Fijó
la vista en la imagen que le devolvía el espejo y se concentró en el nudo de la
corbata con el mismo esmero que puso en los últimos seis meses al proyecto que
en menos de dos horas presentaría a toda la Compañía en un hotel céntrico,
mientras sus hijos y su familia se desplazaban por la casa, ruidosos como un
batallón de infantería, cómplices y socios de los acontecimientos que durante
horas en las últimas cenas fue motivo central de conversación y planeamiento.
Los dedos torpes lo estaban complicando en la tarea y como tantas otras veces
convirtió la situación llevándola a otro contexto, comparándola mentalmente con
una empleada de una tienda de lujo que acaba de vender la pieza de joyería más
valiosa y no puede terminar con el moño que envuelve el paquete ya terminado.
Era quizás ésta una deformación profesional, un estilo grabado a fuego de un
recurso pedagógico para alinear a sus subornidados a sus ideas y conceptos,
experimentando en carne propia que sin control ni meditación alguna, ese estilo
puede ejercer mayor presión que consuelo a una situación desafortunada.
Alfredo
Miguens llegó a la compañía con pequeños pasos de un camino que había empezado
a recorrer en otras con puestos medianos, donde solo eran necesarios sus
conocimientos contables, su visión en números fríos del delicado equilibrio de
un balance, de la toma de decisiones para invertir en un proyecto o
desestimarlo, teniendo al comienzo la responsabilidad sobre un departamento
especifico y ahora sobre toda la estructura de una filial de una corporación
internacional.
No
había sido la suya una carrera meteórica ni tampoco cumplía con una alta
demanda de sacrificio. La contabilidad le ayudó a encontrar siempre redituable
la elección de los colaboradores claves, balanceando costos con beneficios en
los años en que fue forjando una posición de mando cada vez más encumbrada.
Había aprendido a escuchar y a decidir sobre lo que escuchaba y solo exigía en
sus equipos de trabajo lealtad y compromiso, dos pilares que consideraba
fundamentales, y cuando uno de ellos se debilitaba, en forma proporcional se
debilitaba su interés, tomando esa relación, después de la decepción, el camino
de la trinchera opuesta donde se aprontan para el ataque los enemigos. Entre
sus íntimos, en esos momentos, no solo endurecía su intransigencia, sino que
además adoptaba un vocabulario plagado de reseñas militares.
En
el piso inferior, su mujer, Lucía, lidiaba con un hijo adolescente que
consideraba estúpido ponerse un traje, un varón un par de años menor, al que
había que sacar a la fuerza del baño y una hija de seis sobre la que tenía que
estar encima para evitar que se dispersara y no llegara a estar lista para
salir. Sabía que tenía un reloj funcionando en su dormitorio, un reloj que en
estos momentos luchaba con el nudo de una corbata y que por su obsesión y
cuidado de los detalles partiría para el hotel donde se haría la convención de
la compañía una hora antes con el solo propósito de no dejar nada librado al
azar y ultimar todos los detalles de organización.
Lucia
pensaba sin haberlo expresado nunca, que estos últimos meses de agitación y
desconciertos estaban llegando a su fin. Buscó refugio en su empresa
particular, puso en ella su energía para evitar involucrarse demasiado en los
proyectos de su marido y perder autonomía, depender de sus estados de ánimo, de
su aire de ausencia de los últimos meses, ocuparse de sus proyectos tan a fondo
como él, cuando ni bien terminada la sobremesa familiar de las cenas, huía a
conectarse a Internet y desde allí a su mundo de planes, proyectos y decisiones
empresariales.
En
los primeros tiempos la Notebook era parte de la escenografía de la mesa, pero
luego Alfredo armó su espacio en una habitación a la que le confirió carácter
de escritorio personal y donde la entrada está vedada a todo el grupo familiar.
Solo la empleada podía entrar en ella para la limpieza un par de veces a la
semana y con la premisa de limpiar sin modificar el orden de ninguna carpeta,
ningún libro, ningún papel. En este aspecto de organización familiar, la casa
no se distanciaba de los métodos que Alfredo aplicaba en la empresa, una idea,
una consigna y un brazo ejecutor para llevarla a cabo y mantenerla. Lucía en
silencio, lo entendía claramente y lo compartía.
Sobre
la mesa de luz estaban alineados tres relojes de pulsera esperando una dilatada
elección definitiva. Una vista general al traje, la camisa y la corbata serían
claves para la decisión final de cuál de los tres usar. Alfredo siempre buscaba
una visión panorámica de las situaciones o de los escenarios y sabía que cuando
se dirigiera hacia la mesa de luz para levantar el reloj y ajustarlo a la
muñeca izquierda, seguiría dudando entre su predilecto y el que le había
regalado el gerente regional cuando la filial alcanzó los objetivos del año
anterior. Sabía que Schwartz era un observador y reparaba en esos detalles.
Imaginaba su sonrisa cuando notara su elección para esta velada, pero también
repasaba mentalmente en qué momentos usó ese reloj, en qué circunstancias y
cómo, cuáles habían sido sus poderes como talismán en esas ocasiones. Había
decidido hacía unos años atrás dejar de usar un bolígrafo con el que había
firmado una decisión cuyo resultado no había sido el esperado.
En
la cama el maletín estaba abierto y al costado de éste un cd que contenía un
video de la compañía antes que él asumiera como gerente general y una
presentación en diapositivas de su plan de trabajo, los cambios en la
estructura de la organización, la proyección, el plan estratégico para los
próximos tres años y una serie de premios para los puestos gerenciales si la
compañía alcanzaba los objetivos estipulados para el ejercicio del año.
Acostumbrado
a formar imágenes de la empresa con estilo radiográfico, siempre se nutrió de
los comentarios de sus colaboradores, aún haciendo equilibrio sobre un manto de
sospecha que lo mantenía alerta, no solo pesaban los informes oficiales, les
daba un crédito significativo a los comentarios de pasillo, a los chismes, a
las situaciones que se generaban por conflictos personales, pero que pintaban
de cuerpo entero la falta de profesionalismo de los involucrados en ella, a lo
que notaba en las actividades deportivas semanales, donde el comportamiento en
el vestuario era tan representativo como el que observaba en el campo de juego.
Muy a su pesar tuvo que reconocer para sí mismo, sin llegar a confesarlo ni
siquiera a sus más íntimos amigos, que un porcentaje alto de los cambios que se
generaron en la esfera del personal jerárquico comenzaron siete meses antes,
cuando la secretaria del gerente financiero pidió hablar con él a solas después
de hora y en privado.
El
pedido de reunión fue en un primer momento desconcertante, aún hoy recuerda que
la llamada entró en forma directa a su teléfono sin pasar por su secretaria y
por fuera de modificarle la planificación de la agenda del día y los minutos
que dedicaría a los correos del exterior con informes, despertó en él una
intriga bien alimentada por el tono de voz que percibió al levantar el
auricular y responder.
Desde
hacía unos meses había machacado a todo el staff con la tenacidad de un herrero
forjando el hierro caliente sobre el yunque, que la tecnología tenía el ambiguo
sentido de asistirnos, como el cruel destino de desnudar nuestras debilidades y
exponerlas públicamente. No hubo quién en todo el personal haya coincidido con
otra persona en la interpretación de ésa frase. Fue inevitable que el concepto
generara una atmósfera de desconcierto, sospecha o tensión, como la que se
cernía sobre la gente cuando después del mediodía se escuchaba en toda la
oficiana música clásica anticipando uno o varios despidos.
La
secretaria del gerente financiero no despertaba en Alfredo la confianza que él
consideraba necesaria y le preocupaba que luego de dos años sin conflictos en
el área que éste lideraba, se haya iniciado algún otro incidente, cuyas causas
no habían llegado a sus oídos, como para que pudiera actuar como él le gustaba:
anticipándose.
Fabián
Haffner, el joven y talentoso gerente financiero, había demostrado ya su
capacidad en varios ciclos difíciles de la empresa, sobresaliendo por la
brillantez de sus ideas para capear distintas crisis que se generaban por
factores políticos externos, acompañando las estrategias comerciales de la
compañía y por la rapidez con que adaptaba sus sistemas, los riesgos que corría
a nivel crediticio o la búsqueda de metálico en los bancos, especulando con la
fluctuación de las tasas de interés.
Alfredo
Miguens comenzó a observar su destreza cuando lideró la transformación de la
filial brasilera. El aplomo para surfear tres crisis en un período muy corto le
hicieron ganar a base de inteligencia y sangre fría, un lugar de respeto y en
el que Alfredo se sentía seguro. El hábito de medir los pro y los contra de
cada perfil de sus allegados y la obsesión por anticiparse a posibles focos de
conflicto, fueron por enésima vez los factores que lo obligaron a pensar
durante días y en detalle, la estrategia que utilizaría para evitar que dentro
de la empresa la imagen de Haffner comenzara a mostrar fisuras y se pusiera en
riesgo el clima armónico que mucho le costó conseguir luego de una sangrienta y
extenuante reestructuración.
Se
sabía que Haffner tenía todas las
características de hombre de la noche, cierto atrevimiento que jugaba a su
favor a la hora de decidir correr riesgos empresariales y un buen número de
detalles que despertaban todo tipo de comentarios dentro del personal. Aunque
no ostentaba y se cuidaba de que lo vieran, todo el mundo sabía que sus autos
se actualizaban frecuentemente, pese a que jamás, ni aún lloviendo, lo dejase
en el garaje de la empresa, que muchas mañanas llegaba con señales inequívocas
en el semblante de no haber dormido, sus tres celulares siempre dispuestos
abrochados al cinturón, las respuestas cortas en voz baja a llamados
imprevistos en medio de reuniones.
Un
par de años antes, la gente de Sistemas, tuvo que actualizar los servidores y
configurar toda las notebooks de la Plana Mayor. La voz del gerente del Área de
Sistemas fue clara y concisa en el celular de Alfredo, “vos sabès como es la
política con el uso del sistema. Yo debería reportar que la máquina de Haffner
tiene vínculos a decenas de páginas de pornografía y escorts en horarios de
trabajo. Lo dejo en tus manos.”
Miguens
planificó la charla con su gerente
durante dos días, y ya conforme con los ensayos y salvaguardando las posibles
réplicas y evasivas, al final de un partido de squash en el que se dejó vencer
para que el ánimo de su adversario estuviese en el nivel adecuado, avanzó con
un “no me meto en la vida personal de la gente, siempre y cuando sus elecciones
privadas no afecten a la empresa”. La sonrisa de Haffner se desmoronó en un
suspiro y luego de una pausa que parecía interminable, disparó a quemarropa
“Sistemas reportó que tu máquina tiene acceso a material pornográfico y quiero
resolver con vos, por lo que representás en mi equipo, como seguimos, porque cuando en una empresa
como ésta, lo que se presume un secreto, lo saben dos, de allí a mil no hay
escalas”
El
segundo whisky catapultó el ardid y dos días más tarde Haffner era asaltado y
despojado de su computadora con violencia. La nueva estaría limpia y para
siempre. Punto final para un episodio que hubiese originado consecuencias
desestimadas en el más complejo de los planes. “Siempre que dejás un rastro o
una puerta sin cerrar, todo plan maquilla y disimula las fisuras que minarán
tarde o temprano su estructura”. Luego guiñó un ojo sin un rasgo de malicia, lo
que podría interpretarse como me debés una, te obsequio generosamente mi perdón
o te aconsejo de acuerdo a mi experiencia.
Tuvo
presente la imagen de la puerta cerrada cuando Romina, la secretaria del
gerente financiero, entró en su oficina lo saludó y bajó la mirada. En la mente
ágil de Miguens titiló la palabra confesión pero prefirió tomarse un tiempo,
dar la espalda con rumbo a la cafetera y ofrecerle algo de beber que fue
correspondido con un “no gracias” apenas perceptible, dándose tiempo para
revolver el café y pensar si era conveniente mantener la puerta abierta para
transmitir con una acción transparencia, aquí no hay secretos, mi oficina es de
puertas abiertas, aunque no sea lo habitual, ver a esta chica aquí, es como
cualquier reunión con cualquier empleado, o cerrarla, para propiciar la
privacidad suficiente para que lo que venía dispuesta a decir fluyera
naturalmente, y fue su habilidad para detectar detalles imperceptibles, como el
de los ojos de Romina intentando cubrir el espacio que quedaba a sus espaldas,
un poco incómoda, frotándose nerviosamente las manos, lo que lo decidió a
caminar hasta la puerta y cerrarla delicadamente. El sonido del pestillo fue un
disparador automático para que ella aflojase su posición corporal.
Comenzaron
la conversación hablando de la comodidad de las oficinas, de los cambios, del
buen clima general, del café que dejó de ser petróleo y se distendieron. No la
había observado antes. Era atractiva. Y tenía una sonrisa seductora,
conversación fluida, se vestía elegantemente y Miguens se recostó sobre el
sillón y se llevó la taza a la boca apoyando los codos en el apoyabrazos, y
notó que ella, en perfecto espejo, un segundo después, alejó la silla levemente
del escritorio y cruzó las piernas también recostándose sobre espaldar,
diciendo sin dejar de sonreír, ahora un poco nerviosa, “lo que vengo a decirle
no es fácil para mi. Me siento muy bien con mi trabajo, pongo mucha energía en
lo que hago, porque lo disfruto realmente, pero quiero confiarle que
últimamente estoy pensando en dejar este empleo”. Su rostro volvió a mudar con
una expresión sombría. “¿Vino a hablarme de un aumento sin conversarlo con su
jefe?”. “No señor, no es mi estilo. Vengo a hablarde de algo más delicado”. “Me
sorprende y no veo que puede ser lo que no funcione para que usted piense en
renunciar”. “Voy a ser directa”. “Se lo voy a agradecer”. Una paloma los
sobresaltó estrellándose contra los vidrios espejados de la oficina. “La
seguridad del edificio se está tomando las cosas muy a pecho”, se animó a
bromear Miguens. Ella sonrió. “En el último cierre mensual, mi jefe y yo nos
quedamos conciliando unas diferencias hasta muy tarde”. Hizo una pausa y lo
miró como si esperase que él prosiguiera el relato. El respondió con un ademán
invitándola a continuar. “No quedaba nadie en la oficina y en un momento, como
si fuera lo más natural del mundo, él se levantó de su silla, rodeó el
escritorio, se colocó a mis espaldas y me dió un beso en el cuello. Me levanté
entre sorprendida e indignada. La escena se puso peor porque intentó abrazarme
y viendo mi reacción, tomó distancia y me pidió disculpas”. Romina bajó la vista
y se miró las manos. “Me dijo que se había confundido y que no volvería a
pasar. Nos fuimos como si nada sucediera. Bajamos en distintos ascensores pero
nos volvimos a encontrar en el subsuelo, cada uno caminando para su auto y la
verdad, es que ahí tuve más miedo que en la oficina, pero no hizo nada, cada
uno a su auto. Creí que todo terminaría allí pero en los días siguientes fue
peor”. Abrió su celular y comenzó a buscar información. “Recibí más de cien
mensajes de texto de distinto tono, algunos amenazadores”. Hizo un silencio y
se llevó la mano libre al rostro y sollozó. “Por favor, Romina, calmese”, dijo
Miguens sin moverse de su sillón. “Déjeme pensar como resuelvo esta situación
tan”. Lo angustió un poco no encontrar la palabra adecuada, certera, la que lo
sacara como un salvavidas de ésta zozobra, mientras en la oficina se retiraban
los últimos empleados y él no quería que ella saliera en ése estado para que
los pocos que quedaban la vieran, que comience el rumor interno. “¿Sabe alguien
más de esta situación?”. Ella negó con la cabeza. “Mejor así. Déjelo en mis
manos y esperemos que encuentre la respuesta que usted se merece”
Romina
se retiró en silencio, sin saludarlo y Miguens se incorporó buscando respuestas
a través del vidrio que desde el piso once miraba a la avenida. Había comenzado
a llover. Se preguntó cómo pudo estar fuera de este enredo, se reprochó el
exceso de concentración en el proyecto durante los últimos meses, como para
quedarse dormido dentro de un frasco y no notar este malestar interno, este
preocupante clima que debe ser comidilla de toda la administración, esta rabia
que germina en su interior, forjada por un sentimiento de traición, de alta
traición de uno de sus oficiales de confianza y mascullando sus errores,
repasando mentalmente el comportamiento de Haffner, notaba ahora, en éste
instante, que en las últimas semanas habían hablado solo de la estrategia, de
la rentabilidad, de la rotación de inventario, del aumento de los costos en la
importación pero no de temas personales, ni de encuentros fuera de la oficina.
Colocándose el saco para salir pensó en un partido de golf.
Cuando
Alfredo Miguens abandonaba en su automóvil el garage de las oficinas, envuelto
en una atmósfera musical que lo ayudara a pensar y relajarse, elección que le
llevó unos segundos, programando la
limpieza de la mente para llamar a su casa y anunciar el comienzo de la
vuelta al hogar, observó que Romina, en la vereda, luchaba con un paraguas que
el viento le impedía dominar. Quiso ser cortés y bajó el vidrio de su
ventanilla para llamarla pero el ruido de la calle lo obligó a tocar la bocina
y esperar que con sorpresa, ella le devolviera la mirada. “Permítame que la
acerque a alguna parte”. Ella no dudó. Cerró el paraguas con esfuerzo y
completamente empapada por la lluvia que ahora arreciaba, se metió en el auto.
“Estoy sin auto por unos días y justo hoy, esta tormenta”. “Este clima no se
planifica, se soporta”. Ella sonrió. Miguens calculó rápidamente que si la
acercaba hasta la primer estación de subte serían unos quince minutos de
diálogo, donde debía cuidarse de no volver al tema que los había reunido en su
oficina, para poder observar y medir mejor qué tipo de persona estaba sentada a
su lado, una conflictiva, una oportunista, una trepadora, una fabuladora. No
tomó en cuenta el caos en el tráfico agravado por la tormenta.
Ella
lidiaba con la ropa y el cabello, él acompañaba sus movimientos
disimuladamente, aparentando concentrarse en la conducción del auto, atascado
en la avenida junto a cientos de automovilistas que perdían la paciencia
haciendo sonar sus bocinas. La escena de la que formaban parte, los condujo
naturalmente a conversar sobre el caos de la ciudad, la tranquila vida del
Interior, las cosas simples de la vida que se aprecian de otra manera, fuera de
los centros de consumo. Aislados en ese microclima particular, fueron
soltándose, quitándose las armaduras que el trato laboral impone con sus reglas
y sus modos, sus distancias, se
sonrieron, se observaron en otra dimensión de espacio, protegidos del mundo que
los rodeaba por la intimidad del coche, guarnecidos del ruido exterior.
Ella
respondió a un comentario con una sonrisa y cruzó las piernas con naturalidad,
él percibió que el tono de su voz había cambiado y la erupción de un calor
intenso que creyó disipar activando el aire acondicionado, pero se dejó llevar
por un camino que ya no dominaba a su voluntad, como tampoco podía dominar que en
cada comentario de Romina la vista
buscara la abertura de los primeros botones de su blusa y unas curvas apenas
disimuladas por la oscuridad del interior del auto. “Nunca nos dimos tiempo
para conocernos”, se animó a decir Miguens, “Nunca hubo oportunidad”, respondió
ella sonriendo. “Aprendí que no todos los primeros impulsos tienen porqué
significar algo”. Ella hizo una pausa, giró su cabeza hacia la ventanilla como
si algo hubiese llamado su atención y luego se volvió al él “Creo que algunas
cosas suceden solo en momentos. Hoy tengo otra imagen tuya”.
La
proximidad ya no era solo física. Cuando Miguens escuchó la palabra “tuya”
sintió el impacto de un cristal contra
el suelo, y ante él se abrieron todas las acepciones y significados que
esa palabra representaba. No esperaba al mirarla, encontrarse con una sonrisa
distinta a las que hasta entonces ella le había concedido. Quizás fue un cambio
de posición corporal pretendiendo acomodarse, pero para su sorpesa las piernas
de Romina se colocaron de costado y sintió o creyó sentir que su mano apoyada
sobre la palanca de cambios la rozaba sutilmente. Colocó la señal de giro y
encolumnó el auto en otro carril como para doblar “Salgamos de este lío” y
bruscamente dobló por una calle lateral sin importarle los bocinazos provocados
por la maniobra a sus espaldas. Había perdido el control de los pensamientos
que disparaban su acción. La calle que eligió para salir del embotellamiento no
era de un tránsito fluido y tuvo que volver a detenerse y recién allí pensó que
estaba entrando en un terreno que no dominaba, que no estaba planificado y el
silencio, la falta de palabras, lo ponía más incómodo. Ella sugirió como al
pasar sino era mejor detenerse en algún lugar a esperar que el tráfico se
normalice un poco. “No conozco mucho esta zona para elegir un lugar”. “Decime
que tipo de lugar buscamos y sugiero”. La pérdida del control de la situación
lo alteró lo suficiente como para hacer sonar la caja de cambios. Ella aseguró
la estocada y sin darle tiempo a reaccionar colocó su mano suavemente sobre la
de él, “Tranqui. ¿Estás apurado?” Cuando ella quitó su mano, él deslizó la suya
y la apoyó en su pierna. Ella sonrió. Una nueva maniobra brusca y el auto se
metió en un estacionamiento. Bajó la ventanilla para tomar el ticket y sin
pronunciar una sola palabra subió el
auto al último nivel, un espacio de unos cincuenta metros de profundidad donde
solo había tres coches estacionados. Detuvo en el lugar más alejado de la rampa
de acceso. Apagó el motor, pasó su brazo por detrás del cuello de Romina y la
besó desesperadamente. Ella respondió aprisionándolo de la cintura y dejó que
su mano, mientras se besaban frenéticamente, comprobara al tacto el estado de
excitación de Miguens, en una intensa, alocada sucesión de torpes movimientos,
se entrelazaron, ajenos al mundo que los rodeaba y amparados por los empañados
vidrios del auto, ella se montó sobre Miguens desabrochándose la camisa.
Las
semanas siguientes se poblaron de encuentros furtivos en distintos lugares de
la ciudad y un fin de semana largo, con la excusa de tener que organizar
una convención, Miguens dejó que su
familia partiera hacia la costa para internarse con Romina en una isla del
Paraná, a dos horas de lancha, impulsado hacia un espiral de absoluto
desenfreno por esa sensación de vértigo y peligro que desencajó todas sus
formas, potenció sus ideas innovadoras, descomprimió el peso de la
responsabilidad que su cargo ameritaba. Ese coctail, esa dosis de adrenalina,
humanizaron su conducta robótica, quitaron sus mordazas, lo hicieron sentirse
mucho más joven, absoluta y genuinamente invencible, mejoró la calidad de su tiempo
con la familia, porque en cada regreso, luego de encontrarse con Romina, la
culpa le mordisqueaba la nuca.
Cuando
percibió que el riesgo se había vuelto inmanejable y que un rumor en la oficina
comenzaba a intoxicar el ambiente, que algunas preguntas de sus allegados les
resultaban capciosas, habló con colegas de otras compañías para propiciar una
salida decorosa para su amante, asegurándole una posición con condiciones
ventajosas, sin tener que exagerar en virtudes, porque su eficiencia era
incuestionable, calculando que la distancia contribuiría al final de la
relación paulatinamente, y que cada encuentro, cada vez más esporádico, tendría
como único diálogo el simple lenguaje de los cuerpos, libre de temas ligados a
situaciones personales, cuestiones familiares, llamados y mensajes de textos en
momentos inoportunos que pudiesen generar sospechas en su mujer, que tiñeran de
alguna manera su encumbrada performance profesional. Había vuelto, como la
marea, a su nivel, había anclado nuevamente en sus viejos tics y a sus cálculos
de beneficios en la toma de decisiones, un estadío manso y con la grata
sorpresa que el desenlace de esta relación era inimaginable para él en aquellos
primeros tiempos en que la pasión devoraba hasta la vigilia.
Alfredo
Miguens conducía ajeno a las peleas de sus hijos dentro del automóvil ya los
comentarios de su esposa, concentrado en las caras que iban apareciendo en su
mente, las que estarían cerca de la tarima y sonreirían con inequívoca señal de
aprobación, el directorio regional completo, con sus respectivas esposas a su
lado, los que viajaron para comprobar su buen tino en la elección para
encabezar la filial argentina. Desfilaron también en otro espacio y con otras
luces, sus viejos adversarios, los que intentaron desbancarlo, los traidores, a
quienes se anticipó como buen jugador de ajedrez varios movimientos antes, los
ausentes como su padre, con el que no podría compartir este instante de gloria,
sus hermanos, los pasos que no contaría desde la mesa familiar al escenario, el
instante de duda, si todo estaba en su sitio y de acuerdo a lo planeado, el
último ajuste a los detalles antes de proyectar en la pantalla las diapositivas
con los cuadros financieros de la compañía hasta el día de hoy y la proyección
para los próximos años, el vaso de agua a la izquierda, las marcas en el papel
para no tener que usar los lentes que tanto lo avejentaban y seguir el plan que
se había trazado para su discurso en los ensayos, aclarar la garganta antes de
hablar, alejado del micrófono que luego acercaría sin probar, pulsando el
control remoto para que los slides se sucedieran a tiempo y al compás de las
palabras claves, elegidas oportunamente para resaltar la raíz del mensaje, y un
primer murmullo en la platea que lo distrae, un silencio que parece no obedecer
a la atención y a la escucha de los presentes, su asistente le hace una seña
que Miguens no comprende y no quiere distraerse mas para no trastabillar y
transmitir inseguridad, toma aire para impulsarse y volver a arremeter con
énfasis, de espaldas a una pantalla que en el vértice inferior derecho hace
unos segundos anunció “Romina inició sesión en Messenger”, porque cuidados
todos los detalles y creyendo que se notaba desde el público el sudor que
infructuosamente intentaba disimular, tratando de escucharse y escuchar los
comentarios y entender porqué su asistente buscaba la forma de subir al
estrado, porqué su esposa se levantaba de la mesa y abandonaba el salón, porqué
la gente, luego del murmullo ha enmudecido, se da vuelta para mirar la pantalla
ante el gesto de sorpresa de los invitados con los ojos fijos en ella, y allí
Miguens puede leer un mensaje insistente que se repite: “Dice Romina: tengo
ganas de tenerla en la boca. ¿Me sugerís que hago?”