Una tarde mi madre me sacó de una oreja
del interior del ropero donde nos habíamos escondido con mi prima Inesita. Mi
madre me tironeó del brazo y me dio una bofetada estridente, esas que detonan
con la rabia contenida y luego me dijo: “lo único que falta es tener otro
Víctor en la familia”. Yo no lloré. La conmoción por la revelación de la frase
fue más fuerte que el ardor de la mejilla.
Cuando hablábamos con nuestros primos
nadie sabía porqué habíamos dejado de verlos. El tío Víctor era el más querido,
simpático y compinche de todos los adultos, no solo por sus magníficos regalos
de fin de año. Era el que nos llevaba después de las doce y el brindis familiar
a la calle para hacer explotar los cohetes que había comprado para nosotros.
Aún recuerdo su cara acercando la colilla del cigarrillo a la mecha de las
cañitas voladoras. Era la embajada donde nos refugiábamos cuando alguna
travesura tenía sentencia de chirlo o chancletazo. “Por favor”, decía
levantando la mano como diciendo pido gancho, alto el fuego, que reine la paz,
es Navidad. Era también el que respondía a cualquier pregunta que le hiciésemos
cualquiera de sus diez sobrinos. Y una Navidad no vino y nosotros preguntamos,
la siguiente tampoco y volvimos a preguntar pero las respuestas eran las
mismas. Cuando intercambiábamos información con los primos quedaban resonando
frases que escuchábamos de los mayores: “se fueron a Tucumán”; “andá a saber
cómo nacen esos chicos”
Las Nochebuenas y las cenas de fin de
año se sucedieron con nuevas ausencias, algunas de ellas permanentes. Con la
muerte de mis abuelos llegaron discusiones sobre herencias y reproches que
disolvieron la familia al punto de dejar de hablarse hermanos y cuñados. Cada
uno formaba parte de un bando. Cada tanto, en un tono drástico, mis padres
murmuraban con tristeza “si vivieran los viejos” Aquella casa perdió
gradualmente su brillo de otrora, se fue poniendo gris y triste como el pasado
siempre añorado. “La hora maldita en que” era una frase recurrente que carecía
de desenlace.
En un regreso a casa de un franco
navideño del servicio militar encontré a mi madre sentada en el patio llorando
con una carta en la mano. Le pregunté qué pasaba. Dobló la carta y me miró.
“Víctor va a venir para Navidad y quiere encontrarse con todos”.
A los primos nos fue más fácil llamar
por teléfono y darle la noticia al resto de la familia. El querido héroe de
nuestra infancia volvía a casa para pasar las fiestas con los suyos después de
años de distancia y silencio. Volvía para ser como hacía años, el dínamo que
encendía la familia, olvidando el destierro obligatorio que le impusieron sus
seres queridos. No importaban para él, o habían dejado de dolerle el reproche,
los insultos y el encono. La carta tenía dieciséis renglones y en la última
oración plasmó certeramente su deseo de volver a vernos en paz.
Los minutos previos al sonido del timbre
de calle reflejaron la tensión de las palabras atravesadas en las gargantas. Se
miraban unos a otros sin saber bien qué decir. Llegó como yo lo recordaba,
cargado de paquetes, tantos como arrugas, canas y algunos kilos. Nos miró a
todos, intuyendo quién era quien después de quince años. Los primos fuimos a
abrazarlo y luego mi madre tomó la delantera en los adultos. Puso los paquetes
como siempre en el árbol navideño, cada uno etiquetado con el nombre del
destinatario. Se sentó a la mesa y haciendo notar de qué manera había dado
vuelta la página preguntó qué habían preparado para cenar.
Habló con nosotros como siempre,
dándonos la importancia que para él teníamos y de vez en cuando, de reojo,
observaba el entorno asimilando el nerviosismo del resto que no sabía cómo
retomar el diálogo, cómo contarle todo lo que sucedió en la familia mientras él
estuvo ausente. No les dio tiempo. Cuando nos sentamos para cenar comenzó a
hablar de su vida como había hecho quince años atrás. Mis padres, mis tíos y
sus esposas lo observaban como a un pariente lejano y cuando él sin dejar de
hablar los miraba a los ojos ellos retiraban la mirada concentrándose en el
plato aunque apenas masticaban.
Se fueron en su auto con Mabel a Lules,
donde pasaron unos pocos días hasta que viajó a Tafí viejo para trabajar como
encargado en la logística de un ingenio aceitero. Describió el lugar donde eran
felices, aumentó en tres el número familiar; dos varones y una mujer, el más
grande estaba cursando la secundaria con muy buenas notas y los dos más chicos
todavía estaban en la escuela primaria. “Estamos muy bien, rodeados de
naturaleza, cerca de un cerro. Arranco muy temprano pero ya despachados los camiones
me queda la tarde libre para irnos al río o a andar a caballo. Es lo que
siempre quise para nosotros”. En el silencio general intuyó una pregunta que
nadie hizo. “Los chicos son sanos y fuertes, mucho más inteligentes que yo que
siempre fui medio vago para el estudio”. Después miró a los sobrinos y aclaró
la respuesta que nadie le había pedido. “Mabel y yo somos primos hermanos y la
familia siempre creyó que los chicos, siendo de la misma sangre, podían nacer
con alguna enfermedad. Nada de eso, quédense tranquilos”. Bajó la vista al
plato y removió la salsa con un pedazo de pan. “Me hacía falta verlos. Los
extrañaba mucho”. La frase me hizo saltar de la silla sin pensar y fui a
abrazarlo, atrás mío mis primos. “Están grandes para cohetes. Esta vez no
compré. ¿Les molesta si fumo?”
Los ojos de mi madre tenían un brillo
como nunca más observé en ellos. Había en su semblante el deseo de pedir
perdón. Sus sobrinos ya no comíamos en otra mesa separados de los adultos.
Ahora estábamos expectantes por saber todo lo que quería contarnos, todo lo que
vino a decirnos. Nuestra admiración hacia él estaba intacta y sentí que esa
noche pasamos a ser nosotros, sus sobrinos, la embajada donde Víctor podía
asilarse.
Habló recostándose en el espaldar de la
silla y con el cuidado de exhalar el humo hacia el techo como quince años
atrás.”Mabel no quiso venir. Prefirió quedarse allá con los chicos en la casa
de unos amigos. Tenía miedo de esta reunión y no la culpo. Tardé unos cuantos
minutos antes de animarme a tocar el timbre. Yo sé que pensaron que iba a ser
un romance pasajero, que nos íbamos a volver peleados y derrotados pero nos
amamos como el primer día en que nos vimos en esta misma casa una Navidad como
ésta y no pasamos hasta hoy una sola noche en que no durmiéramos abrazados.
Estaremos felices de recibirlos si no los acobardan mil cuatrocientos
kilómetros. Los veranos son calurosos durante el día pero siempre refresca por
las noches. Podemos hacer unos lindos asados y recordar que siempre fuimos
familia. Les va a encantar el lugar donde estamos viviendo y donde esperamos
pasar nuestra vejez”.
Nos quedamos conversando hasta casi la
madrugada. Volvió a insistir en que nos esperaban allá, que no lo hiciéramos
viajar todos los años para que pudiera vernos, que estaban felices de haber
tomado la decisión de irse y encontrar su lugar, su vida. Contó las rutinas
diarias de toda la familia, repasó con la vista la casa y dejó claro que jamás
se enteró de nada de lo que había ocurrido durante su ausencia. Recordó a mi
abuelo. Muchas veces pensó en el daño que pudo haberle causado su partida pero
sabía cómo pensaba y que nunca iba a ser cómodo ni natural para nadie conversar
como lo hicieron durante años. “Ahora mismo se nota en el aire que tenemos
cosas guardadas. Tranquilos, como dicen allá, soy un caballo que ha vuelto a la
querencia después de días en el monte”
Viajamos a los pocos meses como una
caravana de gitanos. Fue una travesía fascinante que se repitió antes de las
fiestas del año siguiente. El tío Víctor organizó actividades de todo tipo para
nosotros. Todos los días nos hacía sentir lo feliz que era con nuestra visita.
Mabel estuvo muy nerviosa en los primeros días de nuestra llegada, luego se fue
relajando y sintiendo a sus anchas. En las primeras horas parecía que la que
estaba como una visita era ella y todo lo consultaba con Víctor. La observé
conversando con mi madre, al principio serias y cuando las vi reírse me di
cuenta que la relación tomaba su cauce. Comprobamos que eran felices y se
amaban, que era la vida que necesitaban.
En cada viaje se fortalecieron los
vínculos y mi madre me enseñó que también se puede pedir perdón con gestos más
certeros que una oración. Mabel y mi madre se hicieron muy amigas y mantuvieron
durante años una correspondencia epistolar profunda, cargada de vivencias y
sentimientos personales. Mi madre veía feliz a su hermano, lo descubría en
otros roles como los de marido y padre. Los hijos de mi tío Víctor y Mabel
tenían una diferencia de edad conmigo y mis otros primos y una cultura
pueblerina pero a la hora de compartir la mesa éramos uno solo. Mi padre
también construyó una amistad con su cuñado. Disfrutaban juntos pequeños
momentos y charlas preparando el fuego para un asado.
Repasando el álbum de fotos familiares
observo el paso del tiempo y la felicidad de aquellos días. Muchas fotos de
nuestros viajes fueron tomadas al aire libre en el sendero al cerro, en el río,
cabalgatas, excursiones al monte, jugando al sapo en la puerta del almacén del
pueblo. Hay una de aquella noche en que Mabel y Víctor estaban tomados de la
mano para anunciarnos que ella se había animado y viajaría con él a Buenos
Aires para las fiestas de Navidad y año nuevo. Se habían jurado no volver a
separarse una sola noche y cumplirían. Ella no lo dejaría viajar solo.
Nos enteramos que fue a pocos kilómetros
de salir de Tucumán. Un camionero dormido se cruzó de carril.