Saben en la casa
que la correspondencia recibida suele cambiarle el humor. Se nota en el gesto y
en su andar cómo lo han afectado las noticias recibidas desde su Patria. Saben
también que en los días en que lo visita Don Alejandro, su amigo de la juventud,
el brillo de sus ojos es distinto. Alejandro fue compañero de armas en sus
primeros años de milicia. El destino volvió a unirlos mucho tiempo después,
cuando en una reunión alguien pronunció su apellido como el de uno de los
banqueros más importantes de Europa. En tiempos en que se olvidaban de su
pensión, había terminado con sus pocos ahorros y en la casa se vivían momentos
de zozobra, Alejandro le tendió su mano al viejo amigo poniéndolo a salvo de la
miseria como alguna vez de la muerte en combate. Alejandro era la única persona
a la que tuteaba. A su hija, sus nietas y otras visitas los trataba de usted.
Ya no escribía. Y
sabía, con dolor, que no recibiría más cartas de amigos entrañables. Había
sobrevivido a muchos de sus camaradas. Estaba al tanto, porque lo pusieron
sobreaviso, que desde que llegó vigilaban sus movimientos y existía la duda
sobre el control de su correspondencia. Hubo días que se hacían largos y en las
pequeñas siestas despertaba dudando si continuaba en el campo de batalla. La
habitación donde pasaba gran parte del día era tan austera como el resto de su
casa. La mayor parte de su vida vivió en las condiciones que se le imponen a un
militar en campaña. No tenía sueños recurrentes pero dormía inquieto cuando
algo le afligía. Los años del bloqueo anglo-francés recompusieron su ánimo de
combate y su porte militar. Escribió febrilmente ofreciendo sus servicios
sabiendo que encontraría enemigos internos más crueles y arteros que los
europeos.
Declinaba
cortésmente a los ofrecimientos de quienes deseaban escribir su biografía. Cada
tanto recibía una visita que cruzaba el océano para conocerlo y conversar.
Tenía siempre presente que había cosechado enemigos poderosos.
Se sobresaltó en
duermevela y buscó a tientas la empuñadura del bastón como a los dieciséis años
de edad la del sable para enfrentarse a seis asaltantes y él transportaba en
sus alforjas la paga para las tropas que luchaban contra la invasión
napoleónica. El parte militar dió cuenta de que fue herido de gravedad pero que
los bandidos se dieron a la fuga sin el botín. Comenzó allí una serie de
medallas al valor y merecidos ascensos durante veintidós años de brillante
desempeño.
En 1829, en
Inglaterra, después de un frustrado viaje a Buenos Aires, la diligencia en la
que viajaba volcó y sufrió una herida de gravedad en su brazo que le llevó tres
meses de convalecencia. Ya recuperado viajó con amigos sudamericanos a Bruselas
y desde allí a Waterloo donde les describió el desarrollo de la batalla
completa, demostrando que admiraba profundamente a quien fuese durante años su
enemigo.
Las arrugas en su
rostro superaban en número a las heridas en combate y su mirada atesoraba
imágenes de batallas claves como la de Bailén, la primera derrota militar de
Napoleón en campo abierto. Su desempeño en combate le valió el ascenso a
Teniente Coronel.
En su país
hablaban de un exilio voluntario, de ideas monárquicas, de un rol de doble
espía inglés, de ser integrante de una logia masónica, de que aborrecía al
clero y era díscolo con la autoridad como cuando se rebeló a luchar contra
Artigas porque entendía que el enemigo era España y que jamás levantaría su
sable contra compatriotas.
Pasarían muchos años para que sus proezas militares se contaran en un film titulado “El Santo de la espada”.