La sortija

Para Claw, el buscatesoros


Cruzó la calle con la visión borrosa. Las lágrimas habían asomado como las nubes imprevistas, empujadas por el viento de la nostalgia y la tristeza de su amigo enfermo. Bajó la vista y apoyó el pie en la calzada y le llamó la atención un reflejo dorado semienterrado en las juntas de alquitrán del pavimento. Se agachó para despegarlo y recogerlo y lo identificó fácilmente. Era una sortija de calesita, un precioso objeto de la infancia, una pequeña e inequívoca señal que oficiaba de puente entre aquellos días felices con su amigo y éstos que debía soportar sobre los hombros y el alma.

El corazón se agitó con un deseo súbito: volver a la calesita de Boyacá, donde en la niñez llegaba de la mano de su abuela, a quien sin insistir demasiado, convencía para salir a la calle en el momento más caluroso de la siesta de verano. Aquel calesitero la ponía en marcha para su único pasajero. La música y los giros del carrusel no tardarían en convocar al resto de los niños del barrio.

La amistad con Marcelo se forjó entre corceles, biplanos, jirafas y autos de carrera. Tuvo la esperanza, con las manos en el alambrado de encontrarlos a ambos ésa tarde, pero el carrusel que conoció se había transformado. Lo único que se conservaba igual desde aquellos años era la pera de madera y su sortija. El calesitero era más joven que el que permanecía en su recuerdo, la música circense fue reemplazada por canciones infantiles que no conocía. Esperó que la sortija estuviera en la mano ganadora y se acercó al calesitero. Le extendió la mano y le contó que las primeras aventuras de su vida comenzaron en aquel sitio. Si faltaba algo para convencer a ése hombre que estaba frente a una persona extraña fue la propuesta de comprarle la pera y su sortija. El hombre entendió que se trataba de algo más que un berretín, una excentricidad o el capricho de un coleccionista. En aquellas palabras subyacían sentimientos más profundos. El hombre ordenó sus ideas para explicarle que no podía venderla porque esos elementos dejaron de fabricarse, como las calesitas, hacía unos años.

En una maderera consiguió la pieza que necesitaba. Trabajó en ella durante días, dándole la forma que él recordaba claramente, lijándola, barnizándola, incrustándole flejes de bronce y ajustando a la medida exacta el encastre de la sortija en el orificio central. Mientras trabajaba con paciencia y perfeccionismo de orfebre volvió a paladear el sabor de la victoria de aquellos días cuando vencía las fintas de la pera y la sortija que dibujaban en el aire los golpes de muñeca del calesitero y quedaba aprisionado en su puño el triunfo que lo premiaba con otra vuelta gratis.

Volvió a la calesita de la calle Boyacá con la pera que había fabricado. El calesitero no salía de su asombro. Tenía en sus manos una herramienta de trabajo de mayor calidad que la que poseía, castigada por las lluvias, el sol y el paso de los años, y le estaban proponiendo un trueque mano a mano. Toda la familia vino a ver al extraño personaje obsesionado con un tesoro de su infancia.


Su amigo Marcelo se recuperó y a los pocos días abandonó el sanatorio. Él llevó la pera y la sortija a su casa y la colgó en el descanso de la escalera que conduce a la habitación donde dibuja y trabaja. Muchas veces, cuando desciende la toca. Sobre todo en aquellos momentos en que necesita descender algunos peldaños de la línea del tiempo para sentirse tan feliz como en la calle Boyacá.