El coleccionista

A Emeregildo Vazquez se lo llevaron una noche de verano entre cuatro integrantes del personal del hospital neurosiquiátrico Borda. Algunos vecinos observaban desde la vereda el despliegue y los más tímidos se asomaron a sus ventanas tratando de escuchar las voces de la calle que intercambiaban comentarios y conjeturas. Desde un auto estacionado a unos metros de las dos ambulancias, con las luces apagadas y a la sombra de los plátanos de la calle Rawson, su sobrino, Marcos, el mismo que Emeregildo había recibido de visita hacía unos días, comandaba el operativo. El mismo que prestó su juego de llaves para que los enfermeros entraran por sorpresa al inmenso caserón que ya no custodiaban los perros más temidos del barrio.

A diferencia del último suceso que había conmocionado al barrio,  este fue silencioso. Yo tenía seis años menos y recuerdo que durante unas noches el sonido de la sirena de los bomberos me persiguió hasta conciliar el sueño. A unas pocas cuadras de mi casa, una ventana abierta por el viento había derribado un calentador a kerosene de la casilla del guardabarrera. Solo se veían las llamas y mi madre prohibió que nos acercáramos a mi hermana y a mí. Recuerdo las caras de los vecinos. Las vecinas que se tapaban la boca con las manos, horrorizadas comentaban entredientes frases sueltas que ganaron significado años después "estaba con las hijas", "siempre tomó ese hombre más de la cuenta", "sacaron una mujer y no era Gladys".

La noche que trasladaron a Emeregildo Vazquez  no hubo comentarios, ni corridas ni preguntas. En el profundo silencio cabían el misterio y la impotencia. Yo lo vi subir a la ambulancia ayudado por los enfermeros. Cualquiera diría que emprendía un viaje. Esta fue la última imagen que recuerdo de él.

De los personajes que representaban al barrio como un accidente geográfico, Emeregildo Vazquez era el más simpático. Saludaba a todos con una sonrisa y media reverencia, detenía su paso para hacernos preguntas absurdas cuando nos encontraba sentados en barra en un umbral y solo se perdió de vista un par de semanas, cuando permaneció encerrado en su casa luego de la muerte de su madre.

Para los vecinos había ciertas reservas. Siempre tenían dudas sobre la salud mental de Emeregildo, el hermético secreto sobre su vida amorosa, sus malos hábitos, su extraña manera de saludar y conversar, su vestimenta anticuada, sus feroces perros, el misterio sobre el origen de los recursos para vivir en el caserón que de acuerdo a las luces y sombras cambiaba la forma y las sensaciones que provocaba.

Un mes más tarde el sobrino y dos hombres de traje y corbata tocaron el timbre de algunas casas en busca de testigos. Mi padre los escuchó sin invitarlos a pasar. Entró a la casa y dijo: "Me piden que salga de testigo. Van a entrar a la casa con otros vecinos para labrar un acta o algo así. Voy a ir"
Nadie recordaba haber entrado a esa casa jamás. Mis amigos y yo en alguna ocasión saltamos el cerco de la casa para recuperar una pelota caída en el jardín, mucho tiempo después que los dos perros Boxer que la custodiaba amanecieran envenenados. Emeregildo los habría enterrado en el jardín y jamás trajo otro perro.

Le pedí a mi padre si podía entrar con él. Miró a mi madre y luego negó con la cabeza. Era ese gesto que dice "no es para chicos", "no sabemos que vamos a encontrar. Esperen a que vuelva".

En la cena familiar mi padre hizo el inventario que le permitió su memoria. Estaba confundido. Repasaba los distintos lugares y  buscaba mentalmente una explicación lógica. Vi en sus ojos reflejada la prueba de la locura. A mi hermana y a mí nos mandaron a acostarnos.

Años después, una noche en la que bebíamos whisky en el jardín le pregunté a mi padre qué había visto. Volvió a cambiar la expresión. El mismo brillo y desconcierto que se habían instalado en sus ojos años atrás cuando intentó contarle a mi madre el recorrido que hicieron junto a los tres hombres por la casa.

Mi padre entró esa tarde a la casa con el sobrino, los dos hombres de traje y tres vecinos. La puerta de entrada se abrió con dificultad. No había luz eléctrica y tuvieron que abrir las persianas que durante años y a cualquier hora habíamos visto cerradas. Todos los muebles estaban atiborrados de souvenires, vasos, copas, lapiceras, boletos, fotos, tazas, abrigos. A los costados de los muebles en todas las habitaciones había cajas de cartón con igual cantidad de elementos que los que se veían afuera.

Vine a visitarlo por pedido de mi padre, dijo el sobrino,  y me di cuenta esa misma tarde que estaba loco. Avisé a mi familia y lo internamos.
El desorden en todos los ambientes de la casa correspondían en forma inversamente natural a otro, detallado por Emeregildo en cinco diarios personales, descubiertos algunos días después. Los espacios de luces y sombras también fueron pensados y diseñados para que el recorrido se asemeje al de un museo, un tránsito lógico por escenas y momentos en la vida de la casa.
Es posible que el temor al olvido de alguno de esos momentos hayan conducido a Emeregildo Vazquez al registro sistemático en su diario, un copioso inventario que como más tarde se comprobaría en otros manuscritos, repasaba mentalmente, enriqueciéndolo con conjeturas personales.
Atesorados con imágenes, y escenarios montados especialmente, Emeregildo había plasmado en distintos collages de objetos ciento nueve días inolvidables de los años en que vivió en esa casa.
Mi padre, sin hacer comentarios de lo que percibía como un caos, comenzó a darse cuenta del sentido de los objetos diseminados por la casa, cuando al entrar en la cocina, observó a un costado de la mesada de mármol, una bandeja cubierta con una lámina de plástico con dos tazas, una tetera, un par de cuchillos pequeños, dos cucharas, algunas galletitas, un frasco cerrado de mermelada y una esquela de referencia: "Ultimo desayuno de mamá."

Volvió sobre sus pasos al living, mientras los otros seguían recorriendo la casa murmurando la confirmación de insania.

En uno de los muebles, sobre un retazo de terciopelo rojo, estaban dos tickets de entrada al cine del barrio y como en todos los casos anteriores, la infaltable referencia histórica "Primera película que fuimos a ver con Luisa. Le tomé la mano."

En los diarios encontrados en un cajón de un mueble del altillo, la vida de la casa se contaba como una novela, en un apartado los nombres de las personas que en todos esos años la visitaron con sus fechas de referencia en uno de los márgenes, registro que quedó inconcluso a partir de la muerte de la madre de Emeregildo y el hermetismo absoluto que prosiguió a ese día.

En un escritorio de la planta superior se encontraban varias estilográficas con su etiqueta correspondiente, "2° a 6° en la Escuela N° 2 Bartolomé Mitre, "Papá firmó su testamento", "10 en Lengua, redacción, Mi Casa", con letra minúscula, de molde, prolija.

Álbumes de fotos, piedras del cementerio municipal y la fecha en que fue recogida cada una, cartuchos de escopeta con su infaltable referencia, postales recopiladas por orden cronológico en la pared de su cuarto, un diario personal donde describió a cada uno de sus vecinos.

Una plancha de corcho pegada a una pared del dormitorio sujetaba con alfileres varios recortes de diario que referenciaban una serie de envenenamientos de mascotas sin resolver por la policía, todos cercanos a la época en que aparecieron muertos los perros de los Vazquez, algunas necrológicas familiares con comentarios de puño y letra en los márgenes: "Dicen cáncer. Murió de pena".

En una vieja máquina de escribir Underwood había un escrito que ya ocupaba más de la mitad de una carilla, mi padre alcanzó a leer el primer renglón antes que el sobrino sacara la hoja de un tirón: "De todos mis sobrinos, Marcos, es quien lleva los rasgos familiares que nos distinguen..."

La casa se vació en pocos días y luego la inmobiliaria colocó un cartel sobre el portón principal anunciando su venta.

Los muebles fueron retirados en varios camiones y los papeles, blocks, cuadernos, álbumes, depositados en cajas en la vereda.

Mi padre, amante de las fogatas de elementos en desuso y el recorte de las podas de plantas ya marchitas, alzó una de las cajas con papeles para ser utilizada como combustible. Al abrirla le llamó la atención un cuaderno de tapas duras con una etiqueta que decía "Lugares secretos".

En la primer hoja había una columna de números relacionados con siete candados de combinación colocados en distintas puertas de la casa. En la segunda un título que encabezaba la página "Para mi sobrino Marcos" y un detalle preciso.
"En el interior de los barrotes de la cama de mamá y papá hay enrollados en billetes de cien sesenta mil dólares y otros cuarenta mil en los caños de la escopeta que se encuentra en el ático, vos sabrás darle un buen destino."


Mi padre buscó en el índice telefónico los datos de Marcos para comunicarle el hallazgo. Del otro lado escuchó una respuesta inesperada. Marcos había muerto hacía ya un mes, cuando salió a probar una escopeta que al disparar le explotó en la cara.

Poncho

Se diferenciaba de todos los perros que vieron en el pueblo. Fue el primero en acercarse a la carpa, tomarla como parte de su territorio y hacerse amigo. Y allí andaba siguiéndolos o encontrándose con ellos en distintos lugares, corriendo hacia ellos con la misma alegría que a uno lo embarga cuando se encuentra con gente querida. Lo bautizaron Poncho porque inspiraba, como los buenos perros, una sensación de abrigo y protección. En las noches merodeaba la carpa y se recostaba contra los laterales a dormir.

Poncho es grande y de pelo rubio, con personalidad, poderoso instinto y libre. Un callejero que es reconocido por todos y por todos saludado con una caricia en la cabezota, con ése santo espíritu que uno depara para la buena gente.

Una tarde llegó lastimado en una pata y los preocupó. Los turistas que tienen pocos días en un lugar confían en las personas que conocen y con su preocupación a cuestas y Poncho acudieron a pedirle ayuda a la dueña del camping. Su respuesta fue inmediata. Les pidió que lo ayudaran a subirlo a la camioneta, que ella se ocuparía de llevarlo a una veterinaria.

Días más tarde se encontraron con la mujer y le preguntaron por Poncho. Tuvieron la sensación de estar hablando con el veterinario que lo había atendido. “Por suerte la herida no llegó al hueso. Van a esperar unos días, que el antibiótico aísle la infección y lo van a destinar a un campo para que viva libre como hasta hoy”. Sonrieron felices. Poncho estaría viviendo pronto en un campo, cuidado y querido.

Dos días después fueron de visita a otro pueblo. Poncho estaba allí, libre como siempre pero en la calle y sin ser curado. Fueron a saludarlo, pero los perros, animales de buena memoria, no se olvidan de quienes ayudaron a subirlo a una camioneta para deportarlos de su territorio, así que los esquivó y se fue caminando hasta un nuevo lugar, mejor escogido: una parrilla. Una angustia enorme los azotó a los dos.

Allí le contaron que apareció hacía unos días, que le daban de comer, que daba vueltas todo el día y que regresaba a la noche.

Imaginaron la parte de la película que no se vio. Cuando la camioneta llegó al pueblo vecino se detuvo y Poncho fue abandonado a su suerte.

Hablaron con la chica que atendía como moza la parrilla. Le contaron la situación. Ella entendió y les dijo que se iba a ocupar de encontrarle un sitio, que allí le daban de comer y que estaba bien.


Otra historia de perros y perros.

La cámara de Dios


Tengo amigos que reúnen tantas virtudes como talentos. Una de ellos es Sandra Azar.
En el estreno de Molónogos en Buenos Aires pasó el centenar de fotos que luego se plasmaron en afiches, volantes, flyers digitales, etc.
En el banner de la entrada del teatro están tres de las fotos que tomó en Capital.
Vino con su esposo a la función del 28 de enero. Vino nuevamente como público, pero, se trajo la cámara. Sacó otras 56. Porque ella es así: espontánea, como su arte.
Elegí algunas que puse en esta diapositiva.
Debería contar el espectáculo en una fotonovela.
Gracias Sandra.