Barrio viejo


Jamás hubiese creído que después de haber vivido una vida a tanta velocidad y vértigo, sentiría este raro placer de viajar en un automóvil tan lentamente. Hasta me cae bien el chofer, aunque solo vea sus ojos reflejados en el espejo. Hacía mucho tiempo, quizás desde las épocas de mi padre y su Plymouth 39, que no recorría el barrio al ritmo de los paseantes domingueros. Se me llenan de aire los pulmones al mirar el techo verde que construyeron los árboles a uno y otro lado de una de mis calles preferidas para encontrarse en un abrazo de ramas que apenas permite el paso de unos pocos rayos de sol.

La plaza y la iglesia. La plaza donde jugué en la infancia y enfrente la iglesia donde se casaron mis padres y mis hermanos. Yo no quise. Después que Inés se casara aquí con mi hermano, sin remordimientos por sus años de noviazgo conmigo, no pude venir ni al casamiento de mis dos mejores amigos. Aquella noche pude haberme matado pero no tuve valor.

La casa del Tala. Cómo se fue viniendo abajo desde su partida a Canadá. Noches enteras de caña y pase inglés se esfumaron como los paquetes de cigarrillos que comenzábamos a consumir. Nunca le dije al Tala cuánto me había dolido su partida. Jamás hablamos de la noche que trajimos engañada a Estercita y la emborrachamos. Como lloró. Y nosotros, borrachos como ella, no pudimos hacer nada.

La casa de la vieja Emilia. Siempre creimos que era una bruja y le hacíamos maldades para esconder el miedo que nos inspiraba. Y ahora me saluda desde la vereda. No me guarda rencor, pese a que sabía que el cerebro de la pandilla, la piel de judas, el más canalla de todos era yo. Pobre vieja.

El barrio está como lo recuerdo desde siempre. En cada regreso alguna que otra novedad chiquita. La bicicletería del tano que cerró, la vieja heladería que hoy es un lavadero, la casa de Inés que nunca recuperó el cerco de ligustrina que se llevó el incendio. La cuadra de mis amigos, el azote del diablo. Pensar que el único que no se enderezó con los años fue el Hormiga. Y nunca, ninguno de nosotros tuvo el valor de ir a visitarlo en prisión. Queda lejos, decíamos. Ni una carta le mandamos al Hormiga.

El barrio y los amigos de siempre, que me acompañaron desde la infancia. Aquí están, siguiéndome en caravana en mi último paseo.

Asociación libre

No es un secreto que uno de los músicos que más me han impactado sea Charly García.
Hay cuatro o cinco canciones que de tanto en tanto repito como un mantra.
Hoy a la mañana, mientras viajaba en bicicleta a casa de mi madre, vino a mí "Mientras miro las nuevas olas", uno de los temas del disco de Serú Girán, Bicicleta justamente.
Hay una estrofa que volvió a calar hondo con otro significado.

Quiero estar en la playa cuando se han ido
los que tapan toda la arena con celofán
Recordar las estrellas que hemos perdido
y pensar a suerte y verdad nuestro porvenir.
Será cómo yo lo imagino o será un mundo feliz?

Pienso en el mundo que imaginamos.

Memorias de una vedette

Nosotras no sabíamos nada. Éramos las mujeres top de la televisión y los teatros de revistas. Estábamos en nuestro mejor momento. Aprovechamos que en esos tiempos nuestros cuerpos eran perfectos y todos los hombres del país soñaban con cogernos. En el teatro, cuando nos sentábamos en las rodillas de algún hombre y lo franeleábamos un poquito, pensábamos cuántas pajas se haría o cuanto se beneficiaría su mujer aquella  noche. Rajábamos la tierra y lo único que lamento es haberme subido al tren de la cocaína. No me bajé más. Y en aquella época nos llenaban las carteras, hoy la mendigo.

Ni me acuerdo cuántas fiestas fueron, qué se yo, fueron varias. Entrábamos en coches oficiales con custodia, como unas reinas. Y ellos al entrar al salón nos hacían la  venia. Me acuerdo que a Eduardo lo calentaba mucho verme en bolas con la gorra de almirante en la cabeza. Se ponía loco, me rociaba con champán y me pasaba la lengua por todo el cuerpo. Yo no podía creer que ese tipo serio que veía en los discursos fuese el descontrolado que conocía en la intimidad. 

A Alfredo, pese que era un churro bárbaro, le teníamos miedo. Nos mordía y dejaba las marcas. Era medio sádico y tenía una mirada de hielo.

Trabajábamos todas con el ruso y él se llevaba una parte de nuestro cachet. Eran noches de descontrol pero pagaban muy bien y nos divertíamos. Laburar y divertirse, ¿qué más querés?

Todo se supo después, por lo menos yo. Nunca vimos nada raro. Si lo dijera mentiría. Ellos también estaban en la cresta de la ola y nadie, salvo nosotras, les tocaba el culo.

¿Qué podría saber yo de todo eso? Para nosotros era solo la ESMA.

Viva la Patria

Mi libro Disparates de la historia argentina cayó en manos de Alberto Pinter a poco tiempo de editarse, regalado por un amigo que quería compartir con él un rato de humor.
Estuvo en la cabeza de Alberto varios años dando vueltas con la idea de transformarlo en obra de teatro. Lo propuso dos veces y no prosperó.
En este caso se comprueba otra vez aquello de la tercera es la vencida y con otro amigo comenzaron a darle forma a la idea y convocar a otros para que se sumaran.
El texto original se transformó en Viva la Patria, una obra de teatro que representaron en distintas salas y que en un esfuerzo notable, mezclaron con video alojándose en Villa Lía, a pocos kilómetros de San Antonio de Areco. Allí se filmaron en sulky, a caballo, comiendo empanadas regadas con vino y espíritu patriótico.
Ayer, en una emotiva ceremonia me mostraron el video de la obra y el backstage.
La obra fue declarada de  interés cultural por la Municipalidad de San Martín. Luego del video recibí mi diploma.
Gracias a todos los que directa o indirectamente colaboraron para llevar la obra a un escenario.



El patio de la escuela

Fue aquí, Pocho, si, aquí mismo. Como si estuviera dibujado con tiza por la policía. Como me voy a olvidar. Estaba a punto de terminar el recreo largo. Si no te acordás es porque faltaste ese día.Me la pegó acá, justo en este lugar. Una piña traicionera, inesperada, de cagón. Pasaron muchos años pero me quedó para siempre. Estábamos forcejeando con alguno de esos juegos boludos de los varones y alguien, no sé quién, creo que le tocó el culo. Y se dio vuelta y sin decir nada, creyendo que había sido yo, sin que yo atinara a nada, me la puso en la cara. Sonó el timbre justo y tuvimos que quedarnos quietos. ¿Te acordás? Primer timbre quietos, segundo timbre,  salían del patio las chicas y en el tercero salíamos los varones. Yo sangraba por la nariz. En ésa época yo sangraba por la nariz sin que recibiera ningún golpe, pero la piña me entró de lleno. Bajé la cabeza y doblé la cintura mirando el piso para que la sangre no me manchara el delantal. El ruso dijo algo en voz baja, aunque no se podía hablar, algo para calentar la pelea a la salida de la escuela, cuando se armaba la ronda y todos te empujaban para que vayas al frente. Esas cosas que se dicen para calentar a los que iban a pelear. Yo estaba furioso pero las risitas contenidas me calentaron más. Sentía que la cara me ardía más de la bronca que del golpe. Cuando salimos del patio me vio la maestra del otro sexto. Me preguntó qué me había pasado. Le dije me caí. Me puso una mano en el hombro y me llevó a la sala donde tenían el botiquín. Me atornilló en la nariz dos algodones con agua oxigenada y me mandó de nuevo a clase. Entré con los dos tapones en la jeta y los del fondo se reían y él, Pezzoni, creo que sonrió. Me senté como si nada. Me acuerdo que López, que se sentaba atrás mío, me puso una mano en la espalda y me dijo que lo cagara a trompadas a la salida. A la salida no pasó nada.

Si, pasó mucho tiempo, Pocho, pero esas cosas nunca se olvidan. Cuando recibí la invitación de la escuela por los ciento cincuenta años lo primero que me vino como un flah fue esa escena en el patio. Porque podría haberme acordado de tantas cosas buenas, pero justo me tuve que acordar de eso y si lo vería a Pezzoni en los festejos. Y ahí lo tenés, allá, cerca del mástil, sacándose fotos, supongo que con los hijos, no? El no fue al viaje de egresados. Sus viejos no podían pagarlo. Me acuerdo que lo dijo con vergüenza pero yo ya lo tenía atragantado por esa piña traicionera. No me acuerdo si era buen tipo, Pocho, qué se yo. Me acuerdo de algunas chicas que me volvían loco y de la maestra de cuarto que tenía unas piernas hermosas. Pero si este pelotudo era buen tipo o no no me acuerdo porque yo no lo trataba. Cuando hacíamos trabajos en equipo nunca me tocó con él, así que tampoco sabía dónde vivía ni como era su familia.

Eso pasó en sexto. Estuve un año y medio planificando la venganza y tuve tres oportunidades que no aproveché. Las tres en excursiones. Cuando fuimos al museo de ciencias naturales pensé en ponerle el pie cuando bajábamos las escaleras. Hubiera sido tremendo. Un golpe perfecto, además no iba a saber que fui yo. Cuando fuimos a la fábrica de leche estuve a punto de empujarlo por una barandilla que daba a los piletones. Era medio negrito Pezzoni. Hubiese quedado blanco. Ya sé, boludo, ya sé que no es lo mismo pero se me pasó la calentura y la sed de venganza no. La tercera fue cuando nos llevaron al cine. Yo me llevé un compás en el bolsillo del delantal y tenía pensado clavárselo en la cabeza cuando se apagaran las luces. La maestra nos cambió de lugares y quedé muy lejos de donde se había sentado Pezzoni.
La verdad que no sé cómo saludarlo. ¿Qué le voy a decir? ¿Qué es de tu vida? Si nunca me importó un carajo. Tampoco me da para caretearla tanto. Está mirando para acá y le comenta algo a los que están cerca. ¿Son ex compañeros? Seguro que les está contando su versión de la piña que me dió el hijo de puta. Mirá, se ríe. Mirá si se va a disculpar después de cuarenta años, Pocho. Seguro que se está cagando de risa. Si se acerca se lo digo. No, cómo voy a armar quilombo acá. Es un recuerdo nada más. Sin rencores, eso. Estamos para festejar el cumpleaños de la escuela pero yo no me olvidé, que quede claro

Che, me parece o está hecho mierda? Parece que no le está yendo nada bien, no? Perdió el pelo, está lleno de arrugas. Parece que la vida le dio para que tenga. Y bueno, se hizo justicia al fin y al cabo. La vida le fue cobrando esa piña traicionera que me dio.

Daniel


Daniel                                            4 de noviembre de 2017

El alma siempre ardiente
con destino de Cielo,
hamacaste los tiempos del silencio
en mayúsculas canciones
de notas chuecas y sublimes.

Marchaste con la gente
desalambrando anhelos,
miedos, rebeldìas,
con esa voz tan clara,
tan nuestra, tan humana.

Se fue una parte nuestra
anidada en fogones,
ruedas de mate,
encuentros, esperanzas.

Y el compadre Juan Miguel
y las infamias sin nombre,
aquellas que cantaste
son parte de tu eco.

Alma migratoria

Hernán tiene dos años y sube al avión acompañado por una azafata encargada de cuidarlo en su viaje de Francia a Argentina donde lo esperan sus abuelos. Su madre es francesa y su padre argentino. Ésa circunstancia le permite contar con doble nacionalidad. Su padre terminará en un año su postgrado de arquitectura en la Sorbona.

Hernán escucha los relatos de sus abuelos sobre su tierra de origen, Asturias, lugar al que jamás regresarán. A temprana edad descubre que algunas historias de desarraigo también se escriben con lágrimas.

En su nuevo mundo no deja de viajar. Los boletos hacia nuevos horizontes les son cedidos mágicamente por Julio Verne y Emilio Salgari, sin documentos que portar, ni listas de embarque, ni trámites aduaneros.

Hernán lleva en la sangre una señal parecida a la que poseen las aves migratorias. En algún momento imprevisible se activa, y para cuando eso ocurre lleva en su mochila lo imprescindible para emprender un nuevo viaje. Sus pies dejan su huella en Uruguay, Bolivia, Brasil, Perú, México, Estados Unidos, Francia. En ningún lugar se sintió extranjero por más de veinticuatro horas.

La mágica señal, posiblemente, se haya activado un día para que eligiera cumplir el servicio militar obligatorio en Francia y evitarse un tránsito obligatorio por Malvinas.

Viaje en tren


Sergio y Elena viajan en tren con destino a San Pedro para cumplir con su plan de acampar durante un fin de semana a orillas del río. Las abultadas mochilas fueron revisadas varias veces antes de partir, impulsados por la angustia que abriga algún olvido. Están relajados y felices. El brazo de Sergio rodea los hombros de Elena y esa sensación de protección, el monótono ruido del motor del tren y el acompasado vaivén del vagón la invitan a sumergirse en un sueño profundo.

Sergio la contempla con ternura. Por la ventana observa como las viviendas comienzan a espaciarse a medida que abandonan la ciudad dejando atrás sus ruidos, sus edificios, su smog. El aire es diáfano y la tarde fluye al ritmo del paisaje. Una sensación intensa de bienestar los invade. A Elena dormida y abrazada, a Sergio cuyos ojos paladean el verde que los rodea y los dorados rayos del sol cayendo sobre el campo. Saben que llegarán de noche, que acamparán a oscuras, alejados de los pequeños grupos de carpas, que despertarán cuando lo ordene el día y que recorrerán a pie la orilla del río y el pueblo.

Cada cruce de barrera rasga la armonía del paisaje con el estridente tintineo de las campanillas. El sonido es débil al principio, hasta que al llegar a cada paso nivel donde se escucha en su máxima potencia. Luego lo diluyen la distancia y el crujido de los durmientes.

Sergio imagina cómo sería la vida con Elena en lugares como estos, sin motores, ni sirenas, sin desperdicios, saboreando unos mates bajo las estrellas, rodeados de la calma nocturna y el canto de los grillos. Vuelve a mirarla. Ella duerme y él le transmite con su abrazo protector y cálido sus sensaciones inexplicables. Se escucha a lo lejos una campanilla anunciando otra barrera, y como antes, vuelve a sonar con mayor intensidad cuando pasan cerca de ella hasta volverse imperceptible.

Sergio imagina la lluvia sobre el campo. Se acomoda en el asiento, estira las piernas y cierra los ojos en duermevela. Otra señal de alerta lo hace pensar, sin abrir los ojos, que por los cortos intervalos de silencio están atravesando un pueblo. El tren sigue al mismo ritmo y para su sorpresa escucha que por el sonido intenso de la campana el vagón está detenido exactamente sobre un paso nivel. ¿Habrá ocurrido algo? -se pregunta. Abre los ojos y a su alrededor distingue los muebles de su dormitorio, el reloj despertador que marca las diez y doce y el teléfono que no para de sonar. Atiende semidormido. Es la voz de Elena que le pregunta si está bien, si sabe qué sucedió.

Durante siete años no faltó ni llegó tarde a su empleo y desde hace dos horas su teléfono recibe llamadas que aún no ha contestado.
Se había quedado dormido, pero familiares y amigos suponían que Sergio estaba trabajando en la AMIA cuando estalló la bomba.

Los objetos de Quinquela

Como los barcos que comandaron, corrieron distinta suerte. Algunos presidieron embarcaciones modestas y no por eso menos emocionantes. Después de miles de millas y de olas que azotaron sus cuerpos, descansaban apoyados en una pared y esperaban la noche para recordar en la intimidad de la sala sus historias de travesías.

Alguien recordó a aquel marinero que se negaba a desembarcar porque sentía mareos en tierra firme. Una noche sus compañeros lo llevaron a puerto por la fuerza. Unas horas después yacía boca abajo acuchillado, en un charco de sangre, luego de una pelea entre borrachos.

Una dama recordó que originalmente su mirada estaba dirigida al agua pero quedó con la vista al cielo de tanto suplicarle al Dios de los mares clemencia en una tormenta que por milagro no se convirtió en naufragio.

O aquella otra, secreta confidente de las cartas de amor de un tripulante a su amada esposa. No sabía el pobre que su hermano ocupaba durante sus ausencias su lugar en la cama conyugal. Después del último viaje no volvió a embarcar.

El pintoresco hombrecillo con acento italiano que trajo del otro lado del océano familias que escapaban de la hambruna europea y se volvieron prósperas en estas tierras.

El más triste y golpeado de todos fue rescatado del fondo del mar medio siglo después y por las noches no duerme, perseguido por los gritos desesperados de los pasajeros.

Negrita

Llegó a casa de mis padres adoptada en una veterinaria con tres meses de edad en brazos de  mi hermana. Y fue mi viejo el encargado de cuidarla en sus primeros días en su nuevo hogar. Creo yo que en gratitud a ese gesto, cuando mi viejo enfermó y había que curarle las heridas de la pierna, ella abrazaba la pierna enferma de mi padre y le daba su calor.

Dicen que los gatos nos acompañan a atravesar portales de otras dimensiones y nos ayudan a regresar de ellos ilesos. Por algo los egipcios lo consideraban un animal sagrado.

Parió cuatro hijos y el único macho fue envenenado cuando creció por una de esas almas oscuras que habitan cualquier barrio y que ocupan los primeros bancos en las misas a las que nunca faltan.

Tenía tanta personalidad como para atravesar el patio trasero donde están los perros y beber el agua del balde destinado a ellos.

Cuando yo iba de visita los fines de semana era la primera en salir a saludarme y luego de comer y sin aviso se subía a mis piernas para dormirse una siesta.

Pude comprobar que no hay que cuidarse de los gatos negros. Son los humanos los verdaderamente siniestros y portan consigo muchos años de mala suerte y calamidades.

Mi hermana la llevó a la veterinaria hace unos días. La habían envenenado. El veterinario le confesó que mucha gente entraba a su consultorio pidiendo veneno para gatos. “Yo estudié para curar, no para matar”-les respondía. También existen quienes ofrecen una recompensa a los guardias de la zona por cada gato muerto. Si hay un dinero sucio seguramente será ése.

Partió al cielo de los gatos. Ese cielo al que no se reza, no se miente, no se asciende como bienaventurado. El infierno sigue acá abajo.

La copa rota


Osvaldo permanecía inmóvil en el sillón con la vista fija en la pared. Dos lágrimas redondas, perfectas cayeron y se mezclaron con los cristales  brillantes de la copa hecha añicos en el piso. Francisco se acercó y abrazó a Inés rodeándola con sus brazos por la espalda. El estremecimiento de ella hizo eco en su pecho y el suave impacto de los corazones fue suficiente para que pudiera dejar brotar su llanto. El tiempo se detuvo. Francisco e Inés se consolaban en silencio. Ninguno de los tres atinó a juntar los vidrios. Se quedaron abrazados contemplando el destrozo como señal luminosa de una tragedia que acaba de revelarse. El sonido de los pasos de Osvaldo subiendo la escalera los sacó del trance.

En medio de un silencio oscuro como la noche se dividieron como siempre las últimas tareas antes de subir al dormitorio. Inés le pasaba los platos y vasos ya  secos para que él los acomodara en la alacena. Fue Francisco quien enfrentó por primera vez el lugar vació en la hilera de copas de licor. Sin decir una palabra se acostaron y se durmieron.

Durante años celebraron los tres, en las noches de invierno, el ritual de beber una copita de  licor después de  la  cena. Mientras bebían conversaban sobre sueños, anécdotas y las pequeñas historias vividas durante el día. En el invierno de la guerra Inés y Francisco mantuvieron la ceremonia nocturna siguiendo las noticias que llegaban desde el frente y rezando para que Osvaldo volviese al hogar sano y salvo.

Esta noche no había sido distinta a ninguna otra. Allí estaban los tres saboreando el licor, sentados en el living mientras afuera se escuchaba la tormenta. El estruendo de un rayo sacudió la casa. Osvaldo, aterrorizado, dio un grito desgarrador y apretó los puños con tanta fuerza que destrozó la copa que tenía en la mano. Luego se tiró al suelo y quedó en cuclillas tapándose los oídos mientras temblaba. Inés y Francisco corrieron a abrazarlo y darle consuelo.

El pintor de moradas


El pintor desciende a la bóveda llevando al hombro una escalera tijera. Al llegar al subsuelo observa las telarañas en los rincones y el polvo del lijado previo diseminado por el piso. Unas telas manchadas cubren la fila de ataúdes. Por la claraboya baja la luz de una mañana soleada y primaveral. Calcula mirando su reloj de pulsera que a mediodía habrá terminado de darle la primera mano. Escucha la voz del capataz que se acerca a la puerta para saludarlo y le responde. Vuelve a ascender en busca de los tachos y su pincel de cerda más ancho. Cuelga el tacho de pintura en el gancho de la escalera y asciende decidido sobre cuál será su comienzo. Introduce el pincel en el tacho hasta la mitad y en el borde escurre parte de la pintura. El pincel sale con la carga justa y se desliza sin chorrear por la pared. En el ritmo de los movimientos se destaca su oficio. Recuerda que tomó el trabajo dos semanas atrás y que no le dijo a su mujer. Para ella él sigue pintando la mansión de los Ezcurra. Dos generaciones de la familia descansan en esta morada.

Lleva una hora pintando y su mano derecha se encuentra apenas salpicada de pintura blanca. Un alboroto lo sorprende. Una pequeña bandada de pájaros ingresa a la bóveda aturdiéndolo con su trino y frenético aleteo. No comprende lo que sucede en el estrépito y pierde el equilibrio cuando su pie derecho resbala del peldaño que le sirvió de apoyo. Instintivamente trata de detener la caída con su mano libre y empuja el cajón ubicado en el nivel superior. Cuando su espalda choca contra el suelo el cajón cae golpeando contra las ménsulas y se abre. Los pájaros aún desorientados chocan contra las paredes de la bóveda buscando la salida. Sobre el pintor está la escalera, el tacho de pintura y los restos de un Ezcurra. Desesperado se quita como puede los trastos y el esqueleto de encima y corre gritando hacia la puerta. El pintor corre y grita presa del espanto. Grita y no se detiene en su loca carrera. Sigue corriendo por los pasillos y por las calles que rodean el cementerio, con los ojos fuera de sus órbitas, como si detrás de él corriera el mismo diablo.

Pocos le darán trabajo a partir de ahora. Dicen que tiembla, que habla entrecortado y que parece un loco.

La libreta de ideas


Miró el reloj de pared y se incorporó de un salto. Se había hecho tarde. Se colocó el abrigo y salió a paso rápido con rumbo a la estación de trenes. En el viaje ordenó mentalmente su agenda para aprovechar al máximo el tiempo en la ciudad. Retiraría las órdenes para los lentes y aprovecharía la hora libre para buscar un libro en las librerías de avenida Corrientes. Después de pasar por el dentista se encontraría con Víctor en el café de siempre. Le contaría el sueño que tuvo dos noches antes. Víctor ya no era su psicoanalista. Se lo contaría como a un amigo. Recordó el consultorio que había abandonado cinco años atrás y tuvo una idea. La perfección de la organización le produjo la misma alegría que la consumación íntegra del plan. Abrió el morral y comprobó, luego de hurgar en todos los compartimentos y bolsillos, que la libretita donde registraba las ideas para su posterior desarrollo no estaba. Se propuso memorizar la escena que había imaginado como un mantra para retenerla y la tarea le consumió el tiempo de viaje.

Cuando llegó a la estación terminal se detuvo en un kiosco y compró un paquete de pastillas de  menta. Disfrutó tomar el subte en un horario donde el flujo de pasajeros es  menor. Observó a la  gente a su alrededor, escuchó las bondades de un producto en la  voz de un vendedor ambulante y cuando quiso volver a la idea que se le había  ocurrido en el tren, ésta se había esfumado. Sintió un poco de rabia. La misma rabia que lo acometía cuando componía mentalmente una melodía y al pasar por un negocio con la música a alto volumen la estructura armónica se desmoronaba como un castillo de naipes. Cuando eso le sucedía recordaba el pizarrón repleto de la clase de matemáticas y el profesor borrando la deducción de las fórmulas  cuando él no había alcanzado a copiarlas. Para darle una solución a estos imponderables estaba la libretita que había olvidado en su casa.

Cumplió rigurosamente con el plan que se había trazado y con una diferencia de quince minutos al horario acordado llegó al bar donde se encontraría  con Víctor y pidió un café. Cuando estaba a punto de  comenzar a leer el libro que había comprado una hora antes llegó Víctor. Se abrazaron y saludaron con las frases de rigor. Traje algo para vos, dijo su ex psicoanalista.

-Hace cinco años, cuando dejamos tu terapia, dejaste en mi consultorio tu libreta de apuntes. Nunca recordé  traerla hasta hoy que la separé especialmente a la mañana antes de  salir.
Y allí estaba, intacta, con su tapa amarilla, como él creyó que la había olvidado en la mesa del living de su casa, con catorce frases que  contenían distintas ideas y el párrafo inicial de la novela con la que  ganaría ese año el primer premio internacional de su carrera.

El Globo rojo es libre


El Globo rojo es libre. El Globo rojo es libre y es mágico. Huyó de la cinta de un film en blanco y negro, donde el único detalle cromático distintivo era su color. Cruzó los cielos de Almagro y elegió como forma terrenal una librería. Le confirió su magia, iluminó el lugar con su espíritu. Durante diez años, por alguna razón que desconocemos, abandonó su esencia nómade y dijo aquí, muy cerca de la esquina de Humahuaca y Medrano.

Los que tuvimos el privilegio de visitarlo sabemos que los estremecimientos del lugar no son producto del paso del subte, que los murmullos no son obra de otras almas que las que habitan en los libros. Yo me llevé de allí el destino de Cristo según la voz de Saramago, las historias clínicas del hospital siquiátrico de Madrid en la pluma de su director, Vallejo-Nájera. Yo fui testigo de tempestades en alta mar, de tifones, de atardeceres calmos y rojizos sobre un campo de trigo.
El inimitable perfume de los libros crea la atmósfera. Y creo que los niños del barrio se 
acercan a mirar, orientados por las piedritas que cada noche dejan como rastro Hansel y Gretel.




También hay juguetes. Juguetes especiales que recrean con nosotros el juego al que siempre invita un libro.










En una de las paredes hay fotos que captaron las escenas de estos diez años de vuelo.



Entre esas cuatro paredes sin señales hay miles de millas recorridas por Verne y sus colegas, cronopios que Julio describió, imágenes en versos apasionados, algún beso aún latente.








El Globo rojo es libre, tan libre como el amor, el destino o la palabra.

Y digo


Una hermosa gentileza del artista Darío Parissi

Con la paciencia de la araña,
el ímpetu del toro en la embestida,
el filo de la navaja del barbero,
la precisión del cronómetro.

Con la puntualidad de la hora señalada,
la inquietud del centinela,
la angustia del testigo,
la espesura de la noche.

Con la mirada del amante,
el destello del látigo,
el peso de una promesa,
el alivio de una confesión.

Con el orgullo del conquistador,
el pulso del cirujano,
la voluntad del abstemio,
así cabalgaré en la palabra.



MI primer minué


Nos conocimos hace muchos años. Ella era una dama antigua y yo un patriota de la Revolución de mayo. El mundo no era más ancho que el patio del jardín de infantes.

Fue aquel, para los dos, nuestro primer baile en sociedad. Y así llegamos, tomados de la mano al salón de una familia patricia de la época para bailar un minué ensayado previamente, en medio de los aplausos generosos y emocionados de los mayores.

El recuerdo quedó intacto como la foto. Muchas veces vino a mi memoria con la misma nitidez.

Pasaron muchos años y una de esas casualidades que enmiendan los destinos hizo que diera con la casa en la que ella vivía. Me tomé unos días para juntar coraje y con la misma emoción de aquellos años al ingresar al salón de baile llamé a su puerta.


Una chica vino a recibirme, le pregunté por ella. Volvió sobre sus pasos y escuché un murmullo. La ví y le pedí disculpas. Le dije que me había equivocado de dirección. Esa mujer mayor no era ella.

Punto de partida

Solo Molo se estrenó en el Bar El taller en octubre de 1986 con la dirección de Mariluz Mandracho.
Desde el 82 había trabajado con otros dúos y en el mismo bar compartí escenario con Willy Landin en "Alquimia" y Fernando Brucco en "¿Porqué nosotros?"
De esos espectáculos yo tenía para desarrollar solo 15 minutos en un unipersonal. Cuando el trabajo con los dúos terminó no tenía nada nuevo para hacer y tenía que encarar un nuevo proyecto. Todo lo que escribía entonces no me gustaba y daba más vueltas que un carrucel. Tomé valor y llamé a Eugenio Ramírez, el dueño del bar, y le dije que tenía un espectáculo de una hora listo para estrenar. No esperaba que Eugenio, que siempre te daba fecha a un mes dijera: 15 días.
A partir de ahí me empezó a gustar todo lo que escribía. Con los textos frescos todavía, comenzaron los ensayos y estrenamos. Anduvo bien.
Ese espectáculo giró luego por distintas salas. Estuvimos en Oliverio Mate Bar, Liberarte, La Casa del loco, Después de hora, El Pozo Voluptuoso y otras hasta anclarse durante años en El Bululú.
Me dio muchísimas satisfacciones. Por su composición, monólogos y canciones, las rutinas fueron cambiando. Entraba con un frac de friza de 1929 (te la regalo en verano) y me cambiaba en el escenario para cada personaje utilizando una silla como perchero.
Tuvo diferentes comienzos, incluso en el 86 un monólogo y una canción compuestos por palabras cuya única vocal era la O. Esto surgió para llamar la atención del auditorio de un bar donde no todo el público concurre a ver un espectáculo a la una de la mañana.
Luego esta rutina que comparto me acompañó durante años.
Fue filmado una vez en VHS y ese archivo histórico vaya uno a saber dónde terminó.


Entrevista moderna

-Y?
-No se.
-¿No dio?
-No. El tipo pasó todo. Pasó el análisis del CV, pasó el psicotécnico pero en la entrevista..
-¿No da el perfil?
-El perfil es perfecto para el puesto. Calza exacto. Es lo que buscamos.
-¿Entonces?
-No tiene Facebook.
-¿Cómo que no tiene Facebook?
-Instagram te la entiendo, pero Facebook…
-¿Y cómo te lo dijo?
-Le pregunté, con diplomacia. Le dije: antes de la entrevista buscamos su Facebook. Y me dice: No tengo cuenta de Facebook.
-A la mierda
-No tiene Whatsapp
-Ah, bueno…
-Tiene un celular pedorro, del año del pedo. Con esto me arreglo, me dice. Para comunicarme está bien..
-¿Y cómo carajo vive?
-Así, desconectado del mundo…
-¿Y decís que todas las pruebas las pasó sin problemas?
-99 sobre cien.
-Qué increíble…
-Un bicho raro…
-Algo esconde. Entrevistá a otro.

Necrológicas


Entró al bar y se dirigió a la mesa de siempre. Dobló el diario en dos y lo colocó en la mesa, buscando al mozo con la mirada apoyó el perramus en una de las sillas. Pidió un cortado como todas las mañanas y una medialuna de grasa. Levantó la vista hacia la calle para quedarse con la imagen de la gente en el crudo invierno de Buenos Aires. Abrió el periódico y leyó los copetes de las noticias en la información general, luego, como todos los días desde hacía treinta años, saltó a las necrológicas.
La lectura de los avisos fúnebres formaba parte de su rutina por tradición familiar. Allí se enteraban, con un mensaje escueto, telegráfico, preciso, del fallecimiento de algún pariente, de un vecino o de un amigo de la infancia. Mientras comenzaba su recorrido por orden alfabético de la lista del obituario, el mozo le sirvió el café y a un costado de la taza la cuenta sin interrumpirlo. Abel, Alaiz, Alonso. Hizo memoria. Era un apellido común pero no conocía a ningún Alonso. Últimamente se había vuelto habitual encontrar a un viejo conocido. El paso de los años, como para él, llegaba para todos y tarde o temprano hijos, sobrinos, amigos y hermanos publicaban la última noticia de los que ya no tendría que llamar para enterarse como estaban.

Maroni, Mizzone, Muriatti. Se detuvo con un sobresalto. Sus primos vivían en La Pampa y hacía rato que no tenía noticias de ellos. Siguió sobre el artículo. Muriatti Ramón, sus hijos Alejandro, Marcelo, Mauricio, nietos, bisnietos y demás familiares participan con profundo dolor… Volvió sobre la lectura. Al principio, encontrar un homónimo fue un impacto, pero leer el nombre de sus hijos, nietos y bisnietos lo encerró en un desconcierto. Se sintió mareado y cerró el diario. ¿Sería una broma macabra? No tenía enemigos y sus amigos eran incapaces de publicar algo así. Bebió el café tratando de recobrarse de la desagradable sorpresa. Le pareció que estaba frío pero antes de llamar al mozo volvió a abrir el diario asustado para comprobar si esto podía ser una señal de alguna enfermedad senil hereditaria. El aviso estaba ahí, como él lo había leído segundos antes.

Ramón Muriatti llamó al mozo sin dominar el temblor en su mano derecha. El mozo continuaba acodado a la barra sin prestarle atención. Insistió levantando la voz y tampoco tuvo señal que lo escuchara. Se puso de pie y gritó pidiendo ayuda. Los parroquianos continuaron en sus conversaciones sin registrar su desesperado llamado de socorro. Tomó el abrigo para salir del bar y sorprendido vio la calle reflejando el aplastante calor del verano. 

Viejas son las fotos

Cuando éramos chicos una serie de televisión nos fascinó a todos: El túnel del tiempo. Compuesta por episodios que se desarrollaban íntegros en cada emisión, Douglas y Tony, los protagonistas centrales, viajaban al pasado utilizando una máquina.

La foto que encabeza esta publicación cumplió sin cables ni procesadores modernos la misma función que aquella extraordinaria máquina de Douglas y Tony. Es un viaje al pasado.

Este grupo, que compartió durante siete años de sus vidas las mismas aulas, el mismo patio, los mismos juegos, egresaron de la escuela y se despidieron para no volver a verse más.

Alguien tomó la iniciativa de comenzar a rastrearnos y contactarnos utilizando las redes sociales. Más de veinte compañeros fueron hallados y se encuentran en contacto. Día a día despejamos el enigma qué habrá sido de la vida de…

Aparecieron en arcones y cajas, fotos, boletines, medallas, cartas, obsequios. Aparecieron en charlas recuerdos de situaciones que volvieron a las retinas intactas luego de cuarenta y tres años de añejamiento.

Tenemos, como los bancos de madera de aquellas aulas de nuestra escuela, las cicatrices del tiempo y del país en el que nos tocó crecer. A todos nos atravesó Malvinas con mayor o menor intensidad. Todos nos hamacamos al ritmo de los vaivenes políticos y económicos de nuestro tiempo.

Haciendo caso omiso a aquello que pontifica Sabina: “Nunca regreses al lugar donde fuiste feliz”, hemos vuelto a la escuela. Vamos completando ese hueco que se formó con el desconocimiento del destino de quien se sentó cerca de nosotros alguna vez.

Ya no somos Clarita, ni Jorgito ni Marcelita. Estamos grandes, pero como una naranja ya formada, observamos y repasamos los primeros gajos que comenzaron a completarnos.

Una parte de nosotros comparte el patio de la escuela en el recreo.

El pájaro


Fue nuestro encuentro secreto de cada mañana. Yo la veía alegrarse con mi llegada y a pesar de  las rejas que nos separaban parecía feliz. Sus ojos vivaces me buscaban. Ella intuía que me gustaba escucharla cantar porque silbaba y se movía dentro de la jaula solo para alegrarme.

No fueron felices todos nuestros encuentros. Un día la jaula estuvo llena de flores. Ella tenía los ojos tristes y no cantaba. Apenas registró mi presencia. Traté de animarla dando saltos cortos sobre el cerco pero fue inútil.

Se mudó una mañana de agosto. Yo me quedé en mi nido de siempre, sobre el nogal a orillas del río. La reja de la ventana de su casa fue pintada ayer con un naranja estridente y los nuevos moradores no reparan en mí.

Cortos

Se levantó de buen ánimo. Las pastillas provocaron un sueño profundo y ahuyentaron las pesadillas. Después de desayunar se propuso seguir con la lista que había dejado sobre el escritorio la noche anterior. Había llegado hasta el cura. Lo pensó detenidamente durante días y no quería que faltara nadie importante. Sin estridencias, pero con decoro, pensó. Escribía con su letra desgarbada de siempre, la que le costó más de un reto de sus maestras de la escuela primaria. Escribía de prisa, lleno de entusiasmo.

Miró el cuadro de los nietos, el crucifijo en la pared y el rayo de luz que se filtraba por la ventana buscando inspiración.

Entre los papeles del escritorio había dos libros marcados con anotaciones que sobresalían de las hojas. Al lado de unos cuadernos ajados por el uso una biblia con un cordón dorado como señalador. Fue la primera vez en muchos años que se puso a escribir antes de afeitarse. Cada día ese ritual le costaba un poco más. De un día para otro descubrió una arruga, y luego otra, y otra más. Fue allí cuando pensó que sería así hasta el fin de sus días y se quebró.

Las últimas noticias le dieron nuevos bríos. Escribía cartas y más llamadas que las de costumbre. Hacía el esfuerzo de recordar las frases que marcaron su vida pero sabía, al pronunciarlas en voz baja, que eran imperfectas, que se habían desgastado como los muebles que lo rodeaban.

Le avisaron que había llegado su abogado. Se arregló el cuello de la camisa y la botamanga del pantalón. Caminó por el pasillo sin prestarle atención a otra cosa que a la puerta que tenía enfrente. Vio llegar al abogado, lo saludó y esperó en vano que abriera su maletín. De pie, apoyado en el portafolios, le dijo la frase ensayada: “Malas noticias. Pese al trabajo que hicimos en los medios, el fallo va para atrás y se suspende el beneficio del dos por uno. Se llenaron las calles de gente. Mucha presión”.


Fue el puñetazo seco contra la mesa lo que cambió la pose relajada del letrado. Lo miró a los ojos y quedó hipnotizado por el miedo que inspiraba el brillo de los ojos. Lo vio bajar la cabeza buscando una explicación y escuchó que decía en voz baja pero seguro: “Le dije al tigre que nos habíamos quedado cortos”

¿Qué te pasa, Ricardo?

Ricardo sintió un dolor punzante en la parte superior de su rodilla derecha cuando subía por las escaleras del subte en la estación Dorrego. Supo que aquel mal movimiento de la tarde al levantar la caja del depósito iba a traerle consecuencias. Pensaba que todavía le quedaba una hora de tren para llegar a su casa y que, seguramente, igual que el subterráneo, estaría repleto, viajaría apretujado, de pie y dolorido  hasta destino. Trataba de apoyar lo más suave posible en cada paso que daba, pero el dolor persistía.

Había sido un día de trabajo intenso, una sorpresa para todo el personal que ya se había acostumbrado a las semanas sin trabajo, a la reducción de personal y a la quita de la media jornada del sábado. Aguijoneado por el dolor, su aspecto era aún más sombrío que de costumbre. Volvió a su mente la penosa escena del miércoles pasado, cuando se acercó a su jefe de área y le pidió un adelanto. La respuesta fue como un puñal por lo tajante y una humillación pública,  porque a su tono de voz medido su jefe le respondió en voz alta poniendo en evidencia su solicitud. «¿Qué te pasa, Ricardo? ¿No ves la que estamos pasando?» Fue una cachetada para caer en la realidad. No era el momento.

Era martes y se sentía tan agotado como si fuese viernes, después de cargar en los hombros una semana completa en la estiba del depósito. Al llegar a la estación de trenes se distrajo observando a un muchacho que, a media cuadra de distancia, confundió con el mayor de sus tres hijos. Ninguno de los tres vivía con él y su esposa. Pensó que se aproximaba la fecha del aniversario treinta y cinco de casados y no contaba con dinero para hacerle un regalo a su mujer. Conoció a Silvia a los dieciséis y, pese a la negativa familiar, se casaron a los veinte. Un año más tarde, contra toda prevención y planificación llegó Armando, igualito al muchacho que hablaba por celular en el andén de la estación Chacarita. Si pudiera, le compraría a Silvia un celular nuevo.

El vagón del tren estaba aún más repleto que como lo había imaginado. Viajaba de pie y miraba el paisaje sin ver. Pronto, con la llegada del invierno, sería solo un desfile de luces y sombras. Estaba tomado de la manija de un asiento. Sentada debajo de él una chica de un poco más de veinte años miraba su celular mientras Ricardo, de vez en cuando, bajaba la vista para mirarle los senos turgentes que aprisionaban el escote de la blusa. Levantó la vista y vio que una mujer mayor lo observaba con gesto de indignación. Se avergonzó. Se sintió un viejo verde. Ricardo, se dijo a sí mismo: «¿Qué te pasa, Ricardo? No podés con tu rodilla y te imaginás que podés cogerte a esta nena que puede ser tu hija? Qué boludo y desubicado sos, Ricardo».

Estaba oscureciendo afuera del tren y el interior de Ricardo se mimetizaba con el paisaje. No había pensado en pasar los cincuenta años de edad en este trabajo. Sus sueños eran otros y los había olvidado. Toda la vida había ido en ascenso hasta un punto en que empezó a caer. «¿Cuándo habrá sido que todo se detuvo y empecé a ir cuesta abajo? Los chicos se fueron y la plata tendría que alcanzarnos tranquilamente a Silvia y a mí. Nunca ahorramos, Ricardo, en las buenas épocas la gastamos, en las malas, no la vimos. Ahora ya es tarde para reprocharse nada. ¿Qué te pasa, Ricardo? ¿Querés un coche solo para ir a trabajar? Si vacaciones ya no te tomás, ¿cuándo lo vas a disfrutar?»

Cuando faltaban dos estaciones para que tuviese que descender del tren se liberó un asiento. El dolor en la rodilla continuaba. Decidió quedarse de pie para evitar el enorme esfuerzo para  incorporarse. El dolor en la rodilla le recordaba a cada paso que estaba caminando porque él estaba en otro mundo. Cuántas veces en estos años hizo este camino, cuánto frío pasó, cuánto calor, cuántos fueron sus días de suerte, cuántas veces volvió contento y cuántas tristes como ahora.

Saludó a Silvia con un beso, el aroma del guiso que ella preparaba inundaba la casa y ese detalle, además de confortarlo, le abrió el apetito. Se tomó unos mates apoyado en la mesada, no quiso preocupar a Silvia con su dolor ni con sus penas. La vio trabajar con los ingredientes, contenta, diciendo que hoy daban la novela, que el día fue como siempre. Como siempre. Una semana atrás en esta misma cocina contó con vergüenza la respuesta de su jefe a su pedido de un adelanto a cuenta de sus haberes. Ninguno de los dos mencionaba la proximidad de la fecha. La felicitó por el aspecto que tenía el guiso, exageró su entusiasmo por sentarse a comer y se fue a dar un baño.

El calor del agua de la ducha alivió la feroz puntada en la rodilla. Repasó mentalmente las tareas que tenía pendientes para el fin de semana. Prefería que no vinieran de visita sus hijos el domingo para contar con más tiempo para reparar algunas cosas: el enchufe donde se conecta el lavarropas, el desagüe del jardín a la calle, quitar las hojas secas de las canaletas del techo para evitar que se filtre el agua en la próxima lluvia. Se pasó el jabón por encima de la rodilla suavemente. «Es muscular», pensó. «Me estoy poniendo viejo y achacoso. No hago nada. ¿Qué te pasa, Ricardo? ¿Perdiste tu aire juvenil y te estás amargando?»

Estaba de mejor humor cuando salió del baño. Silvia había puesto la mesa mientras miraba el reloj pensando en la novela. Pensó que mientras lavaba los platos, fumaba un cigarrillo en el patio y hacía tiempo, la novela ya iría por la mitad para cuando ella le pidiera que se sentara a su lado para verla juntos. Comieron y repasaron anécdotas de los chicos. Silvia le dijo que Ignacio, el segundo de sus hijos, había llamado a la tarde para avisar que dio con siete otro parcial. Siempre fue el más inteligente de los tres y el más perseverante. Ella resaltó las virtudes de sus hermanos. El asintió moviendo la cabeza mientras repasaba el jugo del guiso con un pedazo de pan. Silvia se limpió rápidamente los labios con una servilleta de papel y se levantó como un resorte mirando el reloj de pared. No quería perderse el repaso de las escenas del capítulo anterior.


Cuando Ricardo terminó de lavar los platos y fumar su cigarrillo de la noche, escuchó que ella lo llamaba para que se sentara en el sillón a su lado. En primer plano de la imagen que emitía el televisor estaban el galán y la protagonista femenina. Se miraban, sonreían, con esas sonrisas cómplices que suponen un encuentro amoroso próximo. Eran jóvenes, muy jóvenes. Ricardo miró de reojo a Silvia. Descubrió que sonreía. La luz del televisor disimulaba las arrugas que había notado en la cocina. La vio cuando se llevó los dedos a la boca, ése gesto que parecía decir quiero vivir esa historia, quiero entrar en ésa vida que me cuentan. Tuvo la sensación que ella se excitaba con el juego amoroso de los personajes, que vibraba. Se estremecía tanto como èl la recordaba en aquellos días en que se conocieron. Ricardo la vio hermosa, más hermosa que nunca. Puso su mano sobre el muslo de ella y la miró. Continuaba embelesada en la escena. Sintió que se le aceleraba el corazón y por primera vez en meses tuvo una erección. Siguió jugando con la mano en su pierna hasta que sus dedos se acercaron a la ingle. Ella puso su mano arriba de la él y la frotó sin quitar la vista del televisor. Escuchó una música romántica de fondo. Miró a la pantalla y ellos se besaban. La mano buscó más allá y ella la apartó con ternura. Su otra mano rozó el borde de los senos. Ella lo miró con otra expresión y dijo resuelta: «¿Qué te pasa, Ricardo? ¿Justo cuando miro la novela se te ocurren estas cosas?»