Exilio


 La mujer entró a la habitación y lo encontró sentado frente a su escritorio con ese gesto típico de tocarse la sien cuando pensaba en cómo resolver un problema de extrema gravedad. La luz que ingresaba a la habitación por la ventana a sus espaldas lo dejó a contraluz y la mujer no supo si cavilaba o se había quedado dormido en esa posición. Colocó la bandeja con la taza de té y luego, con mucha delicadeza, para evitar hacer ruido, la tetera. Escuchó su voz suave agradeciendo el gesto aunque ella sabía que el anciano seguía añorando el mate de otros tiempos, desoyendo los consejos de su médico para eludir el dolor de la úlcera estomacal que lo doblega desde muy joven. Fueron días difíciles esos últimos en la casa. El hombre allí sentado se recuperaba de una operación de cataratas sin anestesia. El cirujano quedó impactado con el temple de ese hombre muy mayor que durante la cirugía no emitió una queja. Sobre el escritorio había unos sobres de correspondencia sin abrir esperando la lectura en voz alta de su hija, una obligación que lo hacían sentir un desvalido.

Saben en la casa que la correspondencia recibida suele cambiarle el humor. Se nota en el gesto y en su andar cómo lo han afectado las noticias recibidas desde su Patria. Saben también que en los días en que lo visita Don Alejandro, su amigo de la juventud, el brillo de sus ojos es distinto. Alejandro fue compañero de armas en sus primeros años de milicia. El destino volvió a unirlos mucho tiempo después, cuando en una reunión alguien pronunció su apellido como el de uno de los banqueros más importantes de Europa. En tiempos en que se olvidaban de su pensión, había terminado con sus pocos ahorros y en la casa se vivían momentos de zozobra, Alejandro le tendió su mano al viejo amigo poniéndolo a salvo de la miseria como alguna vez de la muerte en combate. Alejandro era la única persona a la que tuteaba. A su hija, sus nietas y otras visitas los trataba de usted.

Ya no escribía. Y sabía, con dolor, que no recibiría más cartas de amigos entrañables. Había sobrevivido a muchos de sus camaradas. Estaba al tanto, porque lo pusieron sobreaviso, que desde que llegó vigilaban sus movimientos y existía la duda sobre el control de su correspondencia. Hubo días que se hacían largos y en las pequeñas siestas despertaba dudando si continuaba en el campo de batalla. La habitación donde pasaba gran parte del día era tan austera como el resto de su casa. La mayor parte de su vida vivió en las condiciones que se le imponen a un militar en campaña. No tenía sueños recurrentes pero dormía inquieto cuando algo le afligía. Los años del bloqueo anglo-francés recompusieron su ánimo de combate y su porte militar. Escribió febrilmente ofreciendo sus servicios sabiendo que encontraría enemigos internos más crueles y arteros que los europeos.

Declinaba cortésmente a los ofrecimientos de quienes deseaban escribir su biografía. Cada tanto recibía una visita que cruzaba el océano para conocerlo y conversar. Tenía siempre presente que había cosechado enemigos poderosos.

Se sobresaltó en duermevela y buscó a tientas la empuñadura del bastón como a los dieciséis años de edad la del sable para enfrentarse a seis asaltantes y él transportaba en sus alforjas la paga para las tropas que luchaban contra la invasión napoleónica. El parte militar dió cuenta de que fue herido de gravedad pero que los bandidos se dieron a la fuga sin el botín. Comenzó allí una serie de medallas al valor y merecidos ascensos durante veintidós años de brillante desempeño.

En 1829, en Inglaterra, después de un frustrado viaje a Buenos Aires, la diligencia en la que viajaba volcó y sufrió una herida de gravedad en su brazo que le llevó tres meses de convalecencia. Ya recuperado viajó con amigos sudamericanos a Bruselas y desde allí a Waterloo donde les describió el desarrollo de la batalla completa, demostrando que admiraba profundamente a quien fuese durante años su enemigo.

Las arrugas en su rostro superaban en número a las heridas en combate y su mirada atesoraba imágenes de batallas claves como la de Bailén, la primera derrota militar de Napoleón en campo abierto. Su desempeño en combate le valió el ascenso a Teniente Coronel.

En su país hablaban de un exilio voluntario, de ideas monárquicas, de un rol de doble espía inglés, de ser integrante de una logia masónica, de que aborrecía al clero y era díscolo con la autoridad como cuando se rebeló a luchar contra Artigas porque entendía que el enemigo era España y que jamás levantaría su sable contra compatriotas.

Pasarían muchos años para que sus proezas militares se contaran en un film titulado “El Santo de la espada”.

Dame una noche

 


Dame otra noche como ésta,

solo una

y seré feliz por una noche

tan inolvidable y fugaz como las estrellas.

Dame otra noche como ésta,

solo una

y podré lanzarme temerario

a las hazañas,

a grandes epopeyas,

a obras milagrosas,

a ser mejor persona.

Dame otra noche como ésta

y seré sabio para explicar el sentido de la vida.

Dame otra noche como ésta,

solo una

y seré capaz de guardar silencio

para no pedirte otra

Cora y Stephen - Stephen y yo

 


Stephen no lo sabe o quizás sí, y cuando develemos el misterio de las almas nos enteraremos, de que yo estoy con una parte de su vida yendo a mi casa.

Stephen Crane fue un periodista de guerra, un escritor notable a quien su colega Paul Auster le dedicó un libro de mil cuarenta páginas para colocarlo en el pedestal de los grandes maestros.

Supe de su existencia por una nota en Página 12 donde resumían un par de historias exquisitas que me impulsaron a ir tras sus pasos. En una hablaban de “El bote”, un cuento magnífico que encontré días después sobre cuatro náufragos soportando una tempestad en mar abierto. La otra historia fue Cora y Stephen, posiblemente autobiográfica, que cuenta la pequeña odisea de un hombre que por salir en defensa de una prostituta en Nueva York es perseguido por la policía y obligado a refugiarse con un nombre falso en un hotel de Florida. Una noche sale del hotel a recorrer aquellos bares donde suceden cosas interesantes y le dan sentido a nuestra existencia. Le llamó la atención una vivienda de luces tenues donde Cora, la madama del lugar, le ofreció la bienvenida y una jugosa conversación. Cora y Stephen hablaron de literatura mientras bebían. Stephen se dio cuenta, por lo que decía Cora, de que lo había leído. Mientras bailaban Stephen le susurró al oído que ella no creería quien es cuando le revelase su identidad. Ella lo miró y le aseguró que sí. “Yo soy el escritor Stephen Crane”. Ella guardó silencio y continuaron bailando.

Igual que me sucede con la música, cuando descubro a alguien que atrapa mi atención salgo en su búsqueda como un sabueso de Scotland Yard. En la librería donde habitualmente me proveo de estas joyas me dieron algunos títulos pero adelantándome de que sus libros los conseguiría en una mesa de saldos o en los puestos de usados de Parque Centenario. Los recorrí todos y solo atinaron a aconsejarme de que lo buscase por Internet. El rojo emblema del valor estaba en Mendoza y el costo del envío superaba al valor del libro.

Stephen Crane murió a los veintinueve años de tuberculosis en Londres. Los pocos años en que residió en este mundo les alcanzaron para hacer una obra monumental.

Bajo una lluvia impiadosa, camino a casa, con El rojo emblema del valor envuelto para encomienda recién llegado, que esperará su turno a que termine “El hombre que amaba a los perros”, un libro maravilloso sobre Trotsky que me recomendó mi amiga Mónica Rafael.