El invisible Vincent

 


Después de la exposición de algunas de sus obras en el Salón de los artistas independientes en 1891 salieron los más notables marchands europeos a buscar sus cuadros prisioneros de una fiebre superior a la que desató la quimera del oro en el Yukón. Un año antes, en Arlés, se había pegado un tiro con una pistola prestada, agobiado por los ataques de epilepsia cada vez más frecuentes, la pobreza extrema y un hambre canina, con la poca fortuna de que una costilla desviara la bala haciéndolo agonizar durante dos días.

Se fue de este mundo sin saber el alcance que tendría la magnitud hasta entonces incomprendido de su arte, ignorante de las investigaciones posteriores, de la recopilación, edición y publicación de sus ochocientas veintiuna cartas a su hermano Theo, el único santo que confió en él y en su genialidad, su único sostén económico cuando las ventas de algunos de sus cuadros alcanzaban para pagar un par de platos de comida.

Murió sin enterarse de la fama que adquiriría la automutilación de su oreja, de su posterior autorretrato, de que encontrarían uno de sus cuadros en la casa de su médico Rey, utilizado para mitigar una corriente de aire en la pared de su cocina. El mismo médico que rechazó otros cuadros de su paciente porque molestaban a su familia, asombrado por lo que querían pagarle por ese adefesio murió creyendo que como pintor su paciente fue un fraude. Ese paciente famoso que el doctor despreciaba murió sin enterarse del destino de sus cuadros dejados en el hospital donde el hijo del doctor Peyrón, director del manicomio, lo utilizaba como diana para el tiro del rifle.

Se internó voluntariamente varias veces, sabiendo que cada una de sus más frecuentes crisis lo conducirían a la locura, expresándole en sus cartas a Theo que algunos de sus médicos estaban más chiflados que él. Contaba con esa magnífica lucidez para anticipar como un prestidigitador la cercanía inexorable de la demencia. En esa batalla atroz experimentaba con su automedicación ingiriendo colores sanadores como el amarillo extraído del frasco de sus óleos.

Estaba convencido que la gente humilde, libre de influencias y prejuicios sería la primera en apreciar su arte. Estaba equivocado.

Después de cada crisis volvió a pintar con nuevos bríos, siempre en el máximo nivel de logro estéticos, desconociendo que su obra marcaría una era en la pintura y el asombro del mundo al descubrir en sus cuadros el movimiento.

En una de sus cartas a Theo lamentaba que su hermano tuviese que vivir como un pobre para mantenerlo. Theo estaba casado, con un hijo enfermo y padeciendo una enfermedad que lo llevaría a la tumba seis meses después que su amado hermano. En sus últimas horas de agonía Vincent pudo expresarle a Theo: “No sufras, lo hice porque era lo mejor para todos”. Y luego al policía que acudió a investigar el suceso del disparo: “Es asunto mío”

A quien le pidió prestada la pistola le dijo que la necesitaba para ahuyentar a los cuervos que lo molestaban en el trigal mientras pintaba.

Todas las investigaciones sobre su vida que hasta hoy continúan nos ayudaron a entender de que frecuentaba prostitutas porque eran sus modelos con pretensiones menos costosas para su exiguo presupuesto, aunque muchas de ellas, aun cobrando, se negaban a posar porque creían que ese extraño pintor las afeaba en sus retratos.

Una muestra itinerante se está presentando en distintas capitales del mundo. Si existe la vida después de la muerte, si las almas tienen un lugar, estará pintando en el algún sitio, invisible, sin que reparemos en él, como tampoco lo hicimos mientras vivió entre nosotros.