Puñalada

 


Caminó hasta el arroyo, limpió el cuchillo en el agua y vio como el fino hilo de sangre se mezclaba con la corriente mansamente. Se arremangó la camisa y observó el corte en el antebrazo. Recordó a Pereira que perdió el izquierdo con una gangrena. Enfundó el facón en la vaina que el cinto sujetaba en la espalda y caminó hasta su caballo, ajustó el apero, tomó la brida y montó para emprender el regreso. Con trote lento tomó el camino que lo llevaba al pueblo. Una bandada de codornices emprendía el vuelo anunciando que el día sería de provecho.

Levantó la vista al sol para calcular si en el tiempo que le llevaba llegar al pueblo encontraría a Arismendi en su despacho. Una polvareda lo envolvió en un remolino. Taconeó al caballo para apurar la marcha. Era temprano pero tuvo el deseo de beber un trago de caña en lo del vasco. Fue allí donde conoció a Arismendi la tarde en que con un pelotón de milicos entró en la pulpería reclutando soldados para los fortines. Sus días de bracero o arriero temporal habían terminado. Sabía que Arismendi aprovechaba el enrolamiento obligatorio para sacarse de encima a los pendencieros que entorpecían con duelos criollos y escándalos su función de juez. Fue uno de los señalados pero al dar el paso al frente le preguntó al mandatario si los casados con hijos podían cumplir otro trabajo. El juez lo invitó a salir de la pulpería con un movimiento de cabeza. En la calle, y alejados del pelotón reclutado se pusieron de acuerdo.

Aprendió el nuevo oficio como ladero del Pardo Luna. Adiestró la vista para detectar seguidores y enemigos en los mitines políticos que Arismendi organizaba y algunos desafíos a cuchillo en el comité forjaron su fama de guapo. El Pardo Luna fue su maestro y su guía. La forma de manejar el poncho enrollado en el brazo izquierdo y el lance de la puñalada del derecho le dieron el mote de “el tigre”. Recuerda siempre la noche en que Luna le mostró su puñal y las marcas que en él había hecho por cada hombre despachado al otro mundo. Allí comenzó a hacer lo mismo en la empuñadura del suyo.

Junto al Pardo Luna empadronaron gente para los comicios, empiojaron las campañas políticas de los otros candidatos y persiguieron adversarios de fuste. Los dos eran uno solo y no se distinguía quién era la sombra de quien. Fueron muchas las ocasiones en las que pelearon espalda contra espalda y todos decían que por la forma de jugarse a muerte habían sellado algún pacto de sangre.

Un silencio espeso impregnaba el ambiente cuando ellos se paraban en la puerta de cualquier sitio donde hubiese una reunión. Ese movimiento silencioso hacía pensar en que tendrían que organizar un nuevo entierro en el pueblo.

El corte en el brazo era un dolor punzante e intermitente. Lo tomó por sorpresa la reacción instintiva y refleja que tuvo el finado tendido boca abajo agonizante. Todo trabajo debe ser limpio y sin huellas decía el Pardo y cada una de sus frases fueron forjando en él un estilo de matón limpio. Todas las leyes no están escritas pero a todas hay que respetarlas para que ese mismo respeto lo beban los demás como a la caña. Más de diez años llevamos juntos pero bastó un minuto para que nos conociéramos y saber con quién estábamos.

Pasó por la puerta de su casa y dudó en apearse para echarse un poco de caña sobre la herida. Aquí mismo se reunieron muchas veces. En su casa matearon y a solas, con pocas palabras, planearon la ejecución de las directivas del comité. El Pardo llevaba la paga de Arismendi y luego de contarla la dividían en partes iguales. Sus hijos aprendieron a quererlo como al tío que no habían tenido. Su mujer fue esquiva al principio pero luego comprendió que eran socios y nunca hizo preguntas, ni siquiera sobre las marcas en el facón.

Meses atrás, en lo del vasco, un comentario ponzoñoso de un malevo de la tropa enemiga lo hirió en el pecho. Se dice que comparten algo más que el trabajo y que el hijo menor se parece más al Pardo. Unos minutos más tarde nueve parroquianos rodeaban el cuerpo del injuriador tendido en la calle. Volvió a su casa insatisfecho, aún sediento de venganza y en el patio, a la sombra de la granada, mate en mano recién cebado lo esperaba el Pardo. Escupa el veneno, no se atragante. Nadie habla mejor que el cuchillo cuando sobran las palabras.

La brisa cálida en el rostro aumentó la sed de una caña y el dolor en el brazo. Recordó aquellas leyes que había aprendido para templar la hombría. Cuando obrar con prudencia y cuando provocar el duelo a cuchillo. Siempre de frente y leal, siempre dispuesto. Imaginó al Pardo Luna repasando lo que había acabado de hacer y corrigiendo los errores. Supo que había roto una ley apuñalándolo mientras dormía.