Fugaz

Vos te fuiste, yo me quedé

perdido y angustiado como un niño en la penumbra,

ausente, exiliado.

Recordé el primer encuentro

cinco pisos en ascensor duró el viaje hasta tu cuarto.

Los naipes barajados

que no saben de noches ni de horarios

fijaron un destino de buena suerte fugaz

como el de las estrellas,

las chispas de las leñas,

la voraz lengua de fuego en el cañón de una pistola.

No era permitido hablar de muerte,

de ríos de lágrimas ni de tragedias.

La vida breve transcurría

al ritmo de un carromato de circo en plena gira.

Toda la cama era una isla

y alrededor de ella un mar de nada.

Por eso nos costaba tanto incorporarnos,

ponernos de pie y zambullirnos al abismo

de los días numerados y las direcciones falsas,

el giro interminable de las agujas del reloj,

los días de tormenta invernal en Buenos Aires

y ese agujero negro en medio del pecho.

Ya vuelvo me dijiste, yo esperé

con la inútil esperanza de los reos,

con el sueño inconcluso

y la neblina espesa.

Te escribo, prometí y no lo hice

como no lo hago ahora.

Dicen cinco millones. Fuimos más

 


Dicen que fuimos cinco millones, que es la convocatoria popular más grande del mundo a la fecha.

Algo pasó para que esto sucediera.

Lo que ha generado en la gente este equipo no es casual, es un concentrado de ingredientes.

¿Cómo retribuirle a este equipo los abrazos y las lágrimas que generaron junto a nuestros seres queridos?

¿Cómo agradecerles tanta euforia, tanto pecho inflado de orgullo?

No fuimos solo argentinos los que festejamos este título.

En diferentes lugares del Mundo se festejó uno de los pocos actos de justicia que suceden cada tanto.

Porque hubiese sido injusto que este equipo no levantara la copa por un capricho del azar que también en el fútbol juega y cómo.

Hubiese sido injusto por Messi y por todo lo que hicieron sus compañeros para que su Capitán obtuviese el único trofeo que hasta hace unos días le había sido esquivo.

Messi en estos años de frustraciones con la camiseta de la selección, además de los golpes arteros de sus rivales, soportó los de un puñado de mediocres que siempre quedan encandilados con los que brillan tanto y no pueden asimilar tanta luz.

Este equipo concentró los anhelos de quienes a diario cargan sobre sus espaldas un sinnúmero de desdichas. Este equipo superó a adversarios y a villanos.

Es la tercera vez que veo a Argentina levantar la copa, la más pesada y gloriosa de todas, repleta de suspenso, de tensión y de llanto.

Gracias a todos los que lo hicieron posible. Para ellos estas líneas.

Cumplió un año

 Solo unas compilado de cartas y postales mezcladas con algunas notas



Cortejo

 

Cortejo      

 

La marcha silenciosa en el pasillo,

el nombre con el que nos conocían,

el frío como un filo de navaja,

el llanto contenido en el cortejo.

 

Las flores que esperaban su domingo,

algún sermón y el tiempo detenido

en cientos de recuerdos que se impregnan

con el rocío del agua bendita.

 

El rito repetido tantas veces,

alguna impostación, algún murmullo,

las fotos, los abrigos, los recuerdos,

el cielo, lo que queda, las cenizas.

 

Un guía nos conduce en su rutina

sabiendo del dolor y de su suerte,

la puerta numerada destinada

donde archivar la historia para siempre.

Trabajar con amigos

 







El tiempo me enseñó que no hay nada como trabajar con amigos.
Tuve el placer de colaborar con Alejandra Fidalme, amiga de muchos años en Miss Concert.
Me emocionó. Me emocionó ver en escena lo que pensamos en distintas reuniones y el efecto sobre la gente.
Tuve el privilegio de componer las canciones finales de sus shows. Ale canta muy bien. Y me volvió a emocionar con su final como si no lo conociera.





Orígenes

 


Mi padre fue taxista y mi madre mucama hasta que se casó con mi padre y pasó a hacer las tareas de la casa sin remuneración. Crecí en una familia humilde de clase media que recibía dos diarios al día: La prensa a la mañana, diario en el que mi abuelo había sido operario y La razón a la tarde. 

Crecí escuchando que Perón fue lo más parecido a Mussolini, que los peronistas eran como decía Borges, incurables y que a nosotros nos representaban los radicales, un partido de gente honesta. 

En la escuela pública me contaron la historia que sobre la Patria divulgó Mitre con su marcial pluma. De manera obligatoria memoricé las fechas patrias, los grandes nombres que hicieron grande esta nación mientras Sarmiento vigilaba desde un cuadro en el aula mi comportamiento con cierto aire de sospecha. 

Me dieron a entender que en los barrios marginales iban a vivir los delincuentes, la gente de malvivir, la escuelita del crimen y que aquellas villas fueron creadas por el tirano prófugo. 

Los sacerdotes eran todos buenos, los papas intachables y los ricos eran gente noble que con su buen corazón nos daban el trabajo y practicaban la beneficencia y la caridad con los más pobres. 

Yo era uno más de los quinientos que con guardapolvo blanco concurrían al turno mañana de la escuela del barrio, la misma a la que habían asistido las generaciones anteriores de mi familia. 

Tomamos la comunión y rezamos el padrenuestro. Cada domingo nos sentíamos un poco mejor confesando nuestros pecados. 

Crecí. Leí algunos libros. 

Fui cambiando gradualmente mi imagen sobre Perón y sobre la iglesia. Descubrí que los crímenes más aberrantes de nuestra historia se planificaban en las grandes mansiones y no en los barrios marginales, que la historia no era como me la habían contado y que el servicio militar no nos convertía en hombres como aseguraban mis mayores, que los militares juraban defender a la Patria pero que esa patria no era la que yo había imaginado cuando hacía la maqueta del Cabildo o en las redacciones que inspiraban San Martín y Belgrano, que cumplir con el servicio militar obligatorio era servir a la Patria pero durante mi estadía en el batallón de arsenales solo serví a un puñado de inútiles borrachos. 

No me contaron nunca cómo aparecieron los dueños de nuestros campos, desde cuándo eran sus dueños, cómo desaparecieron los indios. Luego comprobé que el juego de aparecer y desaparecer no obedecía a las leyes de la magia sino a las armas y al lugar que ocupabas cuando las ponían a funcionar. 

Me fui endureciendo a medida que descubría que la historia era otra, que las leyes del mercado no se dictan en ningún congreso, que las explicaciones difíciles de entender sobre economía eran estafas maquilladas con discursos grandilocuentes y que la iglesia creó la figura del monaguillo para que sirviera al párroco en misa y en otros asuntos. 

Crecimos con el cuento de Caperucita contado por el lobo o como la historia de Cristo contada por los romanos. 

La guerra dejó de ser un asunto lejano que recordábamos en la matiné en los cines de nuestro barrio. Fuimos convocados, movilizados, transportados desde diferentes puntos del país a unas islas congeladas que ocupamos una madrugada cuando a los jefes militares se les acabó el whisky en el casino de oficiales. 

Vimos con horror el fin de una guerra y otro horror mayor cuando esa derrota militar terminó con la dictadura y salieron a la luz sus crímenes aberrantes, sus campos de concentración, sus sesiones de tortura, sus vuelos de la muerte, hechos que tanto negaron ante organismos internacionales con su slogan “Los argentinos somos derechos y humanos” 

Vimos regresar la democracia, tantas veces presa, tantas otras torturada y fusilada. Nos creímos con el derecho de elegir nuestro destino pero eso, desde siempre, estuvo en manos de unos pocos que con dosis diarias de medios masivos de comunicación nos comieron el coco, nos limaron el pensamiento crítico para hacernos volver desfilando a paso de ganso al molde de lo que significa la argentinidad. 

Vi reducirse el sueldo de millones junto con el ánimo. Vi uno y luego varios corralitos. Vi como los villanos y los apellidos de siempre ordenaban como administrar sin la necesidad de gobernar para aplicar decretos y fórmulas. Los escuché mentir una y mil veces, elegir sus ministros de economía, sus jueces y sus policías. Escuché las palabras crisis, recesión, deuda, insertarse al mundo. 

Todo se ha ido transformando con los años como yo. Algo se mantiene inalterable: siempre leí, siempre pensé, siempre escribí.

Borrador

Quizás deba

inventariar crepúsculos,

arriar oscuros pabellones,

encerrar fantasmas y caprichos,

acorralar pesadillas,

encajonar duermevelas.

Quizás deba

levantar puentes,

olvidar anclas oxidadas,

afilar los lápices,

plancharme la camisa,

escuchar a Mozart.

Quizás deba

dejar de prestarle atención a los mensajes,

a la puntada en la rodilla,

a la regla de tres simple

y a la fórmula de la felicidad,

al orden cronológico,

al mal menor, al desconsuelo.

Quizás deba

acomodarme en la silla,

bajar la lámpara

y ponerle punto final al borrador.

El valor de las cosas

 


En un Mundo cada vez más cuantificado es imposible definir el valor de una llamada oportuna, una carta emocionante o una lágrima derramada con justa razón. En el afán de medir o asignarle un número a todo miramos las estrellas y calculamos la distancia que nos separa de ellas.

Contamos los goles convertidos por las estrellas, el monto de sus contratos, sus ventas. El valor le ha quitado su lugar al efecto que miles de objetos y gestos producen en nuestra humanidad.

Algunas personas hablan de sus mascotas resaltando lo que gastan en ellas. Y los poetas que se inspiraron en la Luna leen en los periódicos el enorme presupuesto que destina la NASA en conquistarla.

La desilusión y la expectativa carecen de registros contables.

Tomamos fotografías para congelar momentos con la secreta ilusión de perpetuarlos. Aquello que duró un segundo ya sucedió. Las décadas lo empequeñecerán y la imagen inmortalizada nos llevará al lugar y al momento una vez más para dejarnos huérfanos. Buscamos inventariar y rentabilizar los instantes de felicidad extrema.

El contador dice que utilicé: 203 palabras, 1036 caracteres, 7 párrafos, 23 líneas y que esos valores no indican nada ni están contemplados en ninguna estadística.

Entradas y salidas

 


Espió a adversarios y a propios bajo el lema Leninista “La confianza es buena pero el control es mejor” y dice que tiene archivos y videos comprometedores para torcer más de una voluntad un poco disloca.

Creó su propia agencia de inteligencia delegando en otro el manejo por consejo de sus asesores que más que nadie saben qué le falta y qué le sobra. Sabían sus asesores que intervenir teléfonos era una debilidad en la que cayó muchas veces durante su administración y en las escuchas preguntaba: “¿No es Fino?”

De la cantera de espías egresaron comunicadores con nombres en clave como el de Pirincho para alejarse de los clásicos 007 e imprimirle un toque autóctono como los simpáticos animalitos de los billetes.

Durante su gestión se disparó la venta de micrófonos resaltando el slogan partidario “Los escucho”

El libro de entradas y salidas de la Quinta presidencial fue reemplazado por tarjetas magnéticas porque la mayor parte de los jueces que iban a jugar al fútbol, al paddle o a las carreras de embolsados tenían dos apellidos y era una fortuna el presupuesto en libros.

Le quitó el impuesto al champagne para que todos tuviésemos la misma oportunidad de brindar para festejar sus logros.

Aprendió a armar equipos de trabajo cuyos integrantes coincidían con los de fútbol, paddle y carreras de embolsados.

Sentó a un perro en el sillón de Rivadavia con el objetivo de hacer público que no había favoritismo con las especies.

No hay pruebas de su paso por la universidad pero dedicó mucho tiempo a formarse mirando Netflix.

El stress y las actividades deportivas que lo fatigaban lo obligaron a tomarse descansos cada tanto para protegernos a todos con una advertencia “Si me pongo loco puedo hacer mucho daño”

Se rodeó de quienes consideraba impepinables, término que nació de su impronta en un reportaje. Su círculo de confianza es pequeño como un submarino pero profundo como el mar y respetando el medio se tomaron el buque en busca de otras oportunidades cuando terminó su gestión. No escriben ni llaman.

Cuando era joven admiraba mucho a Freddie Mercury e hizo lo imposible por parecerse a él, solo que pudo imitarlo cuando el cantante murió. Casi se va antes cuando en una fiesta se tragó el bigote postizo cantando un tema de Queen. Dios castiga pero a veces advierte.

Su madre le pegaba por mentiroso pero aquellos golpes mal asestados solo agravaron su enfermedad.

Tiene una inclinación hacia la danza y procura diariamente crear nuevos pasos que él mismo bautiza como coreógrafo.

Su paso por el Cardenal Newman le dejó secuelas en el habla por hacerse el cheto como sus compañeros disimulando ser el hijo de un constructor. Sufrió bullying de sus padres y hermanos. Concurrió a las empresas de su padre que diariamente le repetía antes de salir “No toque nada, por favor”

Así como estuvo pendiente de la actividad amorosa del pueblo invitándonos a todos a enamorarnos de una francesa, también se preocupó por el buen descanso y luego de unas elecciones desfavorables nos mandó a dormir. Es el famoso liderazgo paternalista.

Convenció a enemigos mortales de antaño para que integren sus filas recurriendo a su particular encanto y a unos recursos desperdigados por el mundo en lugares como Caimán y Panamá.

Su gestión en Boca le sirvió para estar en boca de todos, especialmente los días de la madre en que la gente le cantaba a la suya recordándola.

Sus primos estuvieron siempre en las finanzas y en la construcción pero luego de su gestión se dedicaron a muebles y guillotinas.

Duelo al sol

En tiempos en que Lula estaba preso en Curitiba yo hice una canción que sintetizaba lo que había hecho en Brasil.

La canción llegó a la Vigilia Lula libre porque en una de las visitas Jacqueline Alcántara me pidió que la tocara.

La canté cada vez que estuve allí. Uno de los eventos más importantes fue un encuentro frente a la prisión federal donde se reunieron diez mil seguidores. En ese encuentro también la cantamos.

Había llevado mi cámara y vi que desde la prisión la policía tomaba fotos de quienes estábamos ahí reunidos.


El fotógrafo de la policía estaba ubicado cerca de los portones de la prisión y yo en el campamento. No era el único. Otras personas tomaban fotos con él.

Como en las viejas películas de cowboys, en un momento nos encontramos en un duelo al sol.





La noche

 


-Hablame de la noche -me dijo en un suspiro, clavando sus profundos ojos negros en los míos. No pude distinguir si hablaba de mi mágica compañera o de aquella inexorable, cruel y eterna. Hice tiempo presionando la colilla del cigarrillo en el cenicero sin dejar de mirarla interrogante, esperando que aclarase la dirección de su pedido. Fue inútil la demora. Entrelazó los dedos de sus manos, se recostó sobre el espaldar de la silla y esperó a que mi relato madurara.

Brotaron las primeras palabras sin que ella variara un centímetro su posición. Podría jurar que no parpadeaba y esperaba mi respuesta como si de ella dependieran los días por venir. Recordé otros momentos similares cuando estaba obligado a decir lo que pensaba o lo que sabía con un nudo en la garganta y un yunque en el pecho, temiendo equivocarme en la elección de la palabra o en la metáfora que el otro pudiese percibir como una ofensa o un desafío.

Encendí otro cigarrillo en un acto involuntario y la bocanada espesa y caliente me transportó sin escalas a la puerta de un bar una madrugada cuando al salir recurrí al tabaco con la misma ansiedad que el condenado a muerte y experimenté la misma sensación de alivio, un irse del mundo por segundos. Dentro del bar flotaba una nube azul de cientos de cigarrillos, el ruido de los vasos en las mesas, algunas risas desmedidas como la ingesta de whisky barato y el inmenso dolor de una derrota colectiva. Creía en aquellos días que la verdadera filosofía de la vida tenía allí su tierra santa, que en ese templo pagano cada uno escupía sus verdades de acuerdo a cuan temeraria, infame, inmoral o ilegal haya sido su existencia. Las anécdotas y las tragedias personales tenían su inevitable desenlace en una moraleja. Nadie podía arrepentirse por lo dicho o hecho, ni justificar que se debía a los efectos del alcohol. Quien no era bueno estando sobrio jamás mejoraría ebrio. Y así como la misa tiene su liturgia, entre medianoche y amanecer se sucedían escenas donde los temas eran siempre los mismos: las mujeres, la estupidez, la cobardía, la traición, el engaño y la muerte. Siempre llegaba el momento en que un silencio filoso cortaba el aire, nos hería y bajábamos la vista buscando respuestas en los vasos vacíos. Solo un chiste oportuno nos rescataba del naufragio llevándonos de los pelos hasta la orilla.

Esa noche tuvo para revelarme tres momentos. Enterarme que mi padre casi pierde la vida en una cancha de fútbol, que había otras mujeres ocasionales en su vida a quienes conocían todos los integrantes de la mesa menos yo y que incluso una de ellas traía a sus hijos a la puerta del mismo colegio al que yo concurría en un auto Citroen gris cuya patente terminaba en trescientos nueve. Fue suficiente la revelación para que cada mañana posterior a aquella noche buscase el número de patente entre la fila de autos estacionados frente al instituto.

La encontré un mes después y nos miramos unos segundos, los suficientes y necesarios como para que yo notase cuánto se puede acelerar el corazón sin correr. Confirmé una semana después que nos habíamos reconocido cuando mi padre me contó que ella le había dicho “no es igual a vos”. Por alguna razón la frase se clavó en mí con la profundidad de un interrogante.

No tengo un registro preciso sobre la fecha en que comencé a acompañar a mi padre durante algunas horas de la noche en su trabajo como taxista. Por algunas anécdotas que mi madre cuenta como risueñas tuvo que ser en la niñez, cuando la memoria con los años las convierte en vapor de nube y que pueden precipitarse a tierra si la chispa eléctrica la conecta a otras que no se evaporaron y continúan altas, casi invisibles en el mismo cielo.

Entendí entonces que con la frase aquella mujer quería decir que carecía de osadía o de valor para acercarme a hablarle. El misterio de ese encuentro, el que nunca se produjo, quedaría en una caja cerrada en un altillo eternamente. Durante días alimenté la expectativa de encontrarme con una mujer deslumbrante, sexy, provocativa, que sabía manipular el engaño con elegancia. Si tenía hijos que llevaba al mismo colegio al que yo concurría también tendría un esposo con el que justificar algunas ausencias, horas libres en las que se encontraba con mi padre. Unos días más tarde nos perdimos de vista. No hubo otros encuentros ni otros comentarios.

Nos habíamos reunido alrededor de una mesa del bar con los compañeros de la parada de taxis donde trabajaba mi padre. Todos ellos hombres de la noche que cuando el trabajo se reduce en la madrugada se reunían a beber en el mismo lugar para compartir en camaradería lo que habían vivido durante el día. El centro de atención lo ocupó un hombre un poco mayor que el resto. Espaldas anchas y todas las características físicas del obeso. Hablaba aferrado al vaso de whisky y no lo soltaba aún cuando lo apoyaba en la mesa. Hacía pausas fijando la vista en el centro del vaso y luego arrancaba su discurso recorriendo con los ojos al auditorio que lo rodeaba como si se abriera ante ellos la caja negra de un avión que acababa de estrellarse. Mantenía a todos encantados con su relato y sus conclusiones. Por un momento tuve la sensación que estábamos sentados en círculo escuchando a Buda decir la verdad definitiva. También era taxista en otra localidad y fue invitado a compartir la mesa con nosotros por un amigo de mi padre que al verlo entre los parroquianos se acercó a él adelantándonos que recibiríamos una cátedra magistral. Se unió a la mesa con el vaso en la mano como si fuese una extensión de su brazo.

El whisky ya me había embotado como para que todo lo que sucedía a mi alrededor fuese más lento, espeso, pesado, que al girar la cabeza las luces del bar dejasen una estela y la conversación imite el paso de quienes caminan con el barro hasta las rodillas. Me costaba seguir el hilo de los temas hilvanados unos con otros por giros imperceptibles. Como era de esperar a esa altura de la noche llegamos al capítulo mujeres que contempló desde la inmaculada santidad materna que veneran con devoción los tangos hasta esas gemas enterradas en morbo, promiscuidad y desilusión que atesoran las putas, aunque la vieja profesión se maquillara con el de yiro o patín. El hombre diferenció con argumentos las categorías en las que las clasificaba, matizó con historias cada ejemplo, desentrañó la lealtad al fiolo, la disputa por algunos clientes con mayor ferocidad que la que provocan los celos, la infamia policial y el negocio y escenas de heroísmo que un hombre es incapaz de realizar.

En esa ruta desconocida y cubierta de neblina se detuvo en el punto en que para el sexo las mujeres no siempre eran preferibles a un hombre. El comentario me causó gracia y mi gesto no pasó desapercibido. Entonces, sin soltar el vaso y mirándome directamente a los ojos transmutó de principal orador a fiscal que se acerca al estrado lentamente para conseguir la victoria con las preguntas y alegato más certeros. Me propuso que imagináramos otro escenario, que planteásemos la situación en otros términos y condiciones y que urgido por mi natural voracidad sexual de adolescente, a la revolución hormonal que sopesó observándome, necesidad carnal comparable, si existiese una forma de medirla con la de un recluso que lleva años de encierro. La imagen despertó algunas risas y mi cuerpo entró en alerta al sentirme en el centro de las miradas y en el ojo de la tormenta. En esa situación de desesperación, prosiguió, las alternativas de saciar ese apetito son una mujer gorda, de carnes flácidas, de tetas tan desproporcionadas como su cuerpo, sudada por el esfuerzo que le demanda cada mínimo movimiento o un joven rubio de enrulada cabellera, de cincuenta kilos y nalgas turgentes que puesto en cuatro cuesta diferenciarlo con cualquier modelo que fuese tapa de revistas. Miré a mi alrededor y todos esperaban mi respuesta en silencio.

Bajé la vista y luego lo miré. Sonreía. Tenía en el rostro el semblante que da el brillo de una victoria. El jaque mate perfecto que genera un momento de sorpresa y confusión, el inexorable y cruel instante en que comprendemos que no existe posibilidad de volver dos pasos atrás la jugada, mover otras piezas para responder al ataque. Pasar el trago y decir sin dudar: tendría que estar en esa encrucijada aunque sea imposible que se presente tal cual se describe aquí y ahora o preguntarle, aunque suene irrespetuoso, si él tuvo que elegir entre esas dos opciones en alguna ocasión.

Mi silencio se tomó como una afirmación. Se ocupó de corroborar la certeza del golpe observando las caras de todos los que lo rodeábamos, marcando el compás de espera hasta que apareciera el veredicto del jurado. Todos permanecieron en silencio como yo. Quizás solidarizándose con mi falta de respuesta y asimilando la derrota como propia, tal vez avergonzándose de entender que no eran tan machos como creían, con el íntimo pudor de haber imaginado a un hombre desnudo en cuatro, o la incómoda sorpresa de descubrir que junto a ellos, muy cerca, casi rozándolos se encontraba sentado un puto.

El complot de los cerrojos

 


Perdí la cuenta de los días en que se desató la catástrofe. Recuerdo que aquella mañana me desperté como siempre, encendí la cafetera y fui al baño. Bebí el primer café de la mañana observando la calle por la ventana del living. Vi salir al cerrajero de su negocio ubicado en la vereda de enfrente con su valija de metal en la mano y cierta prisa. Tocó el timbre en la casa de al lado y entró. Unos segundos después un hombre se apoyaba en la puerta de vidrio de la cerrajería y rodeaba con sus manos la cara para evitar la luz ambiente que le impedía ver el interior del negocio. Golpeó la puerta con los nudillos, retrocedió y miró su reloj. Una mujer se acercó y por los gestos supuse que venía por la misma razón. Pensé que el cerrajero perdía clientes y dinero por no dejar una nota simple en el vidrio anunciando: “Estoy en la casa de al lado” u otra ya armada: “Regreso en media hora”. Me llamó la atención la llegada de un tercer cliente, víctima de la misma frustración que los anteriores. Un taxi se detuvo y descendió de él un hombre con gestos de apuro, golpeó el vidrio e igual que el primero intentó encontrar al cerrajero en el interior del negocio. Tuve la intención de abrir la ventana y gritar que estaba en la casa de al lado. El frío me hizo desistir. El hombre volvió al taxi y se fue. Cinco ventas perdidas, pensé. Era media mañana y supuse que por el frío la calle se iba despoblando y el tráfico mermaba su densidad de siempre. Dejé la taza en la bacha de la cocina, doblé la lista de las compras y la metí en el bolsillo, me coloqué un abrigo y me dispuse a salir. Quise abrir la puerta de entrada y me sorprendí de encontrarla cerrada con llave. La cerradura hizo dos giros y cuando tiré del picaporte seguía cerrada. Volví a hacerla girar y la llave hizo una vuelta como si virara en falso. Fui hasta la cocina e intenté salir por allí para ir directamente a la casa donde se encontraba el cerrajero. Volvió a suceder lo mismo y comencé a golpear la pared que comparto con el vecino. Del otro lado me gritó que se encontraba encerrado como yo desde hacía horas, que había estado golpeando la pared contigua durante minutos sin que yo le respondiese. Al notar la desesperación en su voz le pedí que se calmara.

Levanté el auricular del teléfono para llamar al portero y pedir ayuda. No tenía tono. Mi celular era la puerta de emergencia. La clave que digité para desbloquearlo era incorrecta y con los dos intentos posteriores quedó bloqueado definitivamente. Comencé a sentirme nervioso, desorientado por la serie de contratiempos. Encendí la computadora y mientras esperaba que se configurara puse en mi boca el primer cigarrillo de la mañana, un par de horas antes de lo habitual. La laptop me anunciaba, como antes el celular, que la contraseña era inválida. Me dejé caer sobre el sillón. Decidido, abrí la ventana y salí al balcón para pedir ayuda. Muchos vecinos vivían la misma situación que yo y con la misma angustia. La calle estaba desierta. En pocos minutos fueron cientos de personas en balcones y ventanas pidiendo ayuda.

Me propuse no perder la calma, respirar profundamente, sentarme en el sillón del living y pensar para encontrar con lógica una solución al problema Me angustiaba saber que no era el único que vivía la misma situación. Pensé en la policía, en los bomberos y en el ejército. Ellos estaban en condiciones de salir a la calle y socorrer a los encerrados. Supuse que ya habían comenzado, que era cuestión de horas para que ampliaran el radio entre los más cercanos a cada repartición y que en poco tiempo estaríamos libres. No entendía cómo había podido sucedernos esto a todos en el mismo momento. ¿Qué similitudes compartían las cerraduras y las claves de los celulares y las computadoras? La radio y la televisión emitían un sonido agudo muy parecido al de los equipos de audio cuando acoplan. Fui hasta la cocina, abrí la alacena y luego la heladera. Las provisiones eran como las de cada sábado antes de salir por carne, fruta, vino y algún artículo de limpieza. ¿Qué estaría sucediendo en la casa de mis hermanos con hijos pequeños, angustiados por esta situación? Yo vivía solo desde hacía años desde que me divorcié. Pensé en mis amigos. Un ruido sordo me devolvió al living. Alguien intentaba derribar una puerta, misión imposible en mi casa. El dueño anterior blindó las dos únicas entradas y el balcón con siete pisos de altura no era una opción posible de escape.

Las horas transcurrieron sin otras novedades que algunos gritos de desesperación inútiles. Comencé a escribir en un cuaderno un detalle de mis estados de ánimo para recordar dentro de unos años las sensaciones que experimenté en el día más extraño que me tocó vivir. Quise distraerme con la lectura pero me detenía en cada párrafo para comprobar si en el exterior ocurría algo que indicara que pronto se solucionaría esta situación. De vez en cuando dormitaba unos segundos para despertar en la misma realidad.

Corté el último tomate que quedaba en la heladera y me preparé un huevo duro para hacer una ensalada agregándole arroz. Los gritos provenientes del exterior se sucedían esporádicamente. Alrededor de las cinco de la tarde merendé y fumé el último cigarrillo del paquete. Cuando oscureció puse un disco para que la música cambiara mi estado de ánimo. El recurso había sido infalible hasta ese día. Calenté agua para preparar un café y noté que la presión del agua había disminuído y me di cuenta que aunque tuviésemos energía eléctrica era probable que la bomba que alimentaba los tanques no se hubiera encendido. Esa deducción me hizo pensar en aprovisionarme con distintos recipientes que fui acomodando en la heladera. Sin quitarme la ropa me acosté y me cubrí con un edredón. Las estufas funcionaban y con la caída del sol el frío era más intenso.

Soñé con mis padres en uno de esos fines de semana familiares en una isla que tenía uno de mis tíos en el Tigre. Soñé con aquel domingo en que mi padre bebió más de la cuenta y mis hermanos y yo escuchamos los gritos de una discusión que tenían con mi madre en el interior de la casa desde el jardín donde jugábamos. Mi madre sollozaba y amenazaba con irse. Oímos ruidos de vidrios rotos y un golpe grave y seco. Miré a mis hermanos que se mantenían en ronda, inmóviles, con la mirada fija en el suelo. Clara, la menor de todos, lloraba en silencio. Vimos salir de la casa a mi padre llevando en brazos a mi madre inconsciente. Mi madre tenía sangre en la frente y en los brazos. Mi padre la llevó hasta el muelle y la cargó en la lancha. Puso en marcha el motor y salió gritándonos frases incomprensibles. Nos quedamos los cuatro solos hasta que en la noche llegaron mis tíos a recogernos. Cada uno de nosotros tiene una visión distinta de lo que sucedió esa tarde. Ninguno de los varones recuerda el velorio de mi madre y Clara no volvió a hablar desde ese día.

El tanque de agua se agotó ayer a la tarde. Tuve que recurrir al algodón para no escuchar el llanto de los niños ni los gritos de desesperación de la gente. Un olor putrefacto invade todos los ambientes de mi casa. En la calle solo se ven los pájaros. Se terminaron mis provisiones y el vecino hace dos días que no responde a mis llamados. Algunos vecinos desesperados se arrojaron a la calle y los perros hambrientos destrozaron sus cuerpos. Nadie sabe si esto que está ocurriendo es mundial. Tengo la esperanza de que alguien venga a rescatarnos cuando note que no hay comunicación con nuestro país.

Comencé a escribir este diario por inercia, intentando mantener la mente ocupada. Duermo por momentos y me despierto sobresaltado esperando que esto sea una pesadilla y que las cosas recobren las formas que siempre conocí.

 

Los vecinos de los pisos inferiores que mediante sábanas descendieron a la calle para ir en busca de ayuda jamás regresaron. Puede ser una ilusión óptica producto de la debilidad pero cada día que pasa hay menos pájaros cruzando el cielo.

El niño del cuarto piso dejó de llorar, igual que dejó de gritar la anciana del séptimo.

No hay horror más grande que el que crea nuestra imaginación y cada uno de ellos nos hunde en la zozobra. Dejamos de pensar y de buscar otros caminos y entre la resignación y la esperanza aguardamos que  alguien nos rescate y nos ponga a salvo de una muerte segura.

En la desesperación a la que me condujeron esas escenas he vuelto a rezar como cuando era niño, implorando a Dios, al Cielo y al universo por ayuda. Pasaron muchos años de aquellos días en que para orar me arrodillaba al costado de la cama con las manos entrelazadas y la mirada fija en el crucifijo, unos minutos antes de dormir, pidiendo protección ante las tentaciones del Diablo. El mismo Diablo debió percibir mi silencio y ahora está a mi lado. Cuando me despierto sobresaltado presiento que me observa agazapado en un rincón a la espera de mi rendición incondicional, a que admita: Dios me ha abandonado y estoy a su merced.

Me ha costado mucho lograr que me responda. Creo que su silencio es parte de una estrategia depurada con los años. En la noche sus ojos se enrojecen y juraría que cuando me escucha sollozar se frota las manos palpitando su inminente victoria. ¿A cuántos habrá tentado y reclutado con su infinita paciencia? Sin darme cuenta comencé a hablar con él como con un amigo entrañable. Le fui contando momentos de mi vida que pocos conocían en un relato inconexo que se parece más a una confesión. Me observaba con atención, arqueaba las cejas y me interrogaba de una manera en que me obligaba a pensar si mi manera de obrar en algunas situaciones me acercaban a él. Intuía que él percibía mis dudas y sonreía. Muchas veces asentía con un movimiento de cabeza sin decir una palabra. Si despertaba y no lo veía cerca lo buscaba por la casa. Aparecía sin anuncios. Abría los ojos y allí estaba. Nunca lo vi dormirse. Nunca lo vi marcharse. Aparecía y desaparecía a voluntad.

Desperté una noche por un estrépito en el pasillo del edificio y las luces de colores rojo y azul que recorrían las paredes de mi casa filtrándose por las ventanas que daban a la calle. No tenía fuerzas para ponerme de pie y grité de manera gutural pidiendo ayuda cuando escuché que intentaban abrir la puerta de mi casa. Yo estaba sentado en el piso con la espalda apoyada contra la pared cuando tres hombres y una mujer ingresaron. Pude ver la luz de una linterna sobre mis ojos. Me colocaron en una camilla y me ataron. La mujer me colocó en el brazo una sonda con suero mientras trataba de calmarme. No entendía lo que conversaban entre ellos pero me sentía a salvo. Me trasladaron en la camilla por el pasillo y pude ver en las puertas abiertas de los departamentos de mis vecinos sus caras observándome horrorizados.

Jorge Luis

 


El 19 de mayo de 1976 Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, el cura Leonardo Catellani y el presidente de la Sociedad Argentina de escritores, Alberto Ratti almorzaron en la Casa rosada con Jorge Rafael Videla. En declaraciones a la prensa hablaron muy bien de ese encuentro y Borges apoyó el golpe de estado. Dicen que esa pronunciación le costó la sistemática desaprobación a su nominación al premio Nobel de la academia sueca.

Meses más tarde almorzó con Pinochet en Chile. Alguien de su entorno le dijo: “Mire Borges que lo están usando, están usando su imagen y su figura, y esta gente no tiene ningún prestigio, están haciendo cosas terribles”.

Tiempo después Borges recibió a dos Madres de Plaza de Mayo que le contaron lo que había sucedido con sus hijos e inmediatamente puso su firma en una solicitada.

El 22 de julio de1985 Borges, con ochenta y cinco años a cuestas y ciego asistió a una de las audiencias del juicio a las juntas militares. Salió horrorizado y luego escribió para la agencia española EFE:

“He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico (pero el hombre) hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz”

Lo que ha sucedido con Borges es común a muchos simples mortales que tienen una posición política asociada a la versión de la historia que recibieron hasta que un día escuchan o leen una diferente.

El parroquiano ilustre

 


Llegaba a primera hora y ocupaba siempre la misma mesa, cerca de la ventana, para observar la calle cada tanto y aprovechar la luz natural para escribir. Si el eventual responsable de abrir el bar se demoraba esperaba en la puerta con su pipa en la mano. En aquellos años no estaba prohibido fumar en el interior del bar y sucedía de vez en cuando que alguien se quejaba por el olor del humo azul oscuro que se posaba como una nube sobre los que desayunaban. Si le hacíamos una observación por el reclamo salía a la calle a apagar la pipa y arrojaba las cenizas al lado del cordón de la vereda. Se ponía de pie haciendo un gesto de pedir disculpas con la palma de la mano extendida y cuando regresaba volvía a la escritura hasta mediodía. Sus únicos recreos eran un par de visitas a los sanitarios. Era muy amable y siempre dejaba propina. Vestía ropa oscura y en el invierno boina o una gorra inglesa de corderoy. Las arrugas en el rostro eran pronunciadas y el bigote espeso tenía manchas de color ocre por el tabaco. Cuando calculábamos su edad con los otros mozos los pálpitos oscilaban entre los sesenta y setenta años. Se quitaba el abrigo antes de sentarse y lo colocaba doblado en la silla de al lado. Pedía siempre un café cortado con un chorro de leche en vaso de vidrio y una medialuna de grasa. A media mañana repetía el pedido y agregaba una jarra de agua. Del bolsillo de su camisa extraía siempre una estilográfica y con ella escribía en un block cuadriculado.

Descubrí quien era un domingo hojeando el diario y encontré, para mi sorpresa, su foto en una nota exclusiva en la que hablaba de su último libro. El título decía:  Carlos Céspedes, entre líneas. Llamé a los otros mozos para mostrarles la publicación y subrayar mi acierto: sesenta y cinco años tenía entonces. En la nota comentaba su última novela que describía los conflictos de una familia de clase media. Descubrir su oficio y su fama fue el primer cambio en todos nosotros. Sabíamos algo que el resto de los parroquianos ignoraba. El ambiente empezó a cambiar con su llegada. Había dejado de ser uno de los clientes de la mañana para pasar a ocupar el lugar de los notables.

Aunque nuestro bar se caracterizaba por tener un grupo de estudiantes universitarios atendiendo las mesas el que más literatura devoraba era yo y no tardé en ir en busca de sus libros. En la librería donde compraba habitualmente pregunté por él y su obra. El librero me recomendó una de sus primeras novelas, uno de sus primeros premios y muy vendida. Cuando se publicó encendió una polémica porque la trama tenía muchos componentes de la trágica historia de una familia de alta alcurnia. La leí en pocos días. Me atrapó el estilo narrativo y el carácter de los personajes. Yo lo veía escribir todos los días con una carrera ya hecha sobre las espaldas. En esos días pensaba si siendo de sus primeras obras no tendría componentes autobiográficos.

Esa novela fue la primera que subrayé y llené de marcas y comentarios personales. Tomando el dato de un crimen investigué en los periódicos de esos días y encontré notas de la época sin que se resolviera si el móvil había sido pasional. La novela ponía a la luz pormenores que escaparon al radar de la investigación policial. No tenía pruebas pero intuía que Carlos Céspedes recibió una información de personas cercanas a la víctima que completaron los datos de las horas en blanco que hubo entre su desaparición y el hallazgo del cuerpo apuñalado con saña. Me pasé varios días elaborando una estrategia para abordarlo sin que se incomodara. No podía correr el riesgo de molestarlo y que se viese obligado a cambiar de bar. Mientras tanto fui en busca de su segundo libro que me deslumbró aún más que el primero con un estilo de prosa totalmente diferente donde hacía un repaso de lo que no contaban las fotos en la vida de un embajador en Chile.

Toda la estrategia que había elaborado para iniciar con él una conversación se cayó como un castillo de naipes. Le serví el cortado como siempre y le pregunté directamente si Elena, uno de los personajes que me habían fascinado por su inteligencia y sensibilidad, había dejado a propósito, para que alguien la encontrase, la carta que cambia el rumbo de la historia. Levantó la vista y me observó unos segundos. Luego sonrió. Me dio una explicación sobre las situaciones en que el inconsciente nos traiciona con olvidos o distracciones que producen accidentes fatales o daños irremediables. Dejó apoyada en el block la estilográfica y me contó una historia personal sobre sus tiempos como recluta en el ejército cuando al final de una guardia, en el momento de comprobar el armamento, un soldado le voló la cabeza a otro con un disparo de fusil. Después de veinticuatro horas de guardia el cansancio le jugó una mala pasada en los movimientos mecánicos y de ese error nunca volvería. Me contó que lo vio años después y era una sombra de aquel muchacho que había conocido. Habían pasado muchos años y ese fusil no dejaba de dispararse todos los días de su vida.

Jamás le pregunté sobre lo que escribía en el bar en aquellos días. Sabía, porque lo había leído en varios reportajes que la tarea es íntima y sagrada, que nadie puede interferir el artesanal dominio del oficio. Había notado que no siempre escribía sobre borrador. Muchas veces corregía el material impreso que traía desde su casa. Tachaba o hacía anotaciones en los márgenes. Yo observaba cada movimiento al detalle. Quería confirmar que aquello que imaginaba al verlo trabajar ensimismado era cierto. En otras ocasiones tomaba un libro como referencia. Mi fanatismo era público y ninguno de mis compañeros se acercaban para servirlo cuando llegaba al bar. Lamento no haber pensado en una bitácora de nuestras pequeñas conversaciones sobre su labor literaria y sus personajes. Soñaba con que algún día me entrevistasen a mí para saber de Céspedes, que el bar ganaría fama porque allí escribió gran parte de su última producción.

Subrayaba palabras o encerraba entre corchetes algunos párrafos. Una mañana lo vi observar una fotografía con una lupa y cada tanto tomar nota. Intuí que perfeccionaba la descripción de una escena. Yo aprovechaba las mañanas de poco público para seguir sus movimientos desde la barra. Una enorme sensación de placer estallaba en su rostro cuando escribía febrilmente de un tirón y luego dejaba la pluma para releer tomando distancia con el papel como los miopes. Se me ocurrió pensar que en esos momentos se parecía a los pintores y le resultaba imprescindible alejarse de la obra para verla mejor.

Durante unos meses mantuvimos conversaciones breves y no todas ellas con la literatura como eje central. Quería saber cómo pensaba sobre otros asuntos como la política, temas candentes de la época como el aborto pero mis comentarios eran piedras lanzadas a un pozo de agua profundo. Podía percibir el impacto de la recepción pero sus devoluciones eran tibias, cerradas y cortas. A veces podía asentir con un pronóstico personal sobre el clima pero en temas más complejos o que requiriesen cierta exposición de su parte mantenía una distancia prudente e inequívoca. Abría sus apuntes, preparaba sus anteojos y su pluma, un prólogo de acciones que determinaban de manera elegante y diplomática el fin de la conversación.

Una mañana pedí que me cubriesen con el pretexto de cumplir con un compromiso personal y lo seguí. Quería saber dónde vivía para observar si su producción literaria continuaba en su hogar. Me enteré más tarde que lo que yo creí que era su vivienda era su estudio y que allí escribía hasta alrededor de las seis cuando daba por terminada la jornada y se dirigía a su casa ubicada a unas pocas cuadras del bar. Esto me llevó a pensar en que comenzaba la jornada desayunando en el bar y luego continuaba en su estudio Imaginé que fuera del oficio llevaba una vida como cualquiera de nosotros.

Pese a mis habituales comentarios sobre los personajes o las situaciones de sus obras jamás le expresé mi profunda admiración aunque estoy seguro que la había notado. Mi devoción por la lectura y cada hallazgo en sus líneas, cada decisión tomada por sus personajes tenían una significación especial para mí en calidad de lector y espectador. De alguna manera su producción en el bar me involucraba. Yo era testigo del trabajo de laboratorio, de la alquimia en que las ideas toman forma física en el papel, de esa metamorfosis que me tenía como observador privilegiado. Una respuesta descortés a una pregunta mía me hizo pensar en tener más cuidado. Sin querer, como consecuencia del trato diario, había pasado el límite que impone la confianza.

Un día dejó de venir y no volvimos a verlo. Al principio pensamos que pasaba por una gripe o que agendó una presentación de un nuevo libro en el Interior del país. Los días fueron pasando y temimos lo peor. Fui hasta su estudio y lo encontré cerrado. En los diarios no encontramos ninguna noticia. Desapareció sin dejar rastro. Recorrí algunos bares cercanos sin éxito. Con el tiempo me fui acostumbrando a la falta de las charlas de la mañana. Una vez nos sorprendimos todos por el aroma a tabaco de pipa que sobrevoló el ambiente. Pensamos que había regresado sin que nos diéramos cuenta.

Dos años más tarde, en una visita a la librería el dueño me dijo que me estaba esperando, que tenía un ejemplar reservado especialmente para mí. Mientras buscaba en los anaqueles anticipó que me sorprendería. Céspedes había vuelto a publicar y a sorprender a críticos y lectores con un libro donde incursionaba por primera vez en el género del humor. El librero me contó que lo había leído y que le pareció desopilante. Lo encontró en los estantes superiores, separado del resto porque sabía que vendría por él cuando me enterase y la primera edición se había agotado. Vino hacia mí sonriente, orgulloso de confiarme una obra única del escritor que admiraba. Tenía una cubierta amarilla, la foto de un bar en el centro y con letras negras el título rezaba “Conversaciones matinales con un insufrible”