El color de las corcheas impresas en la partitura
hacen juego con el café que Seiji Ozawa bebe como todos los días en el mismo
bar luego de tres o cuatro horas intensas como director de la Filarmónica de
Boston. El riguroso método de su maestro Saito en Japón le permitió leer y
entender una composición musical como si el paisaje sonoro describiera con la
misma precisión que tienen las palabras en un cuento de Hemingway. En esos años
Ozawa y otro discípulo visitaban a Saito para que éste luego de la clase les
entregara una partitura y su tarea fuese estudiarla para la siguiente. Cuando llegaba
el día los recibía entregándole a cada uno una hoja pentagramada en blanco para
que escribieran en ella la composición estudiada de memoria. Saito fue la guía
que lo condujo sabiamente a interiorizarse por los grandes compositores
clásicos europeos.
Con veinticuatro años ganó el concurso de directores
de orquesta y Carlos Munch lo invitó a Tanglewood para que continuase allí sus
estudios de formación. La decisión de marcharse de Japón a Europa hizo que se
presentara la oportunidad para que el Maestro Karajan lo nombrase su asistente
para la dirección de la Filarmónica de Berlín. La semilla que plantó en él
Saito y su respeto a la figura del maestro lo condujeron a trabajar con grandes
directores con lo que aprendió estilos, métodos y silencios.
En su estadía en Tanglewood compartió habitación con
un joven músico uruguayo, José Serebrier, que al igual que el resto de los
alumnos estaba allí para estudiar a Chaicovsky y a Debussy. Serebrier estudiaba
por su cuenta la primera y la quinta sinfonía de Mahler. Ozawa le pidió las
partituras y sintió una explosión en su interior. Nunca había visto algo así y
tampoco creía que esa música existiese. Jamás lo había escuchado, no disponía
de dinero para comprar discos ni de un aparato donde pasarlos. Le pidió a Serebrier
las partituras y fue allí donde comenzó su pasión por el músico austríaco. Fue
en ese momento donde se deslumbró por la capacidad de Mahler para hacer uso de
la orquesta y llevarla a límites extremos. No escucharía esa música hasta
convertirse en asistente de Bernstein para un concierto en Nueva York.
Con Bernstein recorrió el mundo e incursionó en la
vida de un bon vivan, un auténtico sibarita que no se privaba de ninguno de sus
máximos placeres. En Milán un restaurante preparaba un menú exclusivo para él y
Ozawa nunca tuvo que leer la carta confiando plenamente en su jefe que hacía
desfilar para ellos los más exquisitos platos. Bernstein, pese a las quejas de
su esposa, hacía sus maratónicas giras acompañado de su secretaria, una mujer
bellísima.
Leonard Bernstein contaba siempre con un mínimo de
tres asistentes y reparó en el joven Ozawa en una gira europea donde dirigió la
Filarmónica de Berlín. Al finalizar el concierto diez personas junto con Ozawa
se subieron a taxis que los llevaron a un extraño bar llamado Rififí. En el bar
había un piano y Bernstein aprovechó para hacerle una prueba final al músico
japonés que con un inglés muy rudimentario apenas entendía lo que le decían.
Aprobó y se mudó a Nueva York.
Ozawa gozaría de una atención especial por parte del
director diferenciada claramente de los otros dos que integraban su equipo. En
un concierto en Detroit Bernstein invitó a Ozawa a subir al escenario sin
haberle dicho nada previamente. Pidió que dirigiera un encore: El pájaro de
fuego de Stravinski, una pieza de seis minutos de duración. Bernstein tomó de
la mano a Ozawa y le dijo al público “aquí tienen a un joven director que me
gustaría que escucharan”. A partir de esa noche repetiría esa situación varias
veces, impulsando a Ozawa a sortear el ataque de pánico, esforzarse y dejar lo
mejor de sí para salir airoso y aplaudido.
Con un sueldo de cien dólares a la semana estuvo
obligado a mudarse a departamentos baratos todo el tiempo. Los ingresos
aumentaron a 150 cuando se casó y las viviendas eran tan modestas que por la
ventana de uno de esos departamentos ubicado en un sótano veía los pies de la
gente que caminaba por la calle cuando se despertaba. Unos meses después
pudieron mudarse a un departamento más acogedor pero que no tenía aire acondicionado
para soportar el calor de Nueva York. En las noches que no podían dormir por la
alta temperatura Ozawa
y su esposa iban a los cines de Broadway. Cuando terminaba el
ticket de una película tenían que salir y los despertaban cada dos horas. En
los intervalos mataban el tiempo en la sala de espera.
Ozawa no tenía manera de conseguir ingresos extras
porque se pasaba todo el día estudiando las obras que le encargaban semana a
semana. Si alguno de los otros dos asistentes tenía un problema y no podía ir
él tenía que encargarse de cubrir su parte lo que lo obligaba a conocer a fondo
el repertorio por si de improviso tenía que reemplazarlos. Los otros dos
asistentes obtenían ingresos extras dirigiendo musicales o coros de Broadway.
El Carneggie Hall pasó a ser su casa. En su departamento no tenía piano y para
estudiar utilizaba el del teatro.
Vivió como todos los grandes artistas obligado a
arriesgar y destacarse momentos de angustiante incertidumbre. La música era su
lengua natural y no dejaba de maravillarse con compositores como Brahms, tan
puntillosos en los detalles como para dejar sus indicaciones en la partitura
para que en un dueto de fagots uno respirase mientre el otro mantenía la nota,
la correcta utilización de los arcos en las líneas de cuerdas y la posición
ideal de las trompas para que el sonido alcanzara la plenitud soñada al momento
de componer.
Las capas de sonidos superpuestas de Mahler, la
exigencia en la concentración de los músicos lo hacía pensar en los cuartetos
de cuerdas que tienen que interpretar su línea sin perder la atención en sus
tres compañeros que tocan melodías diferentes. Ozawa entendía que no podía
fallar en la interpretación de cada partitura porque allí estaba el alma del
autor y la observación del mundo y la sociedad que lo rodeaba. Observando
cuadros de Klim en su estadía en Viena captó señales de locura en una ciudad
donde la genialidad de sus artistas era tan común y corriente como la sífilis.
Tuvo que dirigir la ópera Wozzek de Alban Berg y en
las semanas que se tomó para su lectura y estudio creyó comprenderla a la
perfección. En su primer ensayo con la orquesta fue enorme y desgarrador su
estupor cuando comprobó que el sonido era caótico y que se adentraba en un
laberinto sin salida. Volvió a leerla y la sensación de estar perdido como un
náufrago sin remedio no se disipaba. Lloró de impotencia. Respetaba con rigor
académico lo escrito en el pentagrama pero cuando la música se movía en las
armonías su oído era incapaz de entender el tempo y en varias partes andaba a
la deriva. Tuvo que volver a leerla en profundidad. La suerte había jugado a su
favor. Por el exigente calendario de conciertos nunca contaba con mucho tiempo
para ensayar y en esa ocasión las semanas extras le alcanzaron para estrenarla
sin problemas.
El trato especial que le dispensaba el maestro
Leonard Bernstein podía incomodarlo porque era muy evidente frente a los otros
dos asistentes. La Bacchanale es una obra de Toshiro Mayuzumi compuesta para la
Filarmónica de Nueva York. Se hicieron los ensayos en el Carneggie Hall y a
punto de comenzar uno de ellos Bernstein asignó a Ozawa la dirección en
presencia de Mayuzumi. Ozawa pensó que eso se daría por única vez pero al día
siguiente Bernstein le dijo “Seiji, hoy también te encargarás tú”. Finalmente lo
dejó al frente del estreno de la obra en Nueva York. Cuando viajaron a Japón en
el avión le comunicó que continuaría dirigiéndola.
En el David Geffen Hall hay una pequeña sala
diseñada con el propósito de poder observar especialmente el trabajo del director
sobre la orquesta. Es un pequeño habitáculo para dos personas un poco más
elevado que el nivel de la orquesta donde Ozawa aprendía y memorizaba todos los
gestos de su maestro. Una noche Bernstein le dijo que venían a ver el concierto
Elizabeth Taylor y Richard Burton y que si el público notaba su presencia en la
platea atraerían todas las miradas y provocarían alboroto. Le pidió a Ozawa que
compartiera con ellos su sala de observación haciéndole un lugar a sus amigos.
Ozawa, Elizabeth Taylor y Richard Burton comprimidos al extremo en ese espacio
reducido vieron todo el concierto. Ozawa apenas entendía lo que ellos le decían
porque su inglés era muy malo.
Ozawa fue asistente de Eugene Ormandy y el director,
sabieno de la estrechez económica y de espacio para trabajar de su colaborador,
le permitió utilizar su despacho para que estuviese a gusto, una oficina que
organizaba una secretaria con espíritu de centinela prusiano. Seiji trabaja en
una unas anotaciones sobre una partitura y en busca de un lápiz abrió un cajón
del escritorio de Ormandy y quedó impactado con un conjunto de maravillosas
batutas. Un impulso incontenible lo llevó a tomar tres. Unos días más tarde la
secretaria de Ormandy lo enfrentó diciéndole “sé que ha sido usted el que
sustrajo las batutas del maestro” y Ozama, avergonzado, tuvo que admitir su
error y disculparse. Ormandy, de una manera sutil y elegante le pasó la
dirección del lugar donde las había comprado.
Durante semanas al frente de la Sinfónica de Chicago
el maestro Ozawa ensayó La consagración de la primavera de Stravinski. A pocos
días de realizarse la grabación el autor decidió cambiar el orden de los
compases, decisión que para Ozawa y sus músicos fue un shock del que costaba
salir. Stravinski pidió que se grabara esa última versión bajo la sospecha de
que ese cambio tuvo como objetivo de extender en el tiempo la vigencia de sus
derechos de autor. Cuando la tocaron los músicos de la filarmónica y él se
dieron cuenta que no funcionaba. Ozawa la había estudiado y tocado tantas veces
que podía decir que la sabía de memoria. La versión revisada nunca fue editada
por la compañía discográfica y la descripción del libreto explicativo la es tan
ambigua que no ofrece certezas sobre si difiere del original.
El pentagrama es para Ozawa el mapa de un río de
notas que convergen, se mezclan, arrastran, alimentan, le dan caudal y
movimiento. Un río parecido a él mismo donde los maestros que pasaron en
distintos momentos por su vida fueron sus afluentes, parte de ese caudal que lo
recorre todos los días y componentes de una misma pasión por la música.