Cuando leí su nombre en la receta
levanté la vista y me quedé observándolo. Su pelo blanco y las arrugas
profundas demoraron mi reconocimiento, pero cuando nuestras miradas se
encontraron tuve la certeza de que era él. Habían pasado treinta y siete años
desde la última vez que nos vimos, pero aquellos ojos conservaban el brillo y
la maldad de entonces. La receta que me entregó contenía medicamentos
utilizados para el mal de Alzheimer y ese dato no inspiró en mí la compasión.
Conservaba parte de su altivez y petulancia, aunque sus hombros parecían
vencidos por algún tipo de peso difícil de imaginar. Quizá la vida se encargó
de impartirle justicia con el látigo implacable del infortunio. Fui a buscar el
medicamento y di una vuelta de más en el pasillo de la farmacia para darme
tiempo a ordenar mis recuerdos mientras me distraía ese apellido que creí
olvidado.
El cabo primero Razquin solía
presentarse con los soldados nuevos haciendo notar que era el más cruel de los
suboficiales al mando. Fue durante años responsable de la formación militar de
una de las columnas de treinta y seis soldados de la compañía Comando y Servicios
del Batallón de arsenales 601. Durante una semana sufríamos el cumplimiento de
su turno dependiendo de él y de su humor para todas las actividades militares
diarias. Él nos despertaba haciendo sonar su silbato y ordenando que nos
parásemos al pie de la cama, luego nos hacía formar en fila en el campo para
que, como parte del rancho, nos sirvieran el mate cocido en las tazas de
aluminio provistas por el ejército. Luego de la formación, comenzaba la rutina
del período de instrucción.
Durante ese período, la tropa
dormía en carpas en el límite norte del batallón, a cincuenta metros de uno de
los cercos perimetrales que lindaban con la vía pública. El Cabo primero
Razquin no tardó en presentarse tal cual era. Un domingo a la tarde, en una
jornada de descanso, los padres y hermanos de un soldado le trajeron al recluta
una torta porque era el día de su cumpleaños. Cuando los familiares del
homenajeado pasaban la torta por encima del cerco de alambre, fueron observados
por Razquin. El cabo primero hizo sonar su silbato y detuvo al soldado. Todos
sus compañeros observamos la escena a unos pocos metros. Razquin le dio la
orden de que pusiera la torta en el suelo y saltara sobre ella cada vez que
escuchara el sonido de su silbato. No fueron menos de treinta saltos los que
dio el soldado, con lágrimas en los ojos y ante la mirada de su familia.
En uno de los entrenamientos con
fusiles nos llevó a un campo para realizar acciones de avanzada sobre
territorio enemigo. Dividió la tropa entre argentinos y chilenos y nos dio
premisas básicas para que las líneas atacaran cubriéndose entre sí en cada avance
sobre campo enemigo. Nos indicó que un pitido de su silbato significaba correr
hacia el frente al máximo de velocidad que dieran nuestras piernas y que si
escuchábamos dos debíamos arrojarnos cuerpo a tierra. Al tercer movimiento de
la tropa, Razquin detuvo el ejercicio. Esperó que hiciéramos un círculo a su
alrededor para decirnos que cuando él ordenaba cuerpo a tierra, el soldado
clavaba el pecho en el suelo zambulléndose y no se andaba fijando donde caía.
Volvimos al escenario de batalla y a la orden de cuerpo a tierra un soldado se
clavó el fondo de una botella de vidrio en la rodilla. La imagen del corte y la
sangre era dantesca. Cuando se vio en la obligación de llevar al soldado a la
enfermería, nos castigó a los que quedamos por ser tan estúpidos de no prestar
atención sobre el lugar donde caíamos.
Con él vivíamos en estado de
alerta constante, porque habíamos aprendido que cada error se pagaba muy caro.
Los suboficiales a cargo de la compañía eran cuatro y, a su vez, cada uno de
ellos estaba al mando de un pelotón de treinta seis soldados a los que debían
instruir para su formación militar, haciendo observar el estricto cumplimiento
de las órdenes impartidas. Cada uno de esos suboficiales era responsable de que
su pelotón aprendiera la formación, el desfile, la higiene, el desarmado y
limpieza del fusil a su cargo. Esa tarea se mecanizaba a diario con el objetivo
de que lográramos hacerlo con los ojos vendados, pensando en el hipotético
escenario de combate en el monte y que el mantenimiento del armamento debiese
hacerse de noche. Muchas veces sucedía que mientras los pelotones descansaban,
el de Razquin ejecutaba movimientos vivos porque alguien o varios habían
cometido una falta. Dentro de su menú para doblegarnos con humillación, solía
pedir que nos arrastráramos a su alrededor y limpiásemos sus borceguíes
frotándolos contra nuestro cuerpo mientras nos llamaba culebras.
Habíamos pasado varios días sin
que pudiésemos ducharnos, porque la caldera que proveía el agua cliente había
sufrido un desperfecto. El día en que la repararon fue una fiesta para la
tropa. Veíamos como cada grupo entraba cantando y haciendo bromas al sector de
duchas y durante el deseado baño se escuchaban gritos de alegría. A nosotros
nos tocó Razquin y su orden fue que el momento de la higiene fuera en perfecto
silencio porque si escuchaba una palabra pagaríamos las consecuencias. Nadie
habló. Solo se escuchaba el sonido del agua. Cuando salimos nos dijo que había
escuchado a alguien hablar. Abrió la puerta de la cuadra y nos ordenó carrera
mar hacia la tierra para hacernos arrastrar y revolcarnos mientras nos
sermoneaba por la indisciplina. Corríamos a su alrededor en medio de una nube
de polvo mientras el resto de la compañía nos observaba descansando cerca del
vivac. En veinte minutos quedamos peor que antes de ingresar al cuarto de
duchas. Recién en ese momento, cuando notó que había tres soldados lastimados,
y sin dejar de sonreír, quedó conforme.
Había escasos momentos de recreo
donde el suboficial a cargo conversaba en ronda con la tropa. Los recreos con
Razquin tenían como tema de conversación cómo infringirle mayor dolor al
enemigo si le clavamos el puñal de la bayoneta en los pulmones, lo estúpidos
que éramos, la vergüenza que sentía al vernos como futuros soldados y cuan
oscuro iba a ser el futuro de la Patria con personas como nosotros. Cuando
llegaba a ese punto montaba en cólera y volvíamos a escuchar su silbato para
que ejecutemos movimientos vivos. Uno o varios soldados terminaban en
enfermería. Esa debilidad física de la tropa merecía otro castigo ejemplar para
el resto.
Estoy seguro que nuestra furia y
nuestro odio se reflejaba en los rostros y eso era parte de su alimento diario.
Siempre nos probaba para provocar la falta o el error y era difícil no
cometerlo. Sabía que si imperaba el miedo nos dominaría fácilmente y no era
estúpido. Una noche en la cuadra, mientras nos hacía ejecutar ejercicios vivos,
algún soldado ubicado afuera bajó la llave de la luz y quedamos a oscuras. No
dudó en desenfundar su pistola, cargarla y apuntarnos, intuyendo que encerrado
en la oscuridad con ciento setenta reclutas que lo odiaban era presa fácil de
un destino fatal.
Cuando la guerra contra Gran
Bretaña requería hombres y pertrechos fueron convocados algunos oficiales y
suboficiales del cuartel. Parte de la dotación de suboficiales eran expertos en
la conducción de tanques de guerra fabricados en el arsenal. Supimos después
que resultarían inoperables por las características del suelo de las islas. El
soldado que fue a comunicarle al Cabo primero Razquin que había sido convocado,
regresó a la unidad con el sonido del silbato de Razquin a sus espaldas para
ordenarle cuerpo a tierra, arrastrarse, salto de rana. El castigo al mensajero
fue excesivo. El soldado estuvo en enfermería tres días.
La suerte no me acompañó en uno de
sus turnos como suboficial de semana. Un sargento me llamó para pedirme que
fuera a buscar un medicamento a la enfermería y él me sorprendió saliendo de la
cuadra sin su permiso. Me ordenó movimientos vivos en la cuadra y ordenó cuerpo
a tierra cuando había llegado a la puerta del baño, inundado por agua de la
cloaca y excrementos. Giré y le dije que ahí no me tiraba. Se enfureció y me
ordenó correr en dirección opuesta. Llevaba más de cuarenta minutos de castigo
y le dije que no cumpliría más órdenes. Me condujo al detal, cerró con llave la
puerta, eligió el bulto más pesado y me ordenó cargarlo al hombro para hacer
salto de rana. Al tercer salto arrojé el bulto contra la pared. Me miró en
silencio, se quitó las jinetas y me invitó a pelear sin diferencias de rango.
Le dije que no era muy de guapo tomarse a golpes con alguien sin fuerzas. Abrió
la puerta diciéndome que me llevaría al calabozo, que corriera. Le respondí que
si iba al calabozo lo haría caminando. Pidió la planilla para encerrarme y un
superior se la negó. Volvió furioso sin la orden y me ordenó limpiar la cuadra,
advirtiéndome que si encontraba un solo rastro de suciedad iba a desear no
haber nacido. Fue mi semana más difícil en el cuartel.
Cuando estaba en el depósito de la
farmacia, pensé en cambiarle el contenido al envase, hacer un acto de justicia
para quienes padecieron sus canalladas. Recordé la foto que nos tomaron, a mi
madre y a mí, cuando salí de franco después de aquella semana bajo las órdenes
de Razquin. Conservaba en los brazos las huellas de los movimientos vivos.
Estaba listo y decidido para
provocar un dolor profundo en ese ser abominable que hizo sufrir a tantos,
disfrutando del momento como al sabor de una victoria militar. Lo vi sonreír,
mientras yo me arrastraba bajo sus órdenes. Ahora era mi turno para verlo
derrotado.
Mi sonrisa se fue desdibujando,
como cuando nos horrorizamos por un crimen del que no lograremos arrepentirnos.
Cerré el puño con tanta fuerza que escuché el ruido del envase del medicamento
quebrándose en mi mano.
Bajé la vista. El Cabo primero me
había vencido. Logró convertirme en todo aquello que tanto odié de él.