Una baldosa en Nuñez

Era bella, tímida, alegre, firme en sus convicciones, gente que solemos calificar sintetizando como una linda persona.
Yo no la conocí hasta hoy a la mañana, en su homenaje. Su hermana Alejandra fue compañera de aula de un amigo mío y quien llevó la voz cantante en la convocatoria a este recuerdo donde se pretendió transmitir su infinita alegría.
Un ex novio, Juan Mandelbaum volvió al país hace unos años y se enteró de su suerte. Patricia se convirtió en el eje central de Nuestros desparecidos, una película que recorre el mundo poniendo luz a nuestros años más oscuros.
Lloré en algunos tramos del homenaje, escuchando hablar de ella a sus hermanos y amigos.
Pensé que podíamos habernos cruzado en algún momento, que teníamos gente en común, que podíamos haber sido amigos.
Cantaron un hermoso tema de Falú y Jaime Davalos, "Las golondrinas"
                    
Vuela, vuela, vuela golondrina...
vuelve del màs allà
vuelve desde el fondo de la vida
sobre la luz, cruzando el mar,
cruzando el mar...





El pasillo

Subió la escalera levemente encorvado, la postura corporal del alpinista vencido por la fatiga, la mano derecha rozaba el pasamanos y se contraía en cada impulso con la torpe intención de afirmarlo, la cabeza gacha, la vista en los peldaños que crujían bajo sus pies al ritmo del ascenso, alarma sonora que en otros tiempos anunciaba su llegada a quien ya no lo espera.
Años atrás y en otras circunstancias, hubiese sido mecánico y conocido ese trayecto, lo hubiese recorrido sin pensar, los escalones de dos en dos, sin sujetarse y con los ojos cerrados, aunque sus ojos hoy abiertos, avanzan hacia lo desconocido, al laberinto diseñado por recuerdos en la niebla, hacia el primer descanso que lo obligará a girar a la derecha para volver a ascender los seis que faltan y que jamás contó, para llegar al pasillo, porque esa prisa y ese ímpetu ya no existían.
Un murmullo conocido se escuchaba, seguramente rezos ya olvidados en otras vidas y en otras muertes, mezclados con conversaciones propias del ambiente familiar, el ceremonioso pésame, esa oración dicha hasta el cansancio y repetida desde el fondo de los años, esa música de orquesta que se apronta, desafinada, heterogénea, a quien solo unifica la intención de afinar y la tristeza.
Se detuvo en el pasillo al girar para dirigirse a la habitación del fondo, a la de madre y antes de abuelo, justo allí, entre el pasillo y la entrada al dormitorio, con lágrimas en los ojos por verlo regresar, su hermana extendía sus brazos. Sintió que los brazos dirigidos hacia él, anticipaban las sensaciones que lo invadirían en ese abrazo cálido, anhelado, intenso, ese calor que perdura en la memoria de la piel, de sentirse siempre a salvo, siempre protegido, rescatado del tumultuoso mar de miedos que lo ahogaban justamente en ese pasillo, a ciertas horas, nunca a la misma, cuando sentía que la imagen de su abuelo en el cuadro de la pared cobraba vida e intentaba atraparlo en la carrera desde la escalera a la habitación de su madre, aunque cerrara los ojos, aunque no intentara mirar, aunque alargara las frenéticas zancadas hacia el otro extremo, donde esperaban los brazos de su hermana que entendía como si fuesen propios esos miedos, aunque haya sido tantas veces repetidos esos espantos y que la salpicadura de sangre no fuese cierta, porque quizás fue parte de un sueño o de haber escuchado en sueños de las voces de los mayores el tronar de los dos caños de la escopeta, estratégicamente apoyados en el mentón de su abuelo, esos miedos de que de niño lo perseguían, a ciertas horas, nunca a la misma, cuando sentía que la imagen de su abuelo en el cuadro de la pared cobraba vida.
Y fue como entonces eterno ese trayecto, porque se había prometido a sí mismo no volver jamás a recorrerlo, y había cumplido hasta hoy, a pesar de los ruegos familiares en otras tragedias, en otras ceremonias, la vida en esa casa fue quedando definitivamente atrás y para siempre, con decisión y rigor militar, sorprendiéndose a sí mismo muchas veces, agitando su mano cerca de la cara, el gesto de espantar moscas, cuando en realidad eran recuerdos los que zumbaban sobre su cabeza, leyendo el apellido en el periódico, históricamente ligado a la vida social y política de la nación, envuelto en escándalos judiciales en los últimos años y por los cuales no respondía absolutamente  nada cada vez que al escuchar su nombre le preguntaban si tenía alguna relación con la familia que aparecía en las noticias.
Un intenso hormigueo en los pies comenzó a invadir sus piernas como una gangrena, el sudor frío, una angustia opresora, el golpeteo del corazón  en el pecho y que repercutía hasta el estómago, la boca seca en un segundo, los miembros paralizados, un nudo en la garganta que no cedió aún cuando se aflojó la corbata y desprendió el botón del cuello de la camisa.
Se dijo a sí mismo que esto no estaba sucediendo, que no retrocedería ni se inclinaría como deseaba, en cuclillas hasta desaparecer, en ese lugar del que no había podido avanzar un paso, detenido y solo, profundamente solo como en otros episodios que no podía repasar con exactitud pero que seguían latiendo con su eco lúgubre, pasajes que no pudo volver a sortear en ninguna confesión, como la imposibilidad de escuchar su propio nombre dicho por su padre, aquel Octavio de seis años que ahora lo miraba y lo veía desencajado y sudoroso, a medio vestir, en su escritorio cuando quedó paralizado como ahora, en la puerta, escuchando su nombre en tono violento, el reto concentrado de no debiste entrar allí en tres sílabas, no debiste ver esto sobre lo que vas a callar, no debiste, volvé a tu cuarto, cerrá la puerta, no viste nada, ese Octavio sonrojado, fue victimizado por el destino para ser colocado como testigo callado y omnipresente de una violencia solapada en el ambiente de la casa por la estirpe familiar, los buenos modales, el tino y la corrección en el proceder intachable.
Esa noche la fiebre hizo arder su cuerpo y no hubo paños fríos, ni aspirinas, ni tina con agua fría que hiciera ceder, y en el remolido de las pesadillas no estuvo seguro si su prima hermana Inés, la que había visto de espaldas en el escritorio de su padre, era quien lo observaba con ojos que no reconocía, empañados de miedo, tal vez esperando que en el delirio contase lo que vio o creyó ver sin comprender, porque así como sucedió aquello que llegó a discernir unos cuantos años después, sin la fiebre que sublevaba en erupción las palabras que no podían explicar lo inexplicable para su edad, así de intensos fueron otros descubrimientos sin puertas cerradas, sin esconder, como escondía su madre los pequeños frascos de alcohol por toda la casa, ese pequeño escalón al infierno, el pozo profundo en el que había caído, su lenguaje muchas veces incomprensible, mezclando el español con el francés, con el llanto, con el balbuceo de una lengua anestesiada vaya uno a saber por cual bebida, porque en el mismo tono que se saludaba a un vecino, que se rezaba, que se conversaba en la mesa familiar, sin exabruptos, sin insultos, sin palabras urticantes, con los buenos modales aprendidos desde niños, con el mismo énfasis y entonación, leían en algunas reuniones nombres y apellidos, personas que habían caído en desgracia, futuros ausentes sin aviso de sus puestos de trabajo, de sus escuelas, de sus iglesias, con la misma cadencia e impostación, se hablaba en el escritorio de su padre de armas importadas y exportadas, de armas capturadas y devueltas al mercado, en tono monocorde, sin exaltación alguna, se describía como fue hallada muerta Inesita, cuánta congoja, qué desgracia esta familia, cuándo terminará tanto dolor.
Solo fue un instante que abarcó medio siglo.
Abrazó a su hermana y entró en la habitación, miró a la familia, bajó la vista y sin saber muy bien porqué, lloró en silencio.

La apuesta

Todos los viernes a la noche, en un viejo almacén del barrio de Olivos, Julio Ducazzi, Jorge Salerno, Héctor Vazquez y Daniel Samband se reunían a jugar al truco, pacto de caballeros que respetaban con religiosa devoción y que tenía como motivo central una apuesta, muchas veces más costosa que lo que puede representar un monto en dinero.

Las parejas de cada noche eran determinadas por el orden que caían los reyes del mazo en los cuatro lugares que ocupaban en la mesa los participantes. Al final de la partida, los naipes también señalaban cuál de los dos perdedores debía cumplir con una prenda que durante la semana había pensado uno de los dos integrantes de la pareja ganadora.

La noche del 7 de julio fue la más fría y tormentosa de todo el invierno del 42 y estuvo a punto de suspenderse por una gripe que fulminó la humanidad de Daniel Samband, quien llegó unos minutos más tarde de la hora convenida, pálido, ojeroso, tiritando por los escalofríos que le provocaban unas líneas de fiebre, envuelto en un poncho que estrenaba esa noche como talismán.

Las consignas a cumplir más duras, difíciles, audaces o insólitas tuvieron siempre como autor intelectual a Salerno, varios escalones más cruel y sofisticado que sus compañeros de juego, evidenciando en cada encuentro, que utilizaba los siete días de distancia entre una partida y otra para pensar una consigna cuyas dificultades para cumplirla superasen a la anterior.

Esa noche Salerno, llegó a la reunión con una sonrisa ancha, luminosidad de satisfacción que asociaron inmediatamente a otra de sus ocurrencias para cumplir la prenda que tenía preparada para esa noche, se quitó el perramus luego del saludo y dejó un paquete envuelto en papel madera a un costado de la mesa en absoluto silencio, generando expectativa entre sus compañeros y luego de frotarse las manos y soplarlas haciendo una comba con las palmas para hacerlas entrar en calor, se sentó a la mesa preguntando por Samband que aún no había llegado.

El lugar donde se reunieron durante los últimos años era una antesala al depósito de comestibles, alumbrado por una lamparita que colgaba justo sobre el centro de una mesa de madera, donde se controlaban los papeles y la contabilidad del negocio, y se llegaba a él por un pasillo angosto, corredor al que variaban su angostura con cajones de cerveza apilados a uno y otro lado de donde se transitaba para desembocar en una puerta lateral que daba a la calle.

Siempre recordaban algún reto en particular que haya costado cumplir, correr desnudo una vuelta a la manzana, escaparse sin pagar de un restaurante, detener el tránsito de la avenida principal, interrumpir a los gritos la homilía de la misa del domingo, cantarle una serenata a una de las mujeres casadas del barrio.

Acompañaban la partida, los diálogos, las bromas, con una grapa, en medio de una densa nube de humo de cigarrillos con los que pretendían mitigar la ansiedad y el nerviosismo que generaba en ellos la partida disputada.

En esa ocasión, el juego, entre revancha y definición se extendió hasta casi la medianoche y la pareja de Julio Ducazzi y Daniel Samband resultó la perdedora. Los reyes determinaron que fuese Samband quien debiese pagar la apuesta.

Cuando los reyes de los naipes dieron su veredicto, Jorge Salerno se frotó las manos con entusiasmo, se puso de pie, fue hasta el perchero donde colgaban los abrigos y extrajo de uno de los bolsillos de su perramus un papel doblado en cuatro que comenzó a desplegar sobre la mesa ante la mirada atenta de sus compañeros. Era un plano y parecía la geografía de un barrio, dividido en manzanas por líneas similares a las que representan en los mapas las calles y una cruz roja en el centro hecha a mano se destacaba. Hizo una pausa mientras todos observaban y levantó el paquete que había traído esa noche desde su casa. Cuando lo abrió, vieron un martillo, una alpargata y un clavo. Miró a todos y les explicó con detalles cuál era la prenda a cumplir.

El plano era del cementerio y la cruz marcada en el centro del mismo era el lugar donde se encontraba la tumba de Pierina Pittarielli, punto equidistante a las cuatro posibles entradas a la necrópolis.

La prenda consistía en entrar al cementerio pasada la medianoche, ir hasta la tumba señalada y clavar un la alpargata en el borde de madera de una de las lápidas de la cabecera. Al día siguiente, a primera hora, los otros tres verificarían que la consigna y el pago se hubiesen cumplido. Cuando terminó la explicación, miró al resto esperando el ansiado gesto de admiración pero solo hubo un profundo silencio.

Nadie se animó a decir lo que pensaba para no exponerse ante el grupo como un cobarde, pero se mantuvieron en silencio cuando, luego de escuchar el llamado del coche de alquiler que lo llevaría al cementerio, Daniel Samband se colocó el abrigo y se envolvió con su poncho, tomó la linterna, el clavo, la alpargata y el martillo y salió a la calle, en medio de una tormenta que en ese momento arreciaba.

Se quedaron bebiendo las últimas copas de grapa, mientras imaginaban qué pensaría el "ruso", sentado en el coche que lo llevaba, en medio de la tormenta, caminando por las calles del cementerio con la linterna en una mano y el martillo en la otra, magnificando por el miedo, o lo macabro del lugar a esa hora, todas las sombras que se proyectaban a su alrededor, encorvado al caminar, poniéndole el pecho al viento implacable, soportando escalofríos bien distintos a los que le provocaba la fiebre, seguramente planeando entre insultos y maldiciones, alguna revancha para la próxima partida.

Las risas de una broma de Salerno se apagaron, cuando una hora y media después que Daniel Samband partiera, la puerta de calle se estremeció por los golpes que alguien daba llamando a ella de una manera desesperada. Se quedaron inmóviles, mirándose sin atinar a hacer un solo movimiento. Fue Héctor Vazquez quien se levantó para ver quién continuaba golpeando. Salerno y Ducazzi lo seguían por el pasillo unos pasos más atrás. Al abrir la puerta, una ráfaga de viento helado y lluvia los golpeó en la cara, pero en la calle no había nadie.

Volvieron a la mesa donde hasta hace unas horas habían estado jugando comentando que el viento fue el responsable de aquel estrépito y acordaron el horario de encuentro en la puerta principal del cementerio el día siguiente, envueltos en un clima de tensión y silencio.

A las nueve  en punto, una hora después en que se abría el portón de la entrada principal,  llegaron al cementerio los tres, sorprendidos por la gente reunida en la vereda, viendo como un par de policías intentaba alejar a los curiosos que observaban el cuerpo de un hombre tendido en la entrada , con la cabeza apoyada en las rejas del portón, semicubierto por una manta con la que lo tapó uno de los cuidadores del cementerio.

Al acercarse vieron el rostro de Daniel, con los ojos abiertos, desencajado por una mueca de espanto y escucharon los comentarios de la gente a su alrededor, que tratando de recomponer los detalles de la muerte, sostenían, que al salir del cementerio, su poncho se enredó en una de las rejas del portón, y el hombre sintió que alguien tiraba de él a sus espaldas halándolo hacia el interior del cementerio y la brutal impresión, lo macabro de ese instante, el horror, el susto paralizaron su corazón presumiblemente débil.