Exilio


 La mujer entró a la habitación y lo encontró sentado frente a su escritorio con ese gesto típico de tocarse la sien cuando pensaba en cómo resolver un problema de extrema gravedad. La luz que ingresaba a la habitación por la ventana a sus espaldas lo dejó a contraluz y la mujer no supo si cavilaba o se había quedado dormido en esa posición. Colocó la bandeja con la taza de té y luego, con mucha delicadeza, para evitar hacer ruido, la tetera. Escuchó su voz suave agradeciendo el gesto aunque ella sabía que el anciano seguía añorando el mate de otros tiempos, desoyendo los consejos de su médico para eludir el dolor de la úlcera estomacal que lo doblega desde muy joven. Fueron días difíciles esos últimos en la casa. El hombre allí sentado se recuperaba de una operación de cataratas sin anestesia. El cirujano quedó impactado con el temple de ese hombre muy mayor que durante la cirugía no emitió una queja. Sobre el escritorio había unos sobres de correspondencia sin abrir esperando la lectura en voz alta de su hija, una obligación que lo hacían sentir un desvalido.

Saben en la casa que la correspondencia recibida suele cambiarle el humor. Se nota en el gesto y en su andar cómo lo han afectado las noticias recibidas desde su Patria. Saben también que en los días en que lo visita Don Alejandro, su amigo de la juventud, el brillo de sus ojos es distinto. Alejandro fue compañero de armas en sus primeros años de milicia. El destino volvió a unirlos mucho tiempo después, cuando en una reunión alguien pronunció su apellido como el de uno de los banqueros más importantes de Europa. En tiempos en que se olvidaban de su pensión, había terminado con sus pocos ahorros y en la casa se vivían momentos de zozobra, Alejandro le tendió su mano al viejo amigo poniéndolo a salvo de la miseria como alguna vez de la muerte en combate. Alejandro era la única persona a la que tuteaba. A su hija, sus nietas y otras visitas los trataba de usted.

Ya no escribía. Y sabía, con dolor, que no recibiría más cartas de amigos entrañables. Había sobrevivido a muchos de sus camaradas. Estaba al tanto, porque lo pusieron sobreaviso, que desde que llegó vigilaban sus movimientos y existía la duda sobre el control de su correspondencia. Hubo días que se hacían largos y en las pequeñas siestas despertaba dudando si continuaba en el campo de batalla. La habitación donde pasaba gran parte del día era tan austera como el resto de su casa. La mayor parte de su vida vivió en las condiciones que se le imponen a un militar en campaña. No tenía sueños recurrentes pero dormía inquieto cuando algo le afligía. Los años del bloqueo anglo-francés recompusieron su ánimo de combate y su porte militar. Escribió febrilmente ofreciendo sus servicios sabiendo que encontraría enemigos internos más crueles y arteros que los europeos.

Declinaba cortésmente a los ofrecimientos de quienes deseaban escribir su biografía. Cada tanto recibía una visita que cruzaba el océano para conocerlo y conversar. Tenía siempre presente que había cosechado enemigos poderosos.

Se sobresaltó en duermevela y buscó a tientas la empuñadura del bastón como a los dieciséis años de edad la del sable para enfrentarse a seis asaltantes y él transportaba en sus alforjas la paga para las tropas que luchaban contra la invasión napoleónica. El parte militar dió cuenta de que fue herido de gravedad pero que los bandidos se dieron a la fuga sin el botín. Comenzó allí una serie de medallas al valor y merecidos ascensos durante veintidós años de brillante desempeño.

En 1829, en Inglaterra, después de un frustrado viaje a Buenos Aires, la diligencia en la que viajaba volcó y sufrió una herida de gravedad en su brazo que le llevó tres meses de convalecencia. Ya recuperado viajó con amigos sudamericanos a Bruselas y desde allí a Waterloo donde les describió el desarrollo de la batalla completa, demostrando que admiraba profundamente a quien fuese durante años su enemigo.

Las arrugas en su rostro superaban en número a las heridas en combate y su mirada atesoraba imágenes de batallas claves como la de Bailén, la primera derrota militar de Napoleón en campo abierto. Su desempeño en combate le valió el ascenso a Teniente Coronel.

En su país hablaban de un exilio voluntario, de ideas monárquicas, de un rol de doble espía inglés, de ser integrante de una logia masónica, de que aborrecía al clero y era díscolo con la autoridad como cuando se rebeló a luchar contra Artigas porque entendía que el enemigo era España y que jamás levantaría su sable contra compatriotas.

Pasarían muchos años para que sus proezas militares se contaran en un film titulado “El Santo de la espada”.

Dame una noche

 


Dame otra noche como ésta,

solo una

y seré feliz por una noche

tan inolvidable y fugaz como las estrellas.

Dame otra noche como ésta,

solo una

y podré lanzarme temerario

a las hazañas,

a grandes epopeyas,

a obras milagrosas,

a ser mejor persona.

Dame otra noche como ésta

y seré sabio para explicar el sentido de la vida.

Dame otra noche como ésta,

solo una

y seré capaz de guardar silencio

para no pedirte otra

Cora y Stephen - Stephen y yo

 


Stephen no lo sabe o quizás sí, y cuando develemos el misterio de las almas nos enteraremos, de que yo estoy con una parte de su vida yendo a mi casa.

Stephen Crane fue un periodista de guerra, un escritor notable a quien su colega Paul Auster le dedicó un libro de mil cuarenta páginas para colocarlo en el pedestal de los grandes maestros.

Supe de su existencia por una nota en Página 12 donde resumían un par de historias exquisitas que me impulsaron a ir tras sus pasos. En una hablaban de “El bote”, un cuento magnífico que encontré días después sobre cuatro náufragos soportando una tempestad en mar abierto. La otra historia fue Cora y Stephen, posiblemente autobiográfica, que cuenta la pequeña odisea de un hombre que por salir en defensa de una prostituta en Nueva York es perseguido por la policía y obligado a refugiarse con un nombre falso en un hotel de Florida. Una noche sale del hotel a recorrer aquellos bares donde suceden cosas interesantes y le dan sentido a nuestra existencia. Le llamó la atención una vivienda de luces tenues donde Cora, la madama del lugar, le ofreció la bienvenida y una jugosa conversación. Cora y Stephen hablaron de literatura mientras bebían. Stephen se dio cuenta, por lo que decía Cora, de que lo había leído. Mientras bailaban Stephen le susurró al oído que ella no creería quien es cuando le revelase su identidad. Ella lo miró y le aseguró que sí. “Yo soy el escritor Stephen Crane”. Ella guardó silencio y continuaron bailando.

Igual que me sucede con la música, cuando descubro a alguien que atrapa mi atención salgo en su búsqueda como un sabueso de Scotland Yard. En la librería donde habitualmente me proveo de estas joyas me dieron algunos títulos pero adelantándome de que sus libros los conseguiría en una mesa de saldos o en los puestos de usados de Parque Centenario. Los recorrí todos y solo atinaron a aconsejarme de que lo buscase por Internet. El rojo emblema del valor estaba en Mendoza y el costo del envío superaba al valor del libro.

Stephen Crane murió a los veintinueve años de tuberculosis en Londres. Los pocos años en que residió en este mundo les alcanzaron para hacer una obra monumental.

Bajo una lluvia impiadosa, camino a casa, con El rojo emblema del valor envuelto para encomienda recién llegado, que esperará su turno a que termine “El hombre que amaba a los perros”, un libro maravilloso sobre Trotsky que me recomendó mi amiga Mónica Rafael.

Acovacharse

 


Acovacharse es un término que utilizábamos en la jerga militar los conscriptos que cumplíamos con el año se servicio obligatorio. Acción y efecto de resguardarse ante un ambiente incómodo o peligroso. Lo utilizábamos entre nosotros para ponernos a salvo de movimientos vivos o tareas humillantes.

Una tarde una sección de 36 soldados quedamos a cargo de un Sargento primero después del almuerzo. El Sargento primero nos reunió adelantando de que nos iba a dar tareas. Dividió la sección en cuatro grupos y comenzó impartiendo órdenes al primer pelotón para que cortara el pasto cercano a la compañía, al segundo lo envió a limpiar los baños de tropa, al tercero a la cuadra. Quedábamos los del último pelotón y el sargento no sabía qué tarea asignarnos.

-Y a ustedes, dónde los mando?-se preguntó a sí mismo en voz baja.

Me paré firme y como si jurara por la Patria grité:

-¡A acovacharnos, mi Sargento primero!

Se hizo un silencio profundo y nos miró.

-A acovacharse, carrera mar! -ordenó. Mientras salíamos disparados en distintas direcciones nos alertó que al soldado que encontrara acovachado lo unía a alguno de los grupos que ya estaban trabajando.

Mientras todos desempeñaban distintos trabajos en la compañía el último pelotón se escondía de la vigilante mirada del sargento.

Frases memorables

 Amigos, colegas notables y conocidos me dijeron frases memorables.

Tengo el honor de haberme cruzado en la vida con tipos como Mario Rulloni. Mario es, entre otras disciplinas, realizador cinematográfico y docente. Tiene en su haber la producción de Caloi en su tinta y el corto “Viaje a Marte”, el más premiado hasta la fecha con 324 galardones.

Fue quien tomó las fotos para mi libro “Disparates de la historia argentina”

Fuimos a Plaza Serrano y tomó unas cuantas. No conforme con las que registraba me pidió que hablara y gesticulara normalmente para obtener la imagen que me representara.

El día en que las vimos impresas fue colocándolas frente a mí mientras me decía:

“Ésta es ideal para un portarretrato en la mesa de luz de tu madre”, “Ésta es para la tapa del disco: Molo, canciones románticas”, “Ésta está muy bien para un sumario y ésta para el salón del instituto parroquial”. Para el libro es ésta. Y esa fue la que elegimos para la tapa.

Fueron fotos analógicas, año 1997. Cuando las retiró reveladas dejó en el sobre de la casa de fotos la siguiente frase de reclamo: “Todo tiene puntos blancos y el negativo está rayado. El cliente quiere una respuesta coherente”



Trabajé con Carlos Guarnerio, humorista, libretista y autor del sketch de “Costa Pobre” que hacía Alberto Olmedo. Compartimos amistad, escenarios y obras con autoría compartida.Tuvimos una discusión por un tema muy personal y fui a visitarlo a su casa. Toqué timbre y no me atendió. Le envié una carta.

Un tiempo después dijo: “Antes de que Molo te envíe una carta es mejor que te invadan los Marines”.

 

En 1987 trabajaba en una empresa textil. En la administración de esa empresa trabajaba Alberto Caudo. Mientras todos fantaseaban con distintas venganzas que cometerían con sus infumables jefes si ganaran el PRODE (en ese entonces era el juego con el que podías convertirte en millonario) Alberto decía: “Yo voy a Plaza Italia con 10,000 verdes, se los doy a al conductor de un mateo (carruaje con tracción a sangre que creo que está prohibida hoy) para que se corte el pelo al estilo Mario Barakus, se vista con un smoking y me lleve hasta las fábrica en San Justo. Estacione, baje del mateo y diga en la entrada: “El Niño Alberto no trabaja más aquí”

 

En una reunión entre el equipo de ventas y los dueños de una distribuidora, los vendedores reclamaban un ajuste en los viáticos. Uno de los dueños dijo “El viático es un par de zapatitos que le dimos para que empiecen a caminar la calle”. Alberto Valverde respondió: “Está muy bien pero crecí y los zapatitos me quedan chicos y me aprietan el pie”

Te quiero ver

 


Te quiero ver en sueños,

te quiero ver.

Mordiendo una manzana,

con las piernas cruzadas,

te quiero ver.

Tendida en la penumbra,

al sol en una playa,

corriendo hacia el trabajo,

leyendo mi última carta

te quiero ver.

Te quiero ver sonriendo,

mojada por la lluvia,

soñando en otro mundo,

llevando crisantemos,

quitándote el abrigo,

pintándote los labios,

riéndote tentada,

durmiendo de costado,

te quiero ver.

Te quiero ver ahora,

mañana, el domingo,

en el lugar que elijas,

a la hora que prefieras,

brillando en el deseo,

abrigada en mi abrazo

te quiero ver.

La batalla

 


No somos enemigos,

ni adversarios ni rivales,

no somos prisioneros

ni ilesos de una guerra.

Faltaron los conflictos,

los disparos y emboscadas,

las largas alambradas,

el suelo minado en la frontera,

las trincheras.

En medio de la noche

ni estrellas ni bengalas,

solo sutiles movimientos

en una retirada.

Sin otras intenciones,

sin visa diplomática,

ni un salvoconducto

ni treguas, ni alto el fuego.

Un muro de silencio nos separa,

filas de interrogantes,

una niebla espesa,

y la oscuridad de la ceguera.

No somos enemigos,

palabras atesoradas en cartas viejas,

un puñado de canciones,

algún poema.

Todo se desvanece,

todo es ceniza,

fugaz como la vida o las tormentas,

frágil y liviano como un latido.

No somos enemigos,

el tiempo y la distancia son tenaces,

crueles y mortales.

No somos enemigos,

ni nombres olvidados

en fechas superpuestas

en versos encallados.

El Cabo primero

 


Cuando leí su nombre en la receta levanté la vista y me quedé observándolo. Su pelo blanco y las arrugas profundas demoraron mi reconocimiento, pero cuando nuestras miradas se encontraron tuve la certeza de que era él. Habían pasado treinta y siete años desde la última vez que nos vimos, pero aquellos ojos conservaban el brillo y la maldad de entonces. La receta que me entregó contenía medicamentos utilizados para el mal de Alzheimer y ese dato no inspiró en mí la compasión. Conservaba parte de su altivez y petulancia, aunque sus hombros parecían vencidos por algún tipo de peso difícil de imaginar. Quizá la vida se encargó de impartirle justicia con el látigo implacable del infortunio. Fui a buscar el medicamento y di una vuelta de más en el pasillo de la farmacia para darme tiempo a ordenar mis recuerdos mientras me distraía ese apellido que creí olvidado.

El cabo primero Razquin solía presentarse con los soldados nuevos haciendo notar que era el más cruel de los suboficiales al mando. Fue durante años responsable de la formación militar de una de las columnas de treinta y seis soldados de la compañía Comando y Servicios del Batallón de arsenales 601. Durante una semana sufríamos el cumplimiento de su turno dependiendo de él y de su humor para todas las actividades militares diarias. Él nos despertaba haciendo sonar su silbato y ordenando que nos parásemos al pie de la cama, luego nos hacía formar en fila en el campo para que, como parte del rancho, nos sirvieran el mate cocido en las tazas de aluminio provistas por el ejército. Luego de la formación, comenzaba la rutina del período de instrucción.

Durante ese período, la tropa dormía en carpas en el límite norte del batallón, a cincuenta metros de uno de los cercos perimetrales que lindaban con la vía pública. El Cabo primero Razquin no tardó en presentarse tal cual era. Un domingo a la tarde, en una jornada de descanso, los padres y hermanos de un soldado le trajeron al recluta una torta porque era el día de su cumpleaños. Cuando los familiares del homenajeado pasaban la torta por encima del cerco de alambre, fueron observados por Razquin. El cabo primero hizo sonar su silbato y detuvo al soldado. Todos sus compañeros observamos la escena a unos pocos metros. Razquin le dio la orden de que pusiera la torta en el suelo y saltara sobre ella cada vez que escuchara el sonido de su silbato. No fueron menos de treinta saltos los que dio el soldado, con lágrimas en los ojos y ante la mirada de su familia.

En uno de los entrenamientos con fusiles nos llevó a un campo para realizar acciones de avanzada sobre territorio enemigo. Dividió la tropa entre argentinos y chilenos y nos dio premisas básicas para que las líneas atacaran cubriéndose entre sí en cada avance sobre campo enemigo. Nos indicó que un pitido de su silbato significaba correr hacia el frente al máximo de velocidad que dieran nuestras piernas y que si escuchábamos dos debíamos arrojarnos cuerpo a tierra. Al tercer movimiento de la tropa, Razquin detuvo el ejercicio. Esperó que hiciéramos un círculo a su alrededor para decirnos que cuando él ordenaba cuerpo a tierra, el soldado clavaba el pecho en el suelo zambulléndose y no se andaba fijando donde caía. Volvimos al escenario de batalla y a la orden de cuerpo a tierra un soldado se clavó el fondo de una botella de vidrio en la rodilla. La imagen del corte y la sangre era dantesca. Cuando se vio en la obligación de llevar al soldado a la enfermería, nos castigó a los que quedamos por ser tan estúpidos de no prestar atención sobre el lugar donde caíamos.

Con él vivíamos en estado de alerta constante, porque habíamos aprendido que cada error se pagaba muy caro. Los suboficiales a cargo de la compañía eran cuatro y, a su vez, cada uno de ellos estaba al mando de un pelotón de treinta seis soldados a los que debían instruir para su formación militar, haciendo observar el estricto cumplimiento de las órdenes impartidas. Cada uno de esos suboficiales era responsable de que su pelotón aprendiera la formación, el desfile, la higiene, el desarmado y limpieza del fusil a su cargo. Esa tarea se mecanizaba a diario con el objetivo de que lográramos hacerlo con los ojos vendados, pensando en el hipotético escenario de combate en el monte y que el mantenimiento del armamento debiese hacerse de noche. Muchas veces sucedía que mientras los pelotones descansaban, el de Razquin ejecutaba movimientos vivos porque alguien o varios habían cometido una falta. Dentro de su menú para doblegarnos con humillación, solía pedir que nos arrastráramos a su alrededor y limpiásemos sus borceguíes frotándolos contra nuestro cuerpo mientras nos llamaba culebras.

Habíamos pasado varios días sin que pudiésemos ducharnos, porque la caldera que proveía el agua cliente había sufrido un desperfecto. El día en que la repararon fue una fiesta para la tropa. Veíamos como cada grupo entraba cantando y haciendo bromas al sector de duchas y durante el deseado baño se escuchaban gritos de alegría. A nosotros nos tocó Razquin y su orden fue que el momento de la higiene fuera en perfecto silencio porque si escuchaba una palabra pagaríamos las consecuencias. Nadie habló. Solo se escuchaba el sonido del agua. Cuando salimos nos dijo que había escuchado a alguien hablar. Abrió la puerta de la cuadra y nos ordenó carrera mar hacia la tierra para hacernos arrastrar y revolcarnos mientras nos sermoneaba por la indisciplina. Corríamos a su alrededor en medio de una nube de polvo mientras el resto de la compañía nos observaba descansando cerca del vivac. En veinte minutos quedamos peor que antes de ingresar al cuarto de duchas. Recién en ese momento, cuando notó que había tres soldados lastimados, y sin dejar de sonreír, quedó conforme.

Había escasos momentos de recreo donde el suboficial a cargo conversaba en ronda con la tropa. Los recreos con Razquin tenían como tema de conversación cómo infringirle mayor dolor al enemigo si le clavamos el puñal de la bayoneta en los pulmones, lo estúpidos que éramos, la vergüenza que sentía al vernos como futuros soldados y cuan oscuro iba a ser el futuro de la Patria con personas como nosotros. Cuando llegaba a ese punto montaba en cólera y volvíamos a escuchar su silbato para que ejecutemos movimientos vivos. Uno o varios soldados terminaban en enfermería. Esa debilidad física de la tropa merecía otro castigo ejemplar para el resto.

Estoy seguro que nuestra furia y nuestro odio se reflejaba en los rostros y eso era parte de su alimento diario. Siempre nos probaba para provocar la falta o el error y era difícil no cometerlo. Sabía que si imperaba el miedo nos dominaría fácilmente y no era estúpido. Una noche en la cuadra, mientras nos hacía ejecutar ejercicios vivos, algún soldado ubicado afuera bajó la llave de la luz y quedamos a oscuras. No dudó en desenfundar su pistola, cargarla y apuntarnos, intuyendo que encerrado en la oscuridad con ciento setenta reclutas que lo odiaban era presa fácil de un destino fatal.

Cuando la guerra contra Gran Bretaña requería hombres y pertrechos fueron convocados algunos oficiales y suboficiales del cuartel. Parte de la dotación de suboficiales eran expertos en la conducción de tanques de guerra fabricados en el arsenal. Supimos después que resultarían inoperables por las características del suelo de las islas. El soldado que fue a comunicarle al Cabo primero Razquin que había sido convocado, regresó a la unidad con el sonido del silbato de Razquin a sus espaldas para ordenarle cuerpo a tierra, arrastrarse, salto de rana. El castigo al mensajero fue excesivo. El soldado estuvo en enfermería tres días.

La suerte no me acompañó en uno de sus turnos como suboficial de semana. Un sargento me llamó para pedirme que fuera a buscar un medicamento a la enfermería y él me sorprendió saliendo de la cuadra sin su permiso. Me ordenó movimientos vivos en la cuadra y ordenó cuerpo a tierra cuando había llegado a la puerta del baño, inundado por agua de la cloaca y excrementos. Giré y le dije que ahí no me tiraba. Se enfureció y me ordenó correr en dirección opuesta. Llevaba más de cuarenta minutos de castigo y le dije que no cumpliría más órdenes. Me condujo al detal, cerró con llave la puerta, eligió el bulto más pesado y me ordenó cargarlo al hombro para hacer salto de rana. Al tercer salto arrojé el bulto contra la pared. Me miró en silencio, se quitó las jinetas y me invitó a pelear sin diferencias de rango. Le dije que no era muy de guapo tomarse a golpes con alguien sin fuerzas. Abrió la puerta diciéndome que me llevaría al calabozo, que corriera. Le respondí que si iba al calabozo lo haría caminando. Pidió la planilla para encerrarme y un superior se la negó. Volvió furioso sin la orden y me ordenó limpiar la cuadra, advirtiéndome que si encontraba un solo rastro de suciedad iba a desear no haber nacido. Fue mi semana más difícil en el cuartel.

Cuando estaba en el depósito de la farmacia, pensé en cambiarle el contenido al envase, hacer un acto de justicia para quienes padecieron sus canalladas. Recordé la foto que nos tomaron, a mi madre y a mí, cuando salí de franco después de aquella semana bajo las órdenes de Razquin. Conservaba en los brazos las huellas de los movimientos vivos.

Estaba listo y decidido para provocar un dolor profundo en ese ser abominable que hizo sufrir a tantos, disfrutando del momento como al sabor de una victoria militar. Lo vi sonreír, mientras yo me arrastraba bajo sus órdenes. Ahora era mi turno para verlo derrotado.

Mi sonrisa se fue desdibujando, como cuando nos horrorizamos por un crimen del que no lograremos arrepentirnos. Cerré el puño con tanta fuerza que escuché el ruido del envase del medicamento quebrándose en mi mano.

Bajé la vista. El Cabo primero me había vencido. Logró convertirme en todo aquello que tanto odié de él. 


Mentor

 

Foto: Gustavo Lidijover

Tuve suerte. En la vida me encontré con grandes maestros y un par de mentores. El que está en la foto conmigo es uno de ellos. Se llama Eugenio Ramírez y es arquitecto y pintor. Fue el dueño del Bar El Taller, lugar en el que debuté con unipersonales de humor el 26 de octubre de 1986, luego de pasar por un par de dúos. Allí estrené la primera versión de Solo Molo.

Si uno es observador notará la calidad humana de Eugenio cada vez que convoca a compartir. A su alrededor y sonriendo con él están siempre encargados del bar que lo tuvieron como jefe, artistas que contaron con él como anfitrión, parroquianos, vecinos, buena gente como Eugenio.

La presentación de mi libro “Disparates de la historia argentina” se realizó en su bar que también fue nuestro.

En aquellos años me invitó a oficiar de presentador y moderador de una mesa-debate cuando convocó al barrio de Palermo porque pretendían declarar a la zona residencial y con esa decisión, además de los bares, hubiesen cerrado otras fuentes de trabajo. Me invitó con mayor fe que la que yo tenía en mí mismo.

Hace unas noches nos vimos. Sigue como siempre: generando espacios de cultura y reuniendo gente en su nuevo lugar en el mundo: Central Newbery, una galería de arte exquisita.

Me presentó a sus amigos y para mi sorpresa dijo con las palabras exactas el remate del final de un sketch que yo hacía hace treinta y siete años. ¡Cómo no lo voy a querer!

El que tomó la foto fue Gustavo Lidijover quien durante años fue encargado del bar y hoy es su amigo y escudero. Eso también habla de los dos.

No recuerdo si alguna vez le dije gracias. Lo podría hacer en nombre de un club de artistas que trabajamos en el bar.

Mesa de bar

 


A simple vista cualquiera podría decir que es una vieja mesa, pero como cualquier objeto histórico cobra dimensión si conocemos su procedencia o el lugar que ocupó. Es una mesa del Bar El Taller, un polo cívico y cultural de mediados de los ochenta.

Allí pudo haber compartido su arte Luca Prodan, Oscar Moro, Hilda Lizarazu y tantos otros. Porque esa mesa formó parte de una escenografía única, un sitio donde se reunían artistas y parroquianos bohemios que lo visitaban como refugio contra todos los males de este mundo.

Sobre esta mesa se apoyaron platos, pocillos de café, vasos, botellas, libros, cartas y cuadernos de apuntes.

Esta madera conserva memoria. Lágrimas que se evaporaron hace tiempo siguen allí junto a promesas y juramentos que nunca se cumplieron.

Sobre estas tablas se libraron cruentas batallas de ajedrez, alguien me dijo “El más violento de todos los deportes”.

Si uno se acerca con cuidado puede escuchar el murmullo de viejas conversaciones amorosas, una disculpa, un pedido de perdón, una confesión, un ruego, una frase filosa y profunda como las heridas de muerte, un anuncio que será motivo de brindis.

A simple vista cualquiera podría decir que es una vieja mesa.

Mi nacimiento

 


Cuando nací, un 24 de julio, hacía mucho frío. Tanto que el agua se congelaba en las cañerías. Lo recuerdo bien porque lloré reclamando los escarpines que tejió mi abuela con lana Vellón número 5 de color celeste o azul bebé porque yo, claro, era un bebé.

En mi traslado a la nursery me llamó la atención el detalle de los zócalos de color blanco y las paredes de la clínica grises claros, un gris tan difícil de describir como los días nublados.

Escuché conversar a las enfermeras sobre las noticias del momento, la carestía de la vida, las decisiones del director de la clínica y la vida amorosa del doctor Baldasarre que en las guardias tenía en guardia al plantel completo de enfermeras y doctoras. Parece que Baldasarre era bastante travieso y por la profunda relación que establecía con el sexo opuesto podía diagnosticar sin radiografías ni estudios clínicos. Las enfermeras reían de manera nerviosa, como ríen los cómplices o los que forman parte de un secreto. Los chistes no eran buenos pero ellas se reían igual, de compromiso.

Hablaron también de las madres primerizas como la mía, de las preguntas tontas que hacían, de los padres y al mío lo definieron como muy ligero de manos, cosa que yo ya sabía porque había ayudado a mi abuela a armar los ovillos de lana para tejer los escarpines.

Mientras me llevaban a uno de los controles de rigor las ruedas de mi cuna chocaron contra un pequeño desnivel y me sobresalté. Estaba dormido y esa experiencia traumática quedó marcada a fuego y el mismo síntoma de stress volvió a manifestarse con un bache en la ruta en el año 67 yendo a Santa Teresita en el auto de mi tío Vicente.

Había varios niños como yo en la nursery pero eran muy reservados. Compartíamos sala, enfermeras y el signo zodiacal, lo que podía influir para que concidiéramos más adelante integrando una banda de rock o de asaltantes de bancos.

Pegué un par de gritos y me llevaron con mi madre en el preciso momento en que mi padre vino de visita. La enfermera me recostó amorosamente sobre pecho de mi madre y ella sacó una teta para ofrecérmela y comenzar allí una disputa y competencia con mi padre que se mantuvo durante años.

Esos días quedaron muy marcados en mi memoria. La conducta del doctor Baldasarre también.

Peso específico

 


Me mudé hace un año y en una caja quedaron las fotos. Algunas de ellas concentradas en pequeños álbumes y otras sueltas. Hace tiempo compré un álbum para ordenarlas cronológicamente y la tarea quedó pendiente. En los tiempos de andar una cámara, tomar fotos y luego imprimirlas perdemos de vista el peso que esa acumulación alcanzará algún día. Decenas de músculos al levantar la caja de fotos dan cuenta de esto.

Recuerdo que en la escuela las clases de matemática incluían el tema peso específico. El peso específico de esa caja es distinto al que manifiestan las articulaciones del cuerpo. Sobre todo si mezcladas las imágenes de personas que conocemos desde hace mucho tiempo están las de paisajes que alguna vez recorrimos y que por la forma de impactarnos quisimos congelar en la memoria para siempre.

Esas fotos nos llevan a cada uno de esos momentos y el viaje de ida y vuelta es agotador. Viajamos a cada momento y a veces a los días previos al instante en que fue tomada la foto. También se resienten otro tipo de articulaciones. Los viajes pueden completarse si escuchamos música mientras ordenamos y la playlist enlaza una imagen cualquiera y a Steve Wonder en La vida secreta de las plantas.

No estoy seguro si es verdad aquello de que para andar más liviano por el mundo es necesario hacer cada tanto una mudanza interna y soltar, como dicen los que alientan el saludable deber de soltar las cosas que nos amarran.

Este experimento me ha servido para comprobar que el peso específico de algunas cosas no es tan exacto ni tan real.

El menú

 

Ilustración Darío Parissi

Trajiste tu menú de encantos

y tu tabla periódica de los elementos,

mezclaste con infinita paciencia,

sabiendo de memoria la receta.

Parpadeaste, sonreíste,

abriste dos o tres interrogantes

y un misterio insondable.

Y como un conjuro susurraste

la mágica oración que tiene un nombre.

Dejé que me llevaras en silencio

al punto más extremo de tu Atlas,

al Valle de la luna y a otras fronteras,

a otra dimensión, a otras galaxias.

Pasó como pasan las tormentas,

los cambios de estaciones,

los vientos, las mareas

y al irte este desierto.

Recetas

 

Ilustración: Darío Parissi

Aprendí a olvidarme,

como dicen los boleros,

como piden los amigos sin corazón.

 

Aprendí a no nombrarte,

los nombres son solo referencias

para documentos personales

y maletas extraviadas.

 

Aprendí a no escribirte,

las cartas pueden perderse,

los poemas traspapelarse.

 

Aprendí a no buscarte,

las rutas a tu barrio son confusas

y llegar a tu puerta no es garantía de encuentro.

 

Aprendí a detenerme

cuando una palabra trae la otra

y estoy a punto de decir lo que no quiero.

Tres vueltas al parque

 

Médico y osteópata coincidieron en el consejo: “Tres vueltas al parque tres veces a la semana. El paso no debe ser como el de una persona que va mirando vidrieras, tiene que ser rápido” Elegí como velocidad de paso la de una persona que está a tres cuadras de su casa y haciéndose encima, no importa si sólido o líquido, la urgencia es la misma. Entonces algún testigo me puede ver llegar al parque, mirar el reloj y salir con el ímpetu de quien es expulsado por la marea del subte en hora pico.

Mis mejores marcas de carrera con obstáculos las hice saliendo de la oficina los viernes pero nunca pensé que en el parque iba a encontrarme con otro tipo de obstáculos a clasificar:

Personas que transitan a velocidad de observador de vidrieras pero en fila horizontal, atravesando el paso como si estuviesen cumpliendo la función de barrera en un tiro libre de Messi mientras les da indicaciones el arquero. Conversan entre ellos como quien juega al dominó una tarde de lluvia. Les falta el cocodrilo acostado y la imagen sería completa.

Personas que corren en pelotón incentivados por una rubia que lleva la delantera con más curvas que el circuito de Mónaco y que van zigzagueando entre los que se cruzan en su camino y chocando hasta con los árboles para no perder de vista a la agraciada que los guía hacia la maratón de San Silvestre.

Gente que da la vuelta al parque con un perro con su correa extendida para que el can vaya por el lado de los árboles y ellos por el de la vereda. Por el tamaño del animal uno piensa que es más fácil saltar por encima del dueño. Cada duda son los mismos segundos preciosos que uno pierde cuando llega a su casa haciéndose encima y el ascensor está en el piso 19.

Cuando hay feria en el parque hay puestos. Cuando has puestos muchos de ellos tienen a todo volumen algo que para los puesteros es música y que debería servir para incentivar a los que corren a aumentar su velocidad de marcha.

Una de mis últimas motivaciones para acelerar mi ritmo fue una pareja. Iban caminando muy rápido y para escapar de la contaminación auditiva la única opción era correr. No lo hice. Me faltaban dos vueltas. Cada tres palabras y a gran volumen el decía amor. Vos sabés, amor? No, amor, es lo que pienso. Tu familia es así, amor. Estoy a favor del trato cariñoso entre la gente pero cuando es muy repetido y estridente me suena como una trompeta tocando el Ave María.

Otro obstáculo interesante son los que vienen en marcha contraria leyendo los mensajes del celular y avanzando con más cambios de carril que político en campaña.

Esta práctica deportiva es recomendable a la tardecita. Si uno quiere realizarla más tarde para evitar toparse con la concurrencia puede que corra por otros motivos importantes para su salud e integridad física.

El Gobierno de la ciudad, preocupado por quienes entrenan, organizó tramos angostos y en obra para imbuirle un tono de turismo aventura, riesgo y adrenalina.

Tres vueltas al parque. Tres vueltas al mundo que nos rodea.