altas. Le hice una señal con mis faros para que las bajara y su haz de luz parecía una linterna que apuntaba a mi derecha, pero que pronto llegaría sobre mí. Cuando quedamos de frente una ola luminosa invadió mi auto; luego una bocina estridente, grave y poderosa, de esas que preceden a las catástrofes inevitables. No veía más que la luz invadiendo todo el frente y fue un acto reflejo buscar la  línea de la banquina bajando la vista. Todo dio vueltas a mí alrededor. Fue parecido a un desvanecimiento hasta que la bocina del camión pasó a mi izquierda y se perdió detrás de mi auto. El volante vibraba como si transitara por camino de ripio; los ojos, cegados segundos antes por las luces del camión, se encontraron nuevamente con la oscuridad profunda de la noche. Levanté el pie del acelerador y  recuperé el control del auto. Tuve la sensación que mi corazón iba a saltar del pecho. Percibí olor a humo y me acordé del cigarrillo que había encendido minutos antes. ¿Habría caído en el piso del auto? ¿Había volado al asiento trasero? Detuve el coche a un costado de la ruta en una banquina estrecha. Encendí las balizas, la luz del interior y bajé del auto temblando. Estaba en el medio de un desierto. Las únicas luces eran las de las estrellas. Tomé el celular para llamar a mi hermana y poder descargar un poco de mi angustia. No había señal. Revisé el auto. No encontré la  colilla del cigarrillo ni su huella de humo. Volví al auto y aferrada al volante apoyé mi cabeza intentando calmarme para seguir. Me juré no volver a hacer sola un viaje como éste.


El siguiente sobresalto fue al girar la llave para poner en marcha el motor y que no respondiera. Me insulté a mí misma en voz alta y me imaginé que pasaría la noche allí. El auto se apiadó de mí y, sincronizado con la respuesta del motor, me volvió el ánimo. Regresé a la carretera lentamente; observé por el espejo retrovisor e igual que hacía adelante: no había una sola señal de vida. Me costó unos minutos recuperar la confianza para retomar la velocidad con la que viajaba hasta el encuentro con el camión. Pensé que por la forma de tocar la bocina el conductor se había asustado tanto como yo o que, quizás, creyó que yo me había dormido.

Se notaba la caída del rocío sobre el pavimento. Cada tanto algún pozo en la ruta me zamarreaba. Sabía que quedaba poca agua caliente en el termo y la salida a la intemperie y al frío de la noche, luego del susto, me provocaron ganas de orinar. No había una sola luz que anunciara la cercanía de un puesto donde detenerse. La aguja del combustible marcaba un poco más de la mitad, pero las ganas de encontrar un baño medianamente decente, tomar una buena taza de café, caminar un rato para estirar las piernas y fumar un cigarrillo se hicieron insoportables. Un zorro atravesó la ruta y rompió con la monotonía del paisaje. Miré el velocímetro y, para mi sorpresa, la aguja rozaba los ciento cincuenta kilómetros por horas. La ansiedad por llegar a un lugar donde pudiese detenerme había liberado el control y mis precauciones. Sopesé la posibilidad de parar y bajarme del auto a orinar pero el miedo a ser la víctima fatal de un típico accidente o la posibilidad de encontrarme con un animal salvaje me hizo desistir y tuve que recurrir a uno de los ejercicios respiratorios que aprendí en yoga para reducir el nivel de ansiedad. Estaba sola. Una soledad espesa e inabarcable. Los viajes siempre fueron para mí el pretexto perfecto para desconectarme, pensar en mi vida y dejar que la mente libre me llevara a su propio viaje. Así fue como vinieron a mí dos imágenes: la última Navidad todos juntos antes que mis padres se divorciaran, y otra sola y triste como ésta en un cuarto de hotel en Bruselas.


Un resplandor lejano me arrancó una sonrisa animándome. Eran cerca de las dos de la mañana y a los lejos se veía la luz de una estación de servicios o de un parador de micros donde seguramente conseguiría un baño y una taza de café negro y caliente. Tuve la idea de comprar un chocolate que me ayudase a mantenerme animada en momentos del viaje como éste y pensé que si no me sentía con fuerzas suficientes para seguir pasaría el resto de la noche en el auto para reemprender el viaje con las luces del día. Una suave bifurcación en la ruta era el ingreso a la estación de servicios.


Ingresé a baja velocidad sintiendo el ruido de las piedras en los neumáticos. Era una mezcla de gasolinera y parador con ocho surtidores y un salón muy iluminado con mesas cubiertas con manteles. Me costó encontrar un lugar para estacionar. Esto era una buena señal. Dice la sabiduría popular que los mejores lugares para comer son los que eligen los camioneros. El estacionamiento no estaba bien iluminado. Bajé del auto con la cartera y el termo. En el camino hacia los baños me topé con algunos perros viejos, sucios pero bien alimentados. Rodeé el salón echándole un vistazo rápido al interior por una de las ventanas laterales. Me dio la impresión que me iba a costar trabajo encontrar una mesa libre. Fui al baño de damas y tuve que encender la luz. La higiene del lugar era mucho más aceptable de lo que me había imaginado. Jabón líquido, un rollo de papel y el inodoro con tabla, aunque, como aprendí de mi madre, allí no iba a apoyar mis muslos.

Entré al salón por una de las puertas laterales más angostas y apenas la puerta se cerró detrás de mí el murmullo del ambiente se hizo silencio. Solo la música, una milonga sureña, y la máquina de café siguieron sonando. En los segundos que duró el silencio me observaron y esta incomodidad me hizo bajar la vista y caminar directamente a la barra para pedir agua caliente para el termo y un café doble. El murmullo de las conversaciones regresó y sentí alivio. El hombre que atendía el mostrador respondió a mi saludo, escuchó mi pedido mirándome fijamente como si necesitase traducirlo a otro idioma y con un ademán simple me indicó la única mesa libre donde me alcanzarían el café doble y el termo con agua caliente. Dejé la cartera sobre la mesa y me senté. Recorrí el salón con la mirada. Grupos de hombres sentados alrededor de las mesas conversaban animadamente. A vuelo de pájaro calculé unas cincuenta personas. Tres mujeres solas como yo bebían algo y miraban hacia la ruta. Una de ellas me observó mientras pegaba sus labios a una taza y, antes de apoyarla en la mesa, me sonrió con un gesto de comprensión y camaradería. Un hombre se levantó y se dirigió hacia la mesa donde se encontraba otra mujer y le dijo algo en voz baja, que ella respondió con un gesto negativo y bajando la vista como si se avergonzara. El hombre volvió a la mesa con sus amigos arqueando las cejas y sonriendo. Tuve la sensación de que podía llegar a ser una odisea volver al auto sin sufrir algún tipo de acoso o situación desagradable. La puerta de entrada se abrió y un hombre joven de gorra, campera de jean y pantalones oscuros recorrió el salón con la mirada y se detuvo al verme. Nadie lo saludó y con decisión fue sorteando parroquianos caminando hacia mí. El mozo me sirvió el café junto con un par de sobres de azúcar. Cuando se retiró el recién ingresado al comedor, un hombre de unos treinta y cinco años, se quitó la gorra y me dijo: “Señorita, esta ruta no es para que anden mujeres solas”. Sin responderle nada y tratando de aparentar serenidad e indiferencia a su comentario, acerqué la taza a mi boca y probé uno de los cafés más deliciosos que bebí en mi vida. El hombre se calzó la gorra y giró sobre sus talones para caminar rumbo al mostrador. Le dijo algo al que atendía la barra apuntando hacia mi dirección con el dedo pulgar. El hombre dejó de mirarlo y me miró. Le dijo una frase corta y pasó un trapo sobre el mostrador. El hombre de gorra pidió algo y volvió a observarme. El resto de la gente conversaba como antes de este incidente.

Cada vez que miraba a la barra sorprendía al hombre de gorra observándome. Desvié la mirada hacia la ventana más cercana, saqué el celular de la cartera e hice todos los ademanes de estar hablando con alguien. Quería hacerle notar que alguien me esperaba mientras pensaba cómo saldría del lugar sin que él me siguiera. Afuera solo se veía la luz de algunos faroles, la sombra de los camiones y un par de autos. Mi plan había fallado. No tendría la posibilidad de caminar un poco y fumar tranquila en aquella playa de estacionamiento. Pensé en llamar al mozo, contarle que aquel hombre me observaba y preguntarle si sería tan amable de acompañarme hasta mi auto estacionado a unos veinte metros. Respiré hondo para recuperar la serenidad y oxigenar el cerebro embotado. Si éramos cuatro mujeres solas allí sentadas, ¿por qué me eligió a mí y no a ninguna de las otras tres sentadas tan solas como yo? ¿Por qué tenía la sensación de que conocía a ese hombre de otro sitio? ¿Quiso asustarme con su comentario?


Clavé la vista en el celular y llamé a mi hermana. Sonó varias veces y la llamada cayó en el contestador. Chequee los correos y todos los emails eran de temas laborales sin importancia. Recordé que mis compañeros tampoco sabían que yo estaba viajando. Me angustié. Me di cuenta cuán vulnerable era, como me había expuesto en esta aventura y que jamás había considerado pasar por una situación semejante. Había borrado el teléfono de mi cuñado. No tenía posibilidades de comunicarme con mi hermana de alguna manera, aunque sea recurriendo a él. Se me hizo un nudo en la garganta que no disolvía el café. Miré al techo del salón buscando una idea, tratando de calmarme. El hombre de gorra acodado en la barra me seguía observando con una expresión que no era de conquista, era un semblante de enfado. Pensé qué pasaría si lo anticipaba en su plan e iba a su encuentro para preguntarle si me confundía con otra persona o si nos conocíamos de otro lugar porque me había dado cuenta de que no me sacaba los ojos de encima. Las piernas no me respondían y tuve la certeza de que en el trayecto hacia donde él se encontraba iba a claudicar en mi intención y sería peor. Como una niña, una huérfana, una desamparada, sentí la necesidad de apretar con fuerza la mano de mi padre como en aquellos tiempos en que me llevaba a la escuela. Cerré los ojos y pensé en esos momentos anclados en el pasado. Un zumbido extraño flotaba en mis oídos. La puerta de entrada se abrió y para mi alegría vi entrar por ella a mi padre sonriéndome. 

Carta a Jesús de Galilea


Querido Jesús:

Te fuiste hace dos mil años prometiendo un regreso que no te recomiendo.

Triunfaron los mercaderes y se quedaron con los templos. Hicieron posible este cambio de dueños muchos impostores que aseguraban seguir tus enseñanzas.


Desde que te fuiste sucedieron tantas guerras que ya perdí la cuenta. A dos de esas guerras las llamaron mundiales pero no las confundas con competencias futbolísticas que se celebran cada cuatro años. Le dicen mundiales porque era un berenjenal de todos contra todos donde murieron muchos pobres y ganaron unos pocos ricos.


Si te horrorizaste con la crueldad de los romanos, te cuento que han ido perfeccionando sus métodos para provocar dolor, degradación, deshumanización.


Tus fieles suelen tener sentimientos ambiguos. Se arrancan los cabellos clamando por un feto pero están a favor de la pena de muerte de otros adultos.


Tus ministros bendicen las armas. Caete de culo, así como lo lees. Y así como planificaron la Santa Inquisición, participaron de escenas de tortura. Imaginate vos en las mazmorras romanas escuchando a un sacerdote que te susurra al oído que en nombre de Dios te conviene hablar y pasarte al bando de Judas Iscariote.


Le llaman Santa a la tierra que vos pisaste pero a pocos kilómetros de ése lugar todos los días tachan el cuarto mandamiento.


Tu reino debe estar superpoblado porque abundan los pobres y no recuerdo la relación aquella de los ricos, los camellos y el ojo de la cerradura. Creo que la imposibilidad de acceder al cielo por sus acciones los condujo a construir sus propios paraísos fiscales.


A tu padre lo nombran a cada rato y eso que Él advirtió que no lo molestaran por sonseras.


¿Es cierta la existencia de tu Evangelio? Mucha gente lleva colgado al cuello el elemento de tortura con el cual terminaron con vos.


Hay quienes sostienen que con tus parábolas fuiste el primer socialista. Debiste ser más claro para que no se aprovechen los vivillos de siempre para darles una interpretación distinta al mensaje original. Por ejemplo, aquello de “Dejad que los niños vengan a mí”, lo utilizaron muchos sacerdotes con otros fines.


Los primeros mandatarios de cada país acuden a las iglesias como parte del protocolo y piden la bendición para sus aberrantes acciones de gobierno.


Acá se te extraña bastante. Tu imagen sigue firme en el morro de Río de Janeiro pero abajo, la horda de evangélicos, te considera pasado de moda.

Nosotros seguimos con vos.


Un abrazo,

Una mezca o una ensalada


Este blog fue creado en el 2006 aproximadamente con la idea de recopilar toda mi producción en humor, ficción, etc.
Se fueron sumando elementos de diversas índoles y géneros, incluso algunos videos. Luego apareció el blog sobre mis experiencias en liderazgo que por supuesto merecen su lugar diferenciado.
Aquí llegaron por distintos afluentes distintos textos. Hay canciones que nunca aparecieron aquí.
Hoy dejo alojado un video tomado con mi celular y que por sus características deberíamos tomarlo dentro del campo del material humorístico. 




La redada


Escucharon el ladrido de los perros y dejaron de cenar. Los cuatro intercambiaron miradas expectantes. Juan tomó la iniciativa y se acercó a la ventana corriendo con cuidado la cortina para observar al exterior de la casa. Alertó al resto que se veían luces de linternas acercándose hacia ellos. Lucho corrió a apagar las luces de la casa mientras el resto iban por las armas. Unos sonidos metálicos anunciaron la carga de proyectiles en las recámaras.



En silencio cada uno de ellos pensó en los cabos sueltos y en una posible traición. Sin pronunciarlo, a todos se les hizo presente el mismo nombre. Lucho soltó un insulto mientras las luces se acercaban trazando líneas sobre las cortinas cerradas. Juan se apostó a un costado de la puerta de entrada y los otros tres debajo de las ventanas. Golpearon suavemente. Juan preguntó quién era y solo hubo silencio. Volvieron a golpear y se oyó la misma pregunta sin respuesta.



Dispuesto a todo o nada, Juan abrió la puerta ocultando el arma martillada. Lo observaban rostros escalofriantes, con profundas cicatrices y cierto brillo demoníaco. Los seis niños cumplieron a la perfección con el ritual de Halloween.

Hizo frío anoche


Hizo frío anoche,

ese frío que lastima como daga.

Quizás fue una señal, un fenómeno provocado

y nosotros, distraídos, lo ignoramos.


Mi carta no llegó antes de que partieras,

te fuiste sin leerla,

no es importante ese detalle.

Las cartas son energía en papel que nunca se pierde.


Escribiéndote, hice un inventario de otros días,

de tus viajes y nuestras esperas,

de nuestros viajes y tus bienvenidas.


Nos escribimos muchas veces

y aquella que no llegó fue mi última carta para vos

La escribí sobre ésta mesa,

la doblé a mi estilo,

ese doblez que te encantaba.

Se que las releías

con el mismo cuidado que mi inventario.


No tenía nada para decirte que no supieras,

la última emoción la sellé en aquel abrazo,

Hizo frío anoche,

ese frío que lastima como daga.

Cyrano en la colimba


En mis días de conscripto fui asistente de un capitán del ejército. Después de la formación prestaba servicios en la oficina de logística del batallón donde también trabajaban civiles. Allí contaba con mi verdadero arsenal: papel en abundancia y muchas robustas y amadas Olivetti Lexicon 80, máquinas de escribir que por su peso podrían considerarse como armas de guerra.

Un compañero, el soldado Di Pascua, conociendo mi inclinación por las letras, me encargó una carta para su novia. Nuestras salidas de franco por entonces eran esporádicas y él quería que su novia se enterara de su vida en el cuartel.

La misma tarde del encargo, aprovechando la soledad de la oficina, me dispuse a escribir con fervor y patriotismo, ingredientes necesarios en un soldado argentino según nuestros superiores.

Aprovechando una serie de símbolos de la tipografía, unos espacios después del encabezado, escribí que era tal mi emoción que la máquina funcionaba expresándose a su manera, y ahí nomás dos renglones de esos extraños caracteres. Describí con mi estilo los días en el vivac, las carpas de campaña para treinta y seis soldados, el entrenamiento militar, el orden cerrado, las marchas y la vida como recluta, nuestra mirada sobre los oficiales y suboficiales. Cerré los párrafos humorísticos con una hilera de símbolos y escribí unas ocho líneas en tono poético.

Esa noche, antes de ir al comedor por nuestra cena, la leí bajo la luz de un farol rodeado de compañeros. Las risas llamaron la atención del suboficial de semana, un Cabo primero que se ocupaba de despertarnos a diana, ordenarnos dormir y cumplir con el horario de todas nuestras actividades. El cabo se acercó a nosotros sigilosamente y me arrebató la carta de las manos y se dirigió con ella al casino de suboficiales.

Luego de cenar, ya en la cuadra, nos ordenó que en remera y calzoncillo, listos para dormir, nos paráramos al pie de la cama mirando hacia donde se encontraba él para que el soldado Di Pascua nos leyera la carta que le había escrito a su novia. Di Pascua no dudó un instante en decir que él no había escrito esa carta y el cabo primero dudó menos que Di Pascua en preguntar por el autor. Di Pascua pronunció mi apellido. Al llamado del suboficial salí de la formación y me dirigí a donde se encontraba. Lea, soldado, dijo. Levanté la vista y vi ciento cincuenta pares de ojos formados en hilera mirando hacia mí y la dificultad de tener que explicar los signos extraños con los que comenzaban la carta.


Arremetí con buena voz esperando que el suplicio pasara pronto. Escuchaba risas tímidas al principio y cada vez más estridentes a medida que avanzaba en el texto. Alcancé a ver en algunas pausas obligatorias por las risas que tapaban mi voz que algunos soldados se agarraban de las camas doblados por la tentación. Llegué a la línea divisoria con la parte poética y personal y me detuve. Me di vuelta mientras los soldados aplaudían y el cabo primero se secaba las lágrimas producidas por la risa. Le entregué la carta y ordenó que nos acostáramos para dormir.

El cabo le ordenó a Di Pascua que lo asistiera con el parte en su dormitorio. Allí conversaron.

-Cómo me hizo reír ese hijo de puta -comentó el Cabo.
-Escribe muy bien, sobre todo la parte en serio.
-¿Hay algo que no leyó? Encendé la luz para que se levanten todos.
-Por favor, mi cabo primero, yo se la leo pero si se enteran los soldados me van a matar.
Y le leyó el texto que faltaba.

A la mañana siguiente nos despertó con el silbato, nos hizo vestir y tomar los elementos de rancho para salir al campo a buscar el mate cocido y el pedazo de pan con el que desayunábamos. Escuché a mis espaldas cuando salía: “Molinari, venga!”
-Ordene mi cabo primero! -le dije parado firme en posición militar.
-Me leyeron anoche la parte que no leyó -me dijo esperando algún comentario que a horas tan tempranas no se me ocurrió.
-A partir de ahora usted va a ser el que le escriba las cartas a mi novia. Yo le voy a ir contando las situaciones y usted escribe.
-Si, mi Cabo primero.
-Salga a desayunar.


Los días siguientes, cuando cumplía funciones como nuestro suboficial de semana y por alguna razón nunca justificada nos hacía correr por el campo y tirarnos cuerpo a tierra, yo caminaba a su lado con un borrador y un bolígrafo tomando nota de las cosas que me contaba sobre su novia y la familia. Los soldados corrían por el campo mientras yo escribía. A la tarde redactaba la carta y se la entregaba.


Días más tarde, después de la formación, me llamaba aparte de y me decía: Matamos. Bien soldado, continúe así. Al trabajo.

No tengo idea cuánto tiempo prosperó esa relación. Creo que la primera dificultad surgió el día que ella le pidió una carta y yo ya no era soldado del cuartel.

El humor y yo Parte II


Me gusta escribir no solo humor pero disfruto especialmente con esa maravillosa visión de la gente riendo.

Para mí el humor tiene dos coordenadas: la ética y la estética.

No hago reír con material del cual pueda avergonzarme. El disparo del humor tiene como blanco al victimario, nunca a la víctima. No elijo al más débil para atacarlo sino al poderoso, al invencible, al ganador de siempre. No hago chistes sobre los empleados de Mc Donalds como algunos standaperos. Voy sobre la cadena que los tiene como empleados. No me río de los indios, ataco a sus asesinos.

No practico humor antisemita o racista. No me da lo mismo trabajar sobre cualquier tema. Tengo predilección por la historia y la política, pero también me gusta reírme de aquellas cosas que nos pasan todos los días, me encanta reírme de las instituciones, ponerlas en otro lugar.

Escribo con una posición tomada, desde un lugar, desde una perspectiva. Esa perspectiva me la dieron mis maestros, los libros y mis amigos, la gente con la que me siento honrado por su compañía.

Hace poco publiqué un chiste que trajo la pregunta si se puede hacer humor sobre cualquier cosa: No. El humor según Freud es tragedia más distancia.

En ese chiste comparo a un personaje siniestro como Mengele con la política económica. No me río de los judíos asesinados. Exagero (que es otra clave humorística) sobre un nivel de criminalidad. Sostengo dentro de mis pensamientos que no hay criminales mayores que los ministros de economía, que con una firma mandan a millones al infierno, ni mafia más grande que los laboratorios y las compañías de salud, ni ladrones con mayor nivel de sofisticación que los bancos. Los políticos son solo marionetas de un poder aún más grande y los critico desde sus miserias, bajezas, promiscuidad.

Creo que el artista debe decir algo frente a lo que sucede. Algunos con su guitarra, otros con su micrófono, con su cámara, con su pincel, con su block de notas.

No hay nada más serio que el humor.

El 9 de julio aquel y éste


Recorriendo esta casa pensé que aquí mismo pudimos estar nosotros con el Mejor equipo de los últimos 50 años, porque cuando un pueblo está decidido a ir en una dirección no hay vuelta a atrás y ésta casa no tiene patio de atrás, tiene éste que nosotros vemos.
Hoy vemos esa época como muy lejana, también vemos a esas mujeres del cuadro de la Independencia como próceres inalcanzables, algo que nosotros no podríamos hacer aunque contemos con un Messi como Toto Caputo que te agarra un banco y te hace una escalinata. Eran personas con incertidumbres como nosotros o piensan que no se angustiaban al tener que separarse de España y pelear la tenencia de los hijos y la pensión alimenticia?
Se jugaban mucho entonces, como nosotros nos la jugamos ahora. Porque llevar a cabo una transformación grande como la Independencia o el Paseo del Bajo, o el Metrobus o los paso a niveles de los trenes no es de un día para el otro. Una transformación tan grande, como la que hizo Pichetto, por ejemplo, que pasó de insultarnos 15 días antes hasta entender la transformación y ponerse de nuestro lado no es para cualquiera. Yo mismo me encuentro parecido a Juan José Paso, porque cuando me preguntan algo que no sé, digo inmediatamente Paso, recordando al prócer.
Cambiamos de raíz muchas cosas y por las tormentas y los vientos los árboles nos quedaron un poco torcidos pero ahí están.
Ellos tenían que definir una Constitución, tomar decisiones, pensar si línea de cuatro en el fondo o línea de tres para los partidos bravos que nos tocan en la Libertadores.
Pichetto, como Belgrano miró al futuro dejando el barro de la política. Marcos Peña, como Monteagudo, planificó estratégicamente la política. Nos parecemos a ellos. Ellos tuvieron que hacer una Constitución, nosotros hicimos una estación en Constitución que es para sacarse el sombrero, qué pena que no tengo fotos acá para mostrarle a los tucumanos. Me comió la memoria del celu los últimos goles que me filmé en los picados de la quinta.
Yo veo a esos hombres de 1816 muy parecidos a nosotros. Ellos cambiaron el futuro, igual que nosotros, ellos gritaron somos imparables, igual que nosotros, ellos tenían sueños, igual que nosotros que ayer nos acostamos tarde y tuvimos que madrugar para venir hasta acá.
Somos personas de carne y hueso, ayer no había superhéroes y hoy tampoco. El hombre araña es norteamericano y a veces dudo que se cuelgue así de los edificios. Pero tuvimos a San Martín que cruzó la cordillera siempre saludando a todo aquel que se le cruzaba como buen granadero que fue.

La independencia era para siempre. La libertad era para siempre y si entendemos esto, no durarán en querer que nosotros nos quedemos para siempre.
Viva La Patria. Adelante con las empanadas.

La conversación



Cuando me iba, a unos diez metros de la puerta de calle, escuché que ella, que todavía no había entrado a su casa, me hacía una pregunta. Quería saber si había dicho algo. Yo me había marchado en silencio pero dudé si contra mi voluntad, algún pensamiento tomó una forma audible. Le respondí que no, me despedí y continué caminando.

Al llegar a la parada de colectivos repasé la conversación que tuvimos en busca del secreto revelado. Tuve la sensación que el nudo de nuestra charla era la punta de un iceberg que comenzaba a derretirse.

Habíamos transitado juntos, en ese viaje al pasado, un pasillo oscuro. Las puertas laterales de un corredor estrecho vedaban el acceso a escenas de otros tiempos. Ella por un lado abría las suyas y yo por el mío las que estaban de mi lado. Ninguno de los dos alcanzó a contar todo lo que vió. Faltaban palabras y las pocas que alcanzábamos a decir se tropezaban con las emociones.

Cada retazo de la historia en común tuvo su lugar en distintas casas y las mudanzas que hicimos en aquellos años no trasladaron en sus cajas las memorias y las fechas. Borré de mis recuerdos un año completo, quizás el más triste, y mucho de lo que me contó sobre mí, mis acciones y mis palabras parecían el retrato de otra persona que, si la tuviese enfrente mío la aborrecería.

Entendí que aquella pregunta que ella me hizo al despedirnos era el eco de un llamado que yo no escuché en el tiempo en que se emitió y volvía como un eco triste y apagado desde algún lugar que ya no transitàbamos.

Volar



Viajar es también un ejercicio a la reflexión. La empresa aeronáutica te convoca por los altoparlantes a formar filas para que el embarque a la aeronave sea organizado, incluso el ticket tiene una indicación que dice Zona para que te ubiques en la fila de prioridades de acuerdo a la ubicación en el avión. Cuando terminás de recorrer el pasillo que conduce al avión te encontrás con un micro donde nos volveremos a amontonar y a desorganizar frente a la escalerilla como si cada uno pudiera subir al avión por donde quiera incluyendo la ventanilla del piloto.

Cuando subís estás por ingresar te retienen con la bienvenida en la puerta a la que suelo observarle los tornillos porque a la altura de 11000 metros y a la velocidad de 900 kms por hora es difìcil divisar una ferretería o encontrar una pinza por cualquier desperfecto.
Cuando el avión carretea trechos muy largos dudo si el precio del pasaje era bajo porque viajaríamos por tierra.

Me gusta ver la cabina del piloto si la puerta está abierta. Certificar la actitud del piloto, si està tranquilo o nervioso leyendo el manual de la nave. Las azafatas sonríen porque cobran por cada viaje y sobre todo porque ninguno de nosotros todavía pulsó el botón solicitando asistencia.

En un viaje a Formosa la pasé realmente mal. El avión se sacudía de tal manera que no me alcanzaban las manos para aferrarme de los apoyabrazos, las luces se encendían y apagaban mientras alguien en el fondo gritaba ¡Azafata! ¡Azafata! Duró muchos minutos pero la voz dejó de escucharse. Me hizo pensar si tuvo la oportunidad de bajarse porque no le gustaba viajar de esa manera.

El piloto a veces da indicaciones inquietantes como: “Puertas en armado”. Uno piensa que deberían haber hecho ese trabajo antes de que saliera de fábrica o te da cierta inquietud que no sigan para el armado los pasos correspondientes y se salteen algún tornillo o algo. Suelen decir a veces “Soy fulano de tal “ y te aclaran la altura en pies porque aunque sean muchos uno piensa que está más cerca de alguna carretera. Otra indicación perturbadora es “Tripulación a sus puestos”. Yo siempre me estiro para mirar por el pasillo si van a correr alguna carrera. Nunca dicen: “Soy fulano de tal y tengo tantas horas de vuelo, dormí muy bien y estoy en un buen día, viajo con mis cosas porque me acabo de separar, anoche estuve de joda en lo de mi primo Uberto y estoy a la miseria.

El exilio del japonés



Cuando me acomodé en el asiento y ajusté el cinturón de seguridad me acordé del japonés y de mi decisión de viajar solo. Aunque él lo tomó como una traición yo necesitaba poner un poco de distancia con su historia y prestarle más atención a la mía que comenzaba a dar indicios de un posible naufragio. Necesitaba alejarme de ese lugar donde me colocó para que fuese los ojos que entendieran su pasado y que justificara como nobles cada uno de sus actos y decisiones.

Cuando cerré la  puerta de calle no escuché ni uno solo de los reproches a los que me había acostumbrado en las últimas semanas. Entendía perfectamente su búsqueda como pintor, su agotamiento como retratista, aunque alimentara en mí cierta envidia saber que hubiese vivido muy bien la vida entera con lo que cobraba por cada trabajo, por ese particular estilo de hacer emerger el brillo y las sombras del alma del retratado. Supuse que alguno de esos conflictos existenciales entre el camino del arte y la supervivencia socavaron hasta convertir en ruinas seis años de matrimonio que según su descripción fueron excelentes. No lograba asimilar el impacto de la sorpresa de haber escuchado a su mujer decir que no quería seguir con él y confesarle en la misma conversación que tenía un amante.

Mantuve mi atención en su relato y mi punto de vista sobre los escabrosos episodios ocurridos durante su estancia en aquella solitaria casa de la montaña, sitio en el que encalló luego de miles de kilómetros conduciendo sin rumbo y sin dejar de pensar en otra cosa que en su mujer acostándose con otro hombre y el fin de su matrimonio, hasta que apareció un viejo amigo de la infancia para ofrecerle la casa donde había vivido su padre hasta ser internado en un geriátrico de Tokio con una avanzada demencia senil que había corroído su memoria. No me sorprendió que en ese estado de enajenación, el japonés,  haya tenido un encuentro sexual con una desconocida que encontró en la ruta y a la que, dentro de un juego que le propuso la mujer,  casi termina asfixiando con una cinta de seda al momento de llegar al orgasmo. Era otra persona distinta a la que conocí cuando descendió a ese extraño pozo tapiado durante siglos. Su relato sobre la estrechez de las paredes y la oscuridad me provocaron una sensación de asfixia que me obligó a suplicarle que no continuase.

Cuando regresé de mi viaje, luego de quince días sin una sola noticia sobre su estado, lo encontré en mi dormitorio esperándome en silencio. Asomaba sus extremidades inferiores bajo el doblez del cubrecama. Claramente se distinguía su presencia como la magnitud de su nombre y apellido tan particular en letras de molde: Haruki Murakami, La muerte del Comendador.

El inmortal



Cientos de miles desfilan ante mí mensualmente. Se detienen y me observan. Algunos aprovechan un descuido de los guardias y toman fotografías sin reparar en el daño que me ocasionan con sus potentes flashes.

De vez en cuando se apiadan de mí y me rejuvenecen para disimular el desgaste físico y emocional, los años de trabajo, la rutina diaria, las visitas, los comentarios y consideraciones hacia mi persona, el peso de la fama sobre mis cansados hombros.

Cuando se apagan las luces, se cierran las puertas y nos invade el silencio de los corredores hablamos entre nosotros, pensamos en los nuestros y en sus destinos. ¿Qué habrá sido de nuestras esposas y nuestros hijos? En ése trance doloroso es costumbre que consolemos entre todos a Felipe cuyo llanto nocturno nos conmueve como la tragedia de aquellos días.

Yo supe, bien sabe Dios, que sería inmortal. Lo supe en los segundos previos a la descarga, lo tuve tan claro como cuando tomé la decisión de enrolarme y cuando sentí en carne propia que se avecinaba nuestra segura y triste derrota.

El que yace en el suelo es mi cuñado Evaristo. El vino a avisarme que me estaban buscando. Él, pobre, que siempre intentó persuadirme sobre la inutilidad de las luchas. Lo habían traído herido arrastrándolo por el campo y fue el sargento el que le dio el tiro de gracia.

La historia nunca pone un punto final. De poco y nada sirven hoy mis argumentos pero mis camaradas saben que no pedí clemencia, que levanté los brazos para gritar por la Patria.

Aún sigo en pie. Aún resuena mi grito.

Guitarra negra



El haz de luz de una lámpara dicroica se expandía como un destello en varias direcciones al reflejarse en el espejado esmalte de su caja. Sentí que aquel brillo era una señal para seducirme y postrarme a su merced. Su imagen me transportó a Guitarra negra, el magnífico libro de poesía de Spinetta y fue el giro perfecto para mi enamoramiento súbito. Con decisión entré al negocio y la compré sabiendo que cada cuota sería una cicatriz profunda en mis magros ingresos como empleado.

Durante meses el idilio fue creciendo, nos fuimos conociendo y compartiendo los secretos de sus armónicos y mis límites como instrumentista. Ella fue la llave que abrió de par en par el corazón de Julieta una tarde de lluvia. Los tres hicimos viajes, iluminamos  fiestas, arrancamos aplausos y crecimos juntos como músico, instrumento y cantante. Las siluetas de los amores de mi vida se parecían y era inevitable encontrarnos siempre juntos.

La maldición comenzó la noche del cumpleaños de Julieta. Fue una fiesta con músicos y en la mesa compartida estaba uno al que llamaban gitano y a quien ni Julieta ni yo conocíamos. Alguien pidió que le pasara mi guitarra y yo al observar sus gestos tímidos y sus movimientos torpes pensé que escucharía a otro de esos que tocan temas simples aprendidos en cancioneros. Ajustó un par de cuerdas con el clavijero, miró al techo y arrancó. Tuve la sensación de viajar en un río de montaña. Cada cascada era vértigo y peligro. Era perfecto. Tuve celos. Vi que la guitarra se había entregado a su voluntad como si se conocieran de toda la vida. 

No falló una nota. Tuve la sensación que me observaban mientras yo contemplaba cada arpegio embelesado. Sufrí en carne propia el dolor de una traición imperdonable hasta  que busqué los ojos de Julieta y encontré en ellos un brillo desconocido. Unas pocas semanas después supe que las siluetas de mis dos amores estuvieron rodeadas por los brazos del gitano.

Con Julieta intentamos retomar el camino pero el lacerante fantasma del engaño empañò la relación para siempre.

Estuve semanas sin tocar. Había dejado la guitarra colgada en un estante como si esperara que gotease su historia y para mi dolor, ella me observaba indiferente. El día que la descolgué para probar mi digitación comprobé que nuestra relación había terminado para siempre.

El brillo de la caja se confunde con el diapasón y proyecta un extraño tono rojizo. La cuarta  cuerda se cortó con el estruendo de un látigo contra la madera de la caja. No lloré, ni siquiera cuando me pareció ver las caras de Julieta y el gitano entre las llamas.

Tuqui





Me desperté con la noticia en la Rock&Pop, una radio que tiene que considerarlo piedra fundacional porque allí trabajó con todos desde sus comienzos aportando su inmenso talento.
Lo conocí en El Pozo voluptuoso la misma noche que a Guarnerio y parte del staff de Sátira 12, el suplemento de humor de Página. Guarnerio presentaba Haciéndose la del Monólogo y yo mi espectáculo. Por su humor ácido y corrosivo nos entendimos rápidamente.
Mis hijos eran muy chicos y el venía a casa. No recuerdo que había pasado en la escuela con mi hija Ayelén y él me dijo: “Si alguien le hace algo a Ayelén, voy, le arranco la cabeza y le cago en el agujero”. Era de decisiones drásticas. Hoy mi hija, cuando me llamó, me dijo que conserva una carta que le escribió en aquellos días.
Trabajamos juntos en Coma cuatro, con Guarnerio, Martín Rocco y Cherca. Un espectáculo bellísimo. Nuestros monólogos y dos ruedas de chistes improvisados que surgían a pedido del público. La gente ponía el tema en un papel y un mozo (Cherca) nos acercaba los pedidos. Tuqui llegaba con el espectáculo ya comenzado porque el horario era muy cercano con la salida de la radio. Bajaba las escaleras con el casco de la moto en la mano y subía al escenario saludando como si entrara a un bar. Nos divertíamos mucho.
Luego hicimos un ciclo juntos en el Centro Cultural Borges donde tomamos esa foto juntos: “Humor de una noche de verano”. Me pasaban a buscar por casa para ir a la función. Una noche dijo: “Es tan bueno trabajar con Molo que hoy me bañé”.
Hicimos también un ciclo en Museorock, un boliche que ya no existe en San Telmo con Legal y Guarnerio.
En un momento nos convocaron para escribir un libreto para teatro de revistas. Nos iban a pagar a medida que se aprobaran los textos. Cinco sketches aprobados y no aparecía el pago. Comencé a reclamar. El que se había comprometido a pagar me pregunta qué pasaba sino pagaban y yo le pregunté: ¿Vos querés seguir subiendo por tus propios medios a los escenarios? Fue a la radio y le dijo a Tuqui: “Tu socio está loco” a lo que él le respondió: “No, él es el normal, el loco soy yo”
Los recuerdos surgen ahora como pasa en estos casos. Dejamos de vernos sin una razón y supe de él por un amigo en común, Julio Parissi, que fue a verlo al último domicilio conocido.
Un ser especial, uno de los que no cuadraba en este mundo. Un hombre que hacía libros en miniatura con sus cuentos predilectos y su propia letra de imprenta. Tuvo durante un tiempo su revista de ciencia ficción, la que armaba artesanalmente.
Trabajó en tantos lugares que es imposible armar un currículum. Sus monólogos tenían chistes geniales y un nivel de repentista único. “En el patrullero van siempre tres policías. Atrás viaja el que sabe escribir”.
Hoy me desperté con la noticia en la radio. Sin que lo nombraran supe que hablaban de él, porque Tuqui era un tipo especial e inimitable.