Piloto de Pruebas


Yo no llegué a la Fórmula 1 de casualidad. Yo me hice de abajo, bien de abajo. Empecé en la fosa del taller mecánico de Tito Sparza en Trenque Launquen cuando tenía 16 años. Don Tito, me vio condiciones como ayudante de taller y me dijo: "Pibe, vos tenés alma de tuerca". Y allí nomás, me puso a clasificar todas las tuercas que se necesitaban para trabajar en la fosa.
Don Tito quiso incursionar en la publicidad de su taller en las carreras y compró un karting destrozado que empezamos a trabajar de a poco.
Corrí en Gral Pico piloteando el karting sin clasificar. Como le habían puesto un cartel demasiado grande en la trompa, los jueces no aceptaron que compitiera, pero se arregló para que corriera sin puntaje. La idea era que se viera la publicidad del taller por lo menos cuatro vueltas. Giré una y media, casi una y tres cuartos, cuando el cartel se desprendió por efecto del viento, me pegó en la cabeza y seguí de largo en una curva. Me frenaron dos eucaliptos. Quisieron hacerme juicio, pero nadie declara estando en coma. La causa prescribió.
Un mal entendido cuando manipulaba el crique sobre el que estaba montado un camión nos dejó a todos sin trabajo. Al velorio de Don Tito yo fui igual, porque lo quería desde chico y fue un honor trabajar con él.
No pasó mucho tiempo y gracias a un chivo bien preparado llegué a Turismo Carretera. El chivo lo asamos con mi primo Tomás en la Carrera de Balcarse y el gran Flaco Traverso, cuando lo probó, no dudó en hacerme un lugar en su equipo.
Cuando había dudas con el tren delantero, lo probaba yo. Cuando creían que el auto se desintegraría, lo probaba yo. Muchos opinaban "No sabe lo que es el miedo". El flaco decía "No tiene conciencia".
Gané mi fama con los trompos. Conseguía buena madera y como tenía una prima que se daba maña para pintarlos durante una época corta hicieron furor.
Gracias a conocidos en el ambiente, me colé en un Gran Premio de Interlagos. Cerca de los boxes, y pidiendo permiso, me saqué una foto arriba de un Minardi. Algún distraído me acercó el casco y con el casco puesto no te reconoce ni tu vieja. El auto se puso en marcha y yo salí echando chispas.
El auto alcanzó las 5000 revoluciones a los quinientos metros, que fue todo lo que duré arriba del monoplaza antes de que el auto hiciera un trompo, la vertical y una vuelta carnero estrellándose contra un cartel de Pepsi.
El video recorrió el Mundo, incluyendo el momento en que me sacan los bomberos. La fama fue total y Coca Cola pagó una fortuna para utilizarlo como publicidad contra su competidor.
Mi vieja me llamaba todos los días para que volviera y mi novia estaba con el corazón en la Boca. En la Boca, en un baile, conoció a un chico del que se enamoró perdidamente.
Yo seguí dando notas para distintos medios. Me filmaban manejando y un instructor mirando a cámara corregía todos los errores.
Otro crique me jugó la segunda mala pasada de mi vida en Montecarlo. Estaba mostrando como se cambia una cubierta, se me zafó la palanca cuando lo levantaba y el Porsche 750 se fue calle abajo hasta el lago. Fueron mis últimos minutos de fama.
Mi último trabajo fue a bordo del Audi de un jeque árabe llevando a su mujer a una casa de verano. Algo le pasaba a los frenos y en un momento el volante quedó sin respuesta. Me hizo acordar al volante de los autos que había en la calesita de Trenque Lauquen.
Tengo todas las revistas donde salieron mis notas y un recuerdo de los hospitales donde me recuperé.
Mi hermana Teresa hoy arregla la agenda y las entrevistas. Las compañías de seguro me tienen como imagen en todas las publicidades. Mi hermano Martín, otro amante de los fierros y de las promotoras de TC, está escribiendo mi biografía: "Un volante, un poste de alumbrado".


Polo y yo



Prefiero pensar que no voy a olvidarme, que no harán estragos en mí los años ni el Alzheimer, ese alemán loco que se escapó de la segunda guerra y sigue asolando a la gente.
Prefiero pensar que si alguna tarde de lluvia, repaso un album de fotos, entenderé que ésta que veo en blanco y negro fue tomada de ese modo y no destiñó con el paso del tiempo.
Porque debo decirte que todos, vos y yo incluídos, vamos cambiando bastante, nos estiramos mucho al principio para volver a encogernos y arrugarnos al final.
Y yo te veré crecer naturalmente y siempre serás Pedro o Polo, como te gusta que te llamen.
Me contarás historias cada día más complejas y yo te contaré las mías.
Pero no he de olvidarme de nuestras primeras charlas en la casa de tus viejos jugando en el jardín, luchando, ante la mirada vigilante de tu madre con el carnet de la obra social a mano y el botiquín de primeros auxilios.
Y menos debo olvidar que alguna noche en Uruguay escuchaste subido a mis hombros la historia de Rulloni y California que yo le contaba a tu padre y a partir de allí ese fue tu destino feliz cada vez que jugabas a viajar con tus viejos a algún sitio en los aviones que inventaste en el living de tu casa.
Y tampoco tendría que olvidarme que una tarde, en un campamento, nos tapamos con una toalla que tenía el increíble poder de aislar a las personas para que nadie escuche lo que se conversa cubierto con ella y vos lo probaste diciendo cosas terribles como: culo, pito, caca, mientras todos nos rodeaban, y cuando nos quitábamos la toalla mágica, nadie había escuchado nada.
Unos meses depués de esta fantástica prueba, me invitaste a tu cuarto, te sentaste en la cama y usaste el cubrecama con poderes similares a aquella toalla y conversamos sobre los miedos, tan parecidos en ese momento y siempre a los míos.
No debería olvidarme que con tus cuatro años vos decías que yo era tu amigo, palabra de extraño poder que me hace inmune a las tristezas, a las bombas neutrónicas, a los terremotos y a las noches de tormenta.

Juegos imaginarios

Hace algunos años, Mario Rulloni, fotógrafo, humorista, artista de profesión, me contó una historia que pintaba de cuerpo entero a su abuelo.
Mario tenía no más de 6 años y miraba fascinado la serie Ruta 66 todas las tardes en el televisor familiar de su casa paterna en Villa María, Córdoba.
Ese día en la serie se repitió muchas veces un punto geográfico que a Mario le llamó la atención: California.
Cuando su abuelo llegó de trabajar en su puesto en la feria, Mario corrió a su encuentro y le preguntó:
- Abuelo, queda lejos California?
- ¿Querés ir? Te llevo.
Y lo subió a su vieja camioneta por una ruta desconocida para el niño que era Mario entonces.
Mario se quedó dormido mientras viajaba. Se despertó cuando era noche con los sacudones suaves de su abuelo.
- Llegamos.
Ante él había una gran calle de un lugar que no conocía y en el fondo un puesto iluminado de máscaras y artesanías.
- Abuelo, ¿estamos en California? ¿puedo comprar algo acá para mostarle a mis amigos que estuve en California?
- Claro...
Y así fue que Mario compró una de las máscaras colgadas en el puesto para llevar a casa y contarles de su aventura, digna de Ruta 66, una de sus series preferidas.


Daniel Mongelli, padre de Julieta, jugaba a que tenía un perro imaginario, que a excepción de él en la familia no veían.
Y andaba con su correa y su collar paseando el perro por la casa y le preparaba la comida y lo llamaba por su nombre, Sanguinetti, y el pequeño perro, obediente, venía a su encuentro moviendo la cola como todo los falderos y Daniel le prodigaba caricias y frases estimulantes.
Julieta se preocupaba por la conducta de su padre y aclaraba a las visitas en secreto.
- Papá cree que tiene un perro, seguile la corriente. Decile que es muy bonito. -mientras hacía la universal seña de mover el dedo índice en forma circular sobre la sien.
Las visitas respondían al pedido de Julieta y cuando Daniel venía con la correa y el collar, le decían
¡Qué perro más bonito!
Unos meses más tarde, uno de los amigos de Daniel, le contó que su perra había tenido cachorros cocker spaniel, uno de la camada era blanco con una mancha negra en la frente. Daniel le pidió ese cachorro para llevar a su casa.
Mientras esperaba el tiempo del destete de la perra, Danielsiguió con el juego y ya describía a Sanguinetti con lujos y detalles de su mancha, su carácter, su tamaño y lo llevaba y traía de la veterinaria para los controles.
Una de las vueltas a casa llegó con el cachorro que había comprado hacía dos meses.
Julieta lo vio entrar naturalmente a casa con el perro en sus brazos diciendo que lo había tenido que llevar como otras veces al veterinario.
Julieta no salía de su asombro.
Allí estaba ante ella, ese perro, tan bien descripto por su padre, con la mancha negra en la frente, que hasta recién formaba parte del imaginario familiar.

Lunes otra vez

La multiplicación de los panes es una de las referencias inevitables en la historia cristiana. La sociedad de hoy vive la multiplicación de los lunes. El lunes es fácilmente identificable entre los días de la semana. Basta con entrar al subterráneo, caminar por las calles de la ciudad, para darse cuenta que es lunes.
El rostro enjuto, deformado por las arrugas que presagian la vuelta a la oficina, a las colas en los trámites, a los embotellamientos de autos, a las bocinas.
Volvemos de una pausa en esa guerra de ruidos de las grandes ciudades.Volvemos después de un par de días de reencuentro con nosotros mismos, sordos al despertador, ausentes a los compromisos inevitables.
He notado que los lunes se han multiplicado.Se ha contagiado el martes y el martes tosió y contagió al miércoles y el miércoles al jueves. Solo el viernes, aún, se mantiene inmune a la enfermedad del lunes, al andar alunado, bien de lunes, fuera de foco, carente de sonrisas. Los dientes solo se muestran en señal de desafío, copiamos el estilo de los perros. No ladramos, ni orinamos en los rincones, pero demostramos que no solo sonreímos.
El lunes suele ser un día fatal y el fastidio empieza a herrumbrarnos a partir de las 19 horas del domingo, el día que Dios eligió para el descanso, poderosamente sabio, visionario, sabiendo que al día siguiente sería lunes y estaría fastidioso, preocupado por tantos rostros humanos que parecen despiadados.
A la gente le está pasando algo.
Se le están confundiendo los días. Hablan con aliento a lunes en días que nada tienen que ver con esa fecha trágica.La gente se está enlunando.
Sería bueno que nos confundamos un poco y que oficialmente mintamos con descaro, en diarios, carteles electrónicos de subtes y trenes, digamos que es miércoles, que hagamos creer que quedan sortear solo tres días para empezar el fin de semana, no digo siempre, cada tanto, aunque alguno maldiga el haberse olvidado de un vencimiento, de un compromiso, de una promesa, aprovechar la confusión unos minutos para ver qué pasa, cómo saluda el vecino, el diariero, la guardia urbana, el comisario de abordo, el guarda de tren, el camillero.
Convengamos que no es esta una solución permanente ni definitiva, pero al menos, gozaremos al creer, por unos minutos, que algún milagro se produjo, que sorteamos los primeros días sin sobresaltos, que estamos a merced de un juego sorpresivo, fértiles para esbozar una sonrisa inesperada.

2 de abril


El 2 de abril de 1982 me encontraba cumpliendo con el servicio militar obligatorio en el Batallón de Arsenales 601 Esteban de Luca.
Ese día, mis compañeros y yo, llegamos como siempre a la unidad y nos encontramos con una formación especial en el campo de armas donde un oficial nos puso al tanto de la invasión y toma de las islas Malvinas.
Siete días antes, los mismos oficiales nos entrenaron para reprimir manifestaciones populares. Esas manifestaciones se llevarían a cabo en la Plaza de Mayo.
El 2 de abril un pueblo entusiasta, que 2 días antes había concurrido a la Plaza a repudiar al gobierno militar que encabezaba el General Leopoldo Fortunato Galtieri, vivaba y aplaudía las frases bélicas de un militar que por su expresión, su tono y el color del rostro, confirmaba un secreto a voces: estaba borracho.
Seguí el discurso por el televisor instalado en la cuadra de la compañía donde prestaba servicio.
Escuché voces de entusiasmo de mis compañeros, vi elevarse al aire puños amenazantes.
Días mas tarde estábamos practicando tiro con fusiles Mausser del año 1909 y con ametralladoras Madsen que se trababan en más ocasiones que las que disparaban.
Yo pertenecía al grupo Comando. Este grupo era el encargado de la seguridad y defensa de la columna de transporte que realizaría una marcha al sur con pertrechos militares.
Algunos de mis compañeros partieron con rumbo al sur llevando en viejos camiones militares espoletas, explosivos, municiones.
Tuvimos que volver a los días del vivac, donde recibíamos instrucción militar.
Tuvimos que escuchar en silencio, rodilla en tierra, a suboficiales que nos decían cosas como:
"Soldados, yo he mamado la guerra desde chiquito. Yo luché contra la subversión. A mi me gustaba desde chico escuchar y leer sobre las guerras en el Mundo. ¿Saben porqué empezó la guerra de Viet Nam? Por el petróleo del Sinaí, soldados.
Yo escucho hablar que hay soldados en Malvinas que se mueren del corazón, por el miedo. Yo prefiero pegarles un tiro a esos cobardes que tenerlos a mis espaldas y no saber si por miedo me pegan un balazo a mí."
Esos eran nuestros instructores. Yo pensaba que estos tipos nos lideraban en el campo de batalla.
Nuestro deber como comandos era la defensa de la columna y para eso íbamos a viajar con ametralladoras antiáreas en el techo de los camiones con relevos cada dos horas, iguales a los que teníamos en el cuartel. Pensé que con el frío y desplazándose en la ruta durante dos horas en el techo de un camión, qué posibilidades de disparar tendríamos ante un ataque aéreo inglés al continente.
Vivimos en estado de alerta permanente, lo que significaba que en los momentos en que estábamos en nuestras casas, teníamos que tener listo nuestro equipo para salir en cualquier momento.
Argentina jugaba el mundial en España. Habíamos acordado con varios compañeros que veríamos uno de los partidos en casa de mis padres. Nadie vino esa tarde.
Unas horas después llamaron del cuartel a la casa de un vecino (mis padres por entonces no tenían teléfono) para que me presentara en forma inmediata.
Me llevaron mis viejos hasta allí y en la puerta de entrada pudimos ver a varios camiones alineados, listos para salir, con todos los compañeros que habían quedado en reunirse conmigo en la casa de mis padres para ver el partido.
Llamaron a los que estaban próximos a la unidad. Yo llegué tarde. La dotación estaba completa. Saldría al día siguiente a las 6 de la mañana con otra columna.
Recibí cartas de vecinos, una despedida que nos ofició la gente de Boulogne, el lugar donde se encontraba el batallón, en la carpa de un circo.
Había toda una imagen en eso. Nos despedían en un circo.
Hicimos un simulacro de marcha una mañana. Salimos en columna varios camiones y pertrechos de campaña. Los barrios marginales que atravesamos en la marcha, nos arrojaban cigarrillos, chocolates, comida a nuestro paso.
Ibamos unos pocos kilómetros para luego regresar durante el día. Nos detuvimos a almorzar en la ruta utilizando por primera vez la cocina de campaña.
Recibimos la ración en nuestras marmitas de aluminio y al probar el primer bocado muchos de nosotros escupimos lo ingerido en el plato. Hubo una voz de alerta ordenando que no comiéramos. Por un desperfecto, el gasoil de la cocina de campaña había entrado en la olla donde se hizo la comida.
Nuestra preparación militar tenía a la deficiencia como denominador común.
No me extrañaba que nuestros camaradas en el sur, no tuvieran la ropa adecuada para la temperatura de Malvinas. No me extrañaba que pelearan con fusiles arqueológicos. No me extrañaba que no hayan pensado que nuestros maravillosos tanques TAM (tanque argentino mediano) se empantanaran y fuesen inútiles en Malvinas. No me extrañaba que nuestros oficiales estuviesen tan borrachos como los días en que no teníamos conflicto bélico alguno.
En uno de los depósitos de la unidad un grupo de madres patricias leía y censuraba la correspondencia que llegaba de familiares a nuestros soldados en las islas, eliminando a aquellas que podían desmoralizar a los muchachos, mientras administraban las golosinas, cigarrillos, mantas, pulóveres, bufandas, pasamontañas que la gente donaba para nuestros chicos en el sur.
Un soldado de la clase posterior a la mía, mientras hacía guardia, sorprendió a dos suboficiales cargando dos bultos, tratando de robar cigarrillos y golosinas del Fondo Patriótico.
Formación al día siguiente. Se les quitó las jinetas, le sacaron los botones de las chaquetas, se los declaró indeseables dentro de la unidad y hasta se corrió el rumor que se los obligarían a dormir con la tropa que cumplía alguna sentencia militar en un calabozo.
Uno de los ladrones era famoso por practicar artes marciales utilizando como sparring a los soldados que les tocara en suerte. Era habitual su prepotencia. Allí estaba, a punto de encontrarse con nosotros de igual a igual cara a cara. Ningún rumor se hizo realidad.
Cuando nos ibamos de baja estos dos suboficiales desfilaron escoltando la bandera de ceremonia ante nuestra silbatina y el desconcierto de los padres que habían venido a presenciar la ceremonia.
Fuimos arrestados.
Nos tuvieron algunas horas al sol para entregarnos nuestros documentos. Antes de hacerlo, el segundo jefe de la unidad, un teniente coronel, nos sermoneó:
"En los años que llevo como militar, nunca he visto clase de soldados más indisciplinada que ustedes. Me parece que con ustedes este país no tiene futuro. Hemos perdido la guerra por contar en la tropa con esta clase de personas que hoy tengo en frente. Son una vergüenza."
Cuando me tocó integrar una formación para viajar, estaba próximo el principio del fin, quedaban días para la rendición. En la ruta misma, llegó la orden de hacer volver un camión y doce soldados. No hubo voluntarios para volver. Esto parece un chiste pero creo que hubo dos razones para no levantar la mano. Una podía ser la vergüenza de quedar expuesto ante sus compañeros, la otra es que cada vez que se pidieron voluntarios para alguna actividad, siempre se terminaba haciendo otra cosa desagradable, sobre la que nadie se hubiese ofrecido.
¿Quiénes saben conducir? Un grupo se ponía de pie. "Tomen esas palas y vayan a hacer letrinas para la tropa".
Despues se fueron conociendo las crueles verdades. Soldados metidos en pozos de zorro con el agua llegándole a las rodillas, soldados con sus piernas amputadas a causa del frío, la aparición de chocolates para la venta que tenían en su interior cartas para los soldados, la falta de abrigo, la falta de comida, la falta de previsión, la falta de honor para dirigir una tropa de gente que no había cumplido los veinte años.
Nuestros jefes militares fueron entrenados para combatir, apresar, torturar, aniquilar civiles en los años de fuego de la dictadura militar.
No sabían nada de como enfrentar a un ejército con la experiencia y la organización del inglés.
Nuestros soldados fueron mejor tratados por el enemigo cuando fueron capturados como prisioneros que por sus propios jefes cuando estuvieron en combate.
Hubo un informe oficial sobre los errores cometidos por la jerarquía militar argentina.
Hubo un silencio posterior.
Hubo un regreso sin gloria de nuestras tropas.
Hay cuatrocientas cruces en las islas que son testimonio de un infierno cuyo diablo tiene nombre y apellido.




Una frase en aerosol

En la estaciòn de Burzaco, un signo de los tiempos que corren:
"Nuestros sueños no caben en sus urnas"
La firmaba El Charco

Carmen, la banda de mis hijos


No puedo negar la emociòn de verlos sobre un escenario a edad tan temprana.
Y que hace un rato largo que vienen alimentando la bestia que llevamos dentro.
Nico en baterìa, Ayelèn en percusiòn y coros.
Aun conservo la foto de la primer baterìa que le regalamos a Nicolàs en su cumpleaños nùmero 3 y mi guitarra y yo al lado.
Han escuchado mucha mùsica desde muy chicos.
Han soportado mis ensayos y mis shows.
Ahora son colegas.
Y yo voy a verlos como uno màs de los que los siguen.


Nacido el 7 de agosto

Publicado en Página 12
Dedicado a Ariel Armony y con un guiño en el título a mi amigo Ariel Presta.

Mucha gente se ha horrorizado viendo Nacido para Matar, Apocalypse Now o Pelotón de las atrocidades que cometen los militares norteamericanos en la formación de sus soldados para el combate. Una mirada retrospectiva a mi experiencia sobre el servicio militar en nuestro país me permite catalogar dichas películas como comedias americanas.
Esta tragedia nacional, que a quienes la soportamos nos hace esbozar las primeras sonrisas una vez transcurridos los diez años, comienza para todos, incluida la familia, cuando se cumplen tres hechos fundamentales: la revisión médica, de la cual salir ileso demuestra aptitud; el sorteo, que todos esperan con la misma incertidumbre que aquel que escuchaba silbar una bomba sobre el techo de su casa en la Segunda Guerra Mundial- y el destino donde deberá cumplirse esta obligación por el término de un año, que no deja de ser un misterio hasta que se recibe la primera carta desde un paraje que sólo puede ubicarse en el mapa con la ayuda de un geógrafo de frondosa imaginación.
Corría el año 81 quién sabe a donde cuando tuve que enfilarme en las tropas argentinas, que por entonces, sin conflictos bélicos cercanos ni enemigos potenciales, vivaqueaban en los cuarteles con el mismo entusiasmo que la hacienda en la Sociedad Rural. Nuestros jefes, lejos estaban de parecerse a los estancieros, ya que nunca vi a una vaca subirse a un unimog presa de tanto nerviosismo ni dormir y comer en un lugar que hubiese levantado voces airadas en la Sociedad Protectora de Animales. Primero estaba Dios, luego La Patria, incluida la Financiera y luego estaba la familia que no era otra que la de algún oficial al que le destinaban un soldado chofer, un soldado pintor, un soldado arquitecto, un soldado albañil, un soldado jardinero y un soldado asistente para que le abra las puertas, le lleve las carpetas, le lustre los borceguíes, le atienda el teléfono, le lave el auto, le cebe mate, le diga la hora y le agende diariamente, para evitar olvidos, que debe impartirle órdenes para todas estas actividades.
El día de nuestra citación abandonamos el Distrito Militar subidos a unos camiones a los que algún gracioso colocó carteles que decían “Zapala”, “Ushuaia” o “Puerto Pingüino” para templar nuestro espíritu aventurero. Ya me había olvidado de la fría mañana en la que nos revisaron, paseándonos de un lugar a otro como si estuviéramos en el Caribe, de la sangre que me extrajeron de un brazo mientras me ponían una vacuna en el otro, que tuvo la particularidad de quedarse concentrada como un huevo a la altura del hombro y disolverse dos años más tarde en un quirófano, bisturí mediante. Llegamos a un cuartel del suburbano donde sorteamos interrogatorios de diferente índole y que se extendieron hasta llegar la noche. Tras un breve recreo nos condujeron a una cuadra amueblada con setenta u ochenta camas marineras que nos esperaban desnudas. Nunca esperé que las poblaran con mujeres, pero al menos creí que tenían conocimiento acerca de la invención del colchón como complemento de esa suerte de trampa para zorros donde pensaban cobijarnos. En la profundidad de la noche, algunos lloraron amargamente. Al principio creí que eran perros pero cuando escuché los gemidos de mi compañero de abajo tuve la certeza de que los perros no lloran de esa manera.
Entre mis señas particulares se encuentra la de un despertar algo abúlico. Me lleva aproximadamente una hora despegar los ojos y otro tanto levantarme de la cama. Era muy temprano, aún no había amanecido, cuando sonó un silbato que me hizo pegar la cabeza contra los flejes de la cama superior. Confundido por el sueño, mi primera reacción fue ir a buscar agua para apagar el incendio y pedir ayuda a los gritos por el desastre que acababa de ocurrir. El sargento premió mi disponibilidad para el movimiento con un paternal sopapo en la nuca que volvió a producirme sueño hasta la diez de la mañana. Tomamos nuestros jarros y salimos a la calle para recibir el desayuno que consistía en un pan modelo ¨63 y un poco de mate cocido en estado de ebullición. Al ver lágrimas en los ojos de mis compañeros supuse que eran producto de la nostalgia que los embargaba, pero esos estúpidos pensamientos se esfumaron rápidamente cuando apoyé mis labios sobre el tazón de aluminio. No pude hablar por dos horas y pensé que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volver a decir la palabra onomatopeya.
Luego de pasearnos por el batallón con el objetivo de completar nuevas planillas, nos llevaron a un campo repleto de carpas en las que pensaban alojarnos para el beneplácito de las culebras y mosquitos que habitaban en ellas. Ellos mismos no ingresaban a ninguna sin antes colocarse la máscara y el traje de apicultor. Era la primera vez que utilizaríamos los elementos de rancho, los cuales se hallaban en una marmita que podía llegar a tener las iniciales de algún granadero que cruzó la cordillera para liberar Chile. Nos sentamos en el piso espalda con espalda esperando la comida que llegó transportada por soldados de la clase anterior, que por su manera de sonreír supuse que tenían mucho que ver con su preparación. Sobre nuestras cabezas había una hilera de bombitas de 40 watts que por suerte no irradiaban la luz suficiente para que pudiéramos ver qué teníamos en el plato. La comida era de colores variados, entre el verde y el violeta, con algunos salpicones amarillos que denotaban el espíritu artístico que caracterizaba a nuestro cocinero. Cuando me llevé algo de eso a la boca, tuve una sola idea: desertar. Uno de los cabos había depositado sus ojitos centinelas sobre mi persona. Su mirada cálida y enternecedora bastó para que un ímpetu desconocido para mí me impulsara a introducir una y otra vez mi cuchara en la marmita como deseando devorarlo todo. No duró demasiado dicha euforia. Duró exactamente lo mismo que dos de mis dientes cuando masticaron un pedazo de caracú. Con valentía y soberbia, prolongué mi deteriorada sonrisa como si disfrutara del más exquisito de los manjares. El postre llegó casi inmediatamente. En un segundo de distracción lo vi flotando en mi plato. Era una naranja que alguien se había encargado de servirme a distancia, como para demostrar que el buen trato era otra de sus virtudes.
Después de la cena, encendieron un foco que me recordó a los campos de concentración alemanes. Debajo de la luz se colocó un oficial que más tarde reconoceríamos como teniente, dispuesto a darnos un sermón que nada tenía que ver con el de la montaña. Sus ojos estaban cubiertos por unos lentes particularmente originales de color verde. Este tipo debía saber algo acerca de un eclipse porque eran las nueve de la noche y el cielo era una sola estrella. Nos hicieron formar a las corridas, nunca entendí muy bien el porqué de vivir apurados para ir a ninguna parte. Esperó unos minutos en medio de un silencio absoluto y nos dijo: “No puede ser ciudadanos, que a 24 horas de haber ingresado a la Agrupación Educación, haya reclutas que perdieron parte de los elementos provistos por el Ejército. Faltan una cuchara y un tenedor. Me pregunto, si este cuadro se verifica a 24 horas del ingreso, qué va a pasar dentro de un año”. Yo supuse que por regla de tres simple deberían faltar muchos más tenedores y más cucharas. Antes de que terminara de hilvanar este complejo razonamiento, el predicador gritó a voz en cuello: “Conmigo carrera mar” Miré para todos lados buscando un arroyo al menos, pero no vi otra vertiente de agua que no fuera una canilla que goteaba cerca del campamento. Cuando me dirigía a los piletones, alguien, evidenciando un signo de orientación, me asentó un puntapié en las nalgas que me quitó hasta el habla. Cuando aterricé me encontraba corriendo con mis compañeros alrededor del que nos estaba sermoneando. Corríamos en medio de una nube de polvo que terminó con todas las diferencias raciales existentes. El sujeto parecía divertirse con nuestra improvisada danza carnavalesca y no hacía otra cosa que soplar su silbato en forma alternada, que según tuvo la amabilidad de explicarnos, significaba la obligación de ejecutar determinados movimientos. Eramos 378 imbéciles corriendo y arrastrándonos alrededor de un pastor que procuraba educarnos. "¡Arrastrarse, culebras!”. Parecía que las culebras tampoco eran voluntarias. “¡Salto rana!” Y fuimos 376 ranas porque dos de nosotras se desmayaron con tanto ejercicio. Nos prohibió ayudar al compañero caído. Según su concepto de solaridad y camaradería debíamos pisarlo para ponerlo en caja. Pensando en el número que podía llegar a apoyar la suela de sus borceguíes sobre la alfombra humana, entiendo que la caja sería de madera y a medida. Nos llevó tocando el silbato como el flautista de Hamelin a recorrer la unidad, aunque a esa hora de la noche y a la carrera no pude reparar en detalles arquitectónicos ni en la naturaleza que nos rodeaba. Volvió a gritar. “Carrera mar es la máxima velocidad que dan las piernas. El recluta es una luz que atraviesa el campo y corre hasta que la muerte lo sorprenda”.Esa noche me dormí pensando en esa frase. Me imaginé vestido de lamparita atravesando el campo. Me imaginé superando la velocidad de la luz en un número circense. Me imaginé en otra dimensión y otra galaxia haciendo vuelos interestelares, sintiendo a mis espaldas el acoso sostenido del sonido de un silbato.

Capítulos anteriores

Crecí en los 60 y a corta edad, en un cine de barrio y gracias a una prima unos años mayor que yo, descubrí a Los Beatles, punto de partida para deslumbrarme con una de las mentes más brillantes del siglo pasado, Lennon.
En ese mismo cine (Cine York) se conocieron mis abuelos cuando era un salón de baile y en mi adolescencia vi una película que me marcó para el resto del viaje: Lenny, interpretada por Dustin Hoffman. La vida de Lenny Bruce, un cómico de stand up norteamericano que hacía reír a la platea, parado solo sobre el escenario con un micrófono de pie.
Había entrado a ver una película prohibida para nuestra edad con cuatro compañeros de secundaria. Esa película pasó al olvido. En la matinee estaba incluída Lenny y yo quedé fascinado con ese sujeto y sus chistes brillantes.
"Los tiempos han cambiado. Si Cristo hubiese nacido en ésta época, los cristianos andarían con una silla eléctrica colgada del cuello".
Recuerdo que me dije: "Esto quiero hacer".
Empecé a escribir textos humorísticos y cuentos que compartía con mis amigos y compañeros, algunas canciones.
Años más tarde me subía por primera vez a un escenario a presentar mis creaciones.Supe por mi hija Ayelén que el camino estaba claro.
En uno de esos almuerzos en que fue invitada por un compañerito de jardín de infantes, el padre de su amiguito le preguntó: ¿Qué hace tu papá? Y Ayelén con total naturalidad respondió: "Mi papá hace reír a la gente".
Uno a veces se confunde y cree que las cosas suceden por obra del azar, que no existe un destino prefijado.
A los 22 inicié una terapia psicoanalítica y luego de contar la experiencia de aquella tarde en el cine, mi terapeuta me dijo que él había escrito la versión argentina de Lenny con música de Luis Alberto Spinetta.
Si escribo y gozo haciéndolo es gracias a mis padres.
Desde muy chico, con los primeros poemas, me hicieron creer que yo era el eslabón perdido entre Shakespeare y Borges y no dudaron en alentarme a leer mis primeras producciones en cuanta cena con amigos se presentara.
Años más tarde y guiado por un amigo, presenté mis cuentos humorísticos a Humberto Costantini, quien no dudó un segundo en decirme que lo que le presenté era una mierda tan alejada de la literatura como Hitler de la Madre Teresa de Calcuta, que hiciera lo posible por mantenerme alejado de su domicilio.
Recuerdo que cuando le di la mano para presentarme me dijo secamente y dejándome de una pieza: "¿Sabés que sos mucho más simpático personalmente que por tus textos?"
Lejos de resignarme me anoté en su taller literario pese a su resistencia, aprovechando que su secretaria desconocía absolutamente su opinión sobre mi trabajo.
Fui el primero en llegar a la primer reunión y su cara al abrir la puerta la recuerdo perfectamente hasta hoy.
Empecé a aprender a escribir cuentos con él. Empecé y seguí solo aunque hasta hoy no haya aprendido, porque Humberto se nos fue ese año por un cáncer.
Aprendí mucho trabajando con él y a él también le debo haberme cruzado con un sujeto impresionante: Ariel Armony, amistad que perdura pese a la distancia que nos separa. Ariel está dando clases en Estados Unidos y mantiene con éxito este vicio de ordenar las letras y las palabras sobre un papel.
La producción de ficción todavía no fue a parar a ninguna imprenta. Los cuentos humorísticos sí.
Y escribir humor es a mi entender, lo más serio del mundo.

Marylin, la Diosa

La fiesta era estupenda y Marilyn no desentonaba con ella. Marilyn es en realidad Raquel aunque todos lo llamen Marilyn por el increíble parecido a la diva norteamericana en la ingestión de barbitúricos.
Ella debe ser, a juzgar por la primera impresión, un manjar delicioso entre las sábanas. Su caída de ojos es tentadora. Acepto el reto con un guiño varonil. Me mira de pies a cabeza sonriendo mientras avanza. Se acerca desde el otro extremo del salón sin quitarme los ojos de encima, insinuante, moviendo maravillosamente sus perfectas caderas, un balanceo que fue para mí un acto de provocación, un contoneo tan llamativo que me obligó a mirarla de arriba abajo. Todo perfecto. Todo. Todo a excepción del taco del zapato de su pie izquierdo que se había quebrado obligándola a caminar de esa manera.
Hizo un leve giro para noquearme con el muslo bronceado y ese tajo profundo. Veintiséis puntos le dieron en aquel accidente en moto el verano pasado donde un practicante la cosió como si fuese una bolsa de arpillera. Marilyn me recuerda a Nicole. Aquella francesa me enseño todo en el verano del “77 cuando me lleve varias materias a marzo. En anatomía confundía teoría con práctica y en las siestas de ese verano las prácticas cada vez más frecuentes me doctoraron en el sexo oral, pero el examen de matemática era escrito.
En su dormitorio perdí mi chance de pasar de año y dos calzoncillos. Creo que fue una precursora de la hotline cuando me adelantaba por teléfono lo que repasaríamos al día siguiente.
Ella desapareció de mi vida de repente, como la línea de teléfono cuando mi padre se negó a pagar la factura.Marilyn sabía perfectamente lo que provocaba en los hombres. Difícilmente uno pueda mantenerse erguido después de mirar su escote. Recordé aquella broma que le hacíamos a Lilian en Copacabana cuando arrojábamos carozos de aceituna entre sus senos por encima del cuello de la remera y la agitación de curvas y formas que tanto nos excitaba. No podía hacer eso ahora. El servicio de la fiesta era excelente pero no había paltas en el menú.
-¿A qué hora empieza la diversión? – me preguntó mirándome a los ojos.
- No sé, llegué recién –contesté.
- Entonces ya empezó... - me dijo al oído con voz de gata en celo.
Intenté ensayar una sonrisa sobradora olvidándome por completo del medio vaso de Birden que tenía en mi boca. La mezcla con vodka debía estar fuerte porque la solapa de mi smoking comenzó a ponerse violeta. Ella me ayudó a sacudirme de encima lo que no había logrado tragar y como al descuido me pasó la mano por la entrepierna. Luego sonrió.
- Qué trago interesante....¿Qué es? – me preguntó saboreándose el dedo índice.
- El trago o lo que estás tocando?
- Si querés pueden ser lo mismo para mí.....Puedo ser torpe pero no idiota. Entendí el mensaje y le convidé lo que quedaba en el vaso.
- ¿Jugamos a las adivinanzas? –me preguntó mientras acariciaba con la punta de su lengua el labio superior, rojo furia.
- Okey- dije y volví a sonreír no sin antes tragar todo lo que tenía en mi boca incluyendo el cigarrillo.
- ¿No te quemaste, rico?
- Claro que no, muñeca. Siempre lo hago –contesté con lo que quedó de mi lengua mientras ganaba tiempo pensando en adivinanzas como la del caballo muerto, la cebolla, la lluvia.
- Primero las damas –dijo acomodándome el moño. Si adivinás de qué color es mi ropa interior me la quito delante tuyo...
La música era suave. Tan suave como las manos de Marilyn. Ella se dio cuenta de que no perdía de vista su escote y tiró los hombros hacia atrás. Temí que el botón del centro me quitara un ojo. Hice un gran esfuerzo por contener mis manos. Hice otro por controlar mi pulso y un tercero para quitar mi pie apoyado encima del pie del embajador que se acercó a saludarme. Luego de que él me contestara en inglés lo que yo le pregunté en castellano con media lengua carbonizada, Marylin suspiró.-
-Salgamos al balcón- susurró en mi oído.- Me tomó de la mano y caminamos entre los cien invitados. Conseguí rescatar un cubito de hielo de una de las bandejas y colocarlo en mi boca que ya había dejado de humear. Las estrellas brillaban en la noche y la mancha de mi smoking había desaparecido casi por completo junto con parte de la solapa. Los fuegos artificiales reflejaban el brillo de sus ojos claros. Apoyó sus manos en mi pecho. Sus manos temblaban. Mi corazón no las dejaba quedarse quietas. Se acercó y me dio un beso fugaz que precedió a otro tan intenso que me hizo temer por mi vida. Su lengua recorrió mi boca y se anudó a la mía mientras sus manos seguían sacudiendo manchas ya inexistentes. Juro haber escuchado el sonido de la tela al rasgarse. Con una de sus manos me tomó de la nuca y empujó mi cara contra su pecho totalmente poseída. Entre pequeños jadeos de placer preguntó:
-¿Cuándo asumís en la ONU, Dante?-
-No me llamo Dante – dije con voz ahogada.-
-¿Vos no sos Caputo?- preguntó tirándome de los pelos de la nuca hacia atrás y mirándome fijamente con desconcierto.- La pregunta la entendí varias horas después, al principio creí que tenía una extraña duda sobre mis inclinaciones y traté de pasar a la demostración jalando de un bretel. El ruido de la cachetada se confundió con el de mis dientes.-
-¿Cómo te llamás, idiota?- me preguntó sin una sombra de erotismo.- Dije mi nombre con la claridad que me permitían mi lengua carbonizada y dos muelas flojas. Me cubrí la cara con las manos y después de unos minutos volví al salón espiando entre mis dedos. Marilyn estaba ahí, derramando licor en la solapa de su próxima víctima.

Mis dos libros




"Disparates de la Historia Argentina" editado por Editorial Planeta y "Del Cabildo al Shopping" como colaborador junto a Jorge Cattenazzi del libro de Enrique Pinti.