La primera muerte




Con el corazón batiendo en el pecho, se metió en la maleza buscándolo. Entre los pastizales lo encontró. Aún se estremecía en estertores, haciendo un colosal esfuerzo por aferrarse a la vida, con sus grandes  ojos mirando el cielo tan lejano. Se quedó  observándolo morir lentamente mientras la angustia le cerraba la garganta. Lo levantó del suelo delicadamente, como si ese gesto tuviese algún valor. Fue su primera muerte. Cavó una pequeña fosa y llorando lo enterró. Al lado del pájaro colocó su gomera.

Ceniza



El cielo es plomizo, gris; tan gris que puede confundirnos sobre cuál es la hora real: estamos en el mediodía y la luminosidad es idéntica a la de las seis de la tarde. Algunos asientos detrás de mí del colectivo en el que viajo, la conversación que escucho se mimetiza con el paisaje que veo del otro lado de la ventanilla. Un hombre se queja, a su compañera de viaje, de cuánto es menospreciado su talento, de todas las cosas que cambiará para ganarse el respeto de sus mediocres colegas, de lo bien que hablan de sus cuentos encumbrados escritores, de los talleres que es capaz de organizar para un alumnado ávido de su luz. La mujer escucha y sobre el final de cada párrafo estimula con pocas palabras su verborragia, su catarsis, su sermón. El hombre habla en voz alta y cada tanto se enoja con el universo que conspira en su contra. El cielo, mientras tanto, se vuelve ceniza.

Sentí que el hombre tocó el timbre solicitando detenerse en la próxima parada. No  pude dominar  mi curiosidad por observar sus rasgos, intentando comprobar si su voz correspondía con la imagen que me formé de él sin haberlo mirado una sola vez. Descendió antes que la mujer; iba envuelto en una nube densa que impedía escudriñar sus rasgos. Allí quedó, dentro de la borrasca donde solo se distinguía una mano de la mujer. Miré hacia atrás y vi la nube. En la calle, el día resplandecía majestuoso.

O Rei do Pelourinho



En una de las calles de Pelourinho, el barrio emblemático del centro bahiano, nos encontramos Jacqueline y yo con Edmundo Edvon Santos, artista de ochenta y cuatro años, quien ostenta desde hace décadas la preciada condición de ser “El negro más bonito de Bahía”, presentación personal luego del saludo de rigor, es certificada por los residentes que se acercan a saludarlo.

Edmundo anda vendiendo sus trabajos en distintas técnicas plasmados en litografías de papel satinado y porta consigo una carpeta con folios donde conserva notas, fotos, premios de otros tiempos no tan lejanos, sobre todo para quien fue hijo de un hombre que vivió hasta los ciento seis años. Dueño de un humor inteligente, exquisito, nos cuenta la historia de su barrio, de origen aristocrático hasta que la proliferación de la población negra, altamente competitiva en superarse entre sí  en el número de hijos, obligase a los primeros residentes a emigrar a otras zonas más apropiadas a su abolengo.

Santos define las etapas de la vida de un hombre trazando un paralelismo con los pájaros. Hasta los treinta es un picaflor y anda de un lado al otro picoteando todas las flores. Cuando llega a los cuarenta se convierte en un águila que selecciona a sus presas. Llegando a los sesenta es un buitre que come lo que encuentra y a los setenta es un cóndor. Con dor (dolor) aquí, con dor allá.

Conversamos con él casi una hora. Sus trabajos fueron declarados de interés cultural por la intendencia y un visitante le regaló la edición de unos minutos de filmación https://youtu.be/3yKYJTlYtks. Lleva una camisa y una gorra de color blanco impecables que le confieren un aire señorial que sumado a la  gracia de sus gestos, cadencias y entonaciones nos hace  sentir que estamos frente ante alguien de linaje africano.

Edmundo es un príncipe y un rey en Bahía.

Al estrechar su mano le prometí que escribiría sobre este encuentro que me hizo un poco más rico de lo que soy.