24 de marzo

 

Hace 45 años una minoría de hombres de gorra, de esos que se golpean el pecho al decir Patria y juran morir por ella, llevaron a cabo el más sangriento golpe de estado con el apoyo de una bandera con estrellas y rayas que también había colaborado con su personal militar, su inteligencia, sus especialistas en torturas en Chile, Uruguay y Brasil.

Otros golpes sangrientos precedieron a este del 24 de marzo de 1976 y cada uno se perpetró contra gobiernos elegidos por amplia mayoría.

Había, claro y como siempre, civiles que apoyaron y contribuyeron a colocar a esos sediciosos armados en el poder. Para esta gente la elección popular no tiene valor alguno cuando van en contra de sus intereses económicos.

José Alfredo Martínez de Hoz, siguiendo el linaje familiar de sus antepasados traficantes de esclavos, bisnieto del fundador de la Sociedad Rural, entidad de negro prontuario que compró las armas para la campaña al desierto de Roca y la matanza de pueblos originarios cuyas tierras pasaron a manos de las familias de abolengo. La Hoz en su apellido es todo un símbolo y una señal.

Amante de la sangre derramada, hizo secuestrar empresarios opositores para quedarse con sus empresas, implementó un sistema económico que como en otros momentos de nuestra historia enriquecería a unos pocos amigos para llevar a la pobreza a la inmensa mayoría.

José Alfredo Martínez de Hoz, el hombre de la foto, el siniestro, el de la Hoz, representa a los civiles, a los profesionales médicos, a los curas que también participaron y son todos ellos responsables, junto a los militares asesinos, de los treinta mil desparecidos.

Yo no olvido ni olvidaré jamás.

Algunos apuntes sobre el pentagrama

 


El color de las corcheas impresas en la partitura hacen juego con el café que Seiji Ozawa bebe como todos los días en el mismo bar luego de tres o cuatro horas intensas como director de la Filarmónica de Boston. El riguroso método de su maestro Saito en Japón le permitió leer y entender una composición musical como si el paisaje sonoro describiera con la misma precisión que tienen las palabras en un cuento de Hemingway. En esos años Ozawa y otro discípulo visitaban a Saito para que éste luego de la clase les entregara una partitura y su tarea fuese estudiarla para la siguiente. Cuando llegaba el día los recibía entregándole a cada uno una hoja pentagramada en blanco para que escribieran en ella la composición estudiada de memoria. Saito fue la guía que lo condujo sabiamente a interiorizarse por los grandes compositores clásicos europeos.

Con veinticuatro años ganó el concurso de directores de orquesta y Carlos Munch lo invitó a Tanglewood para que continuase allí sus estudios de formación. La decisión de marcharse de Japón a Europa hizo que se presentara la oportunidad para que el Maestro Karajan lo nombrase su asistente para la dirección de la Filarmónica de Berlín. La semilla que plantó en él Saito y su respeto a la figura del maestro lo condujeron a trabajar con grandes directores con lo que aprendió estilos, métodos y silencios.

En su estadía en Tanglewood compartió habitación con un joven músico uruguayo, José Serebrier, que al igual que el resto de los alumnos estaba allí para estudiar a Chaicovsky y a Debussy. Serebrier estudiaba por su cuenta la primera y la quinta sinfonía de Mahler. Ozawa le pidió las partituras y sintió una explosión en su interior. Nunca había visto algo así y tampoco creía que esa música existiese. Jamás lo había escuchado, no disponía de dinero para comprar discos ni de un aparato donde pasarlos. Le pidió a Serebrier las partituras y fue allí donde comenzó su pasión por el músico austríaco. Fue en ese momento donde se deslumbró por la capacidad de Mahler para hacer uso de la orquesta y llevarla a límites extremos. No escucharía esa música hasta convertirse en asistente de Bernstein para un concierto en Nueva York.

Con Bernstein recorrió el mundo e incursionó en la vida de un bon vivan, un auténtico sibarita que no se privaba de ninguno de sus máximos placeres. En Milán un restaurante preparaba un menú exclusivo para él y Ozawa nunca tuvo que leer la carta confiando plenamente en su jefe que hacía desfilar para ellos los más exquisitos platos. Bernstein, pese a las quejas de su esposa, hacía sus maratónicas giras acompañado de su secretaria, una mujer bellísima.

Leonard Bernstein contaba siempre con un mínimo de tres asistentes y reparó en el joven Ozawa en una gira europea donde dirigió la Filarmónica de Berlín. Al finalizar el concierto diez personas junto con Ozawa se subieron a taxis que los llevaron a un extraño bar llamado Rififí. En el bar había un piano y Bernstein aprovechó para hacerle una prueba final al músico japonés que con un inglés muy rudimentario apenas entendía lo que le decían. Aprobó y se mudó a Nueva York.

Ozawa gozaría de una atención especial por parte del director diferenciada claramente de los otros dos que integraban su equipo. En un concierto en Detroit Bernstein invitó a Ozawa a subir al escenario sin haberle dicho nada previamente. Pidió que dirigiera un encore: El pájaro de fuego de Stravinski, una pieza de seis minutos de duración. Bernstein tomó de la mano a Ozawa y le dijo al público “aquí tienen a un joven director que me gustaría que escucharan”. A partir de esa noche repetiría esa situación varias veces, impulsando a Ozawa a sortear el ataque de pánico, esforzarse y dejar lo mejor de sí para salir airoso y aplaudido.

Con un sueldo de cien dólares a la semana estuvo obligado a mudarse a departamentos baratos todo el tiempo. Los ingresos aumentaron a 150 cuando se casó y las viviendas eran tan modestas que por la ventana de uno de esos departamentos ubicado en un sótano veía los pies de la gente que caminaba por la calle cuando se despertaba. Unos meses después pudieron mudarse a un departamento más acogedor pero que no tenía aire acondicionado para soportar el calor de Nueva York. En las noches que no podían dormir por la alta temperatura Ozawa y su esposa iban a los cines de Broadway. Cuando terminaba el ticket de una película tenían que salir y los despertaban cada dos horas. En los intervalos mataban el tiempo en la sala de espera.

Ozawa no tenía manera de conseguir ingresos extras porque se pasaba todo el día estudiando las obras que le encargaban semana a semana. Si alguno de los otros dos asistentes tenía un problema y no podía ir él tenía que encargarse de cubrir su parte lo que lo obligaba a conocer a fondo el repertorio por si de improviso tenía que reemplazarlos. Los otros dos asistentes obtenían ingresos extras dirigiendo musicales o coros de Broadway. El Carneggie Hall pasó a ser su casa. En su departamento no tenía piano y para estudiar utilizaba el del teatro.

Vivió como todos los grandes artistas obligado a arriesgar y destacarse momentos de angustiante incertidumbre. La música era su lengua natural y no dejaba de maravillarse con compositores como Brahms, tan puntillosos en los detalles como para dejar sus indicaciones en la partitura para que en un dueto de fagots uno respirase mientre el otro mantenía la nota, la correcta utilización de los arcos en las líneas de cuerdas y la posición ideal de las trompas para que el sonido alcanzara la plenitud soñada al momento de componer.

Las capas de sonidos superpuestas de Mahler, la exigencia en la concentración de los músicos lo hacía pensar en los cuartetos de cuerdas que tienen que interpretar su línea sin perder la atención en sus tres compañeros que tocan melodías diferentes. Ozawa entendía que no podía fallar en la interpretación de cada partitura porque allí estaba el alma del autor y la observación del mundo y la sociedad que lo rodeaba. Observando cuadros de Klim en su estadía en Viena captó señales de locura en una ciudad donde la genialidad de sus artistas era tan común y corriente como la sífilis.

Tuvo que dirigir la ópera Wozzek de Alban Berg y en las semanas que se tomó para su lectura y estudio creyó comprenderla a la perfección. En su primer ensayo con la orquesta fue enorme y desgarrador su estupor cuando comprobó que el sonido era caótico y que se adentraba en un laberinto sin salida. Volvió a leerla y la sensación de estar perdido como un náufrago sin remedio no se disipaba. Lloró de impotencia. Respetaba con rigor académico lo escrito en el pentagrama pero cuando la música se movía en las armonías su oído era incapaz de entender el tempo y en varias partes andaba a la deriva. Tuvo que volver a leerla en profundidad. La suerte había jugado a su favor. Por el exigente calendario de conciertos nunca contaba con mucho tiempo para ensayar y en esa ocasión las semanas extras le alcanzaron para estrenarla sin problemas.

El trato especial que le dispensaba el maestro Leonard Bernstein podía incomodarlo porque era muy evidente frente a los otros dos asistentes. La Bacchanale es una obra de Toshiro Mayuzumi compuesta para la Filarmónica de Nueva York. Se hicieron los ensayos en el Carneggie Hall y a punto de comenzar uno de ellos Bernstein asignó a Ozawa la dirección en presencia de Mayuzumi. Ozawa pensó que eso se daría por única vez pero al día siguiente Bernstein le dijo “Seiji, hoy también te encargarás tú”. Finalmente lo dejó al frente del estreno de la obra en Nueva York. Cuando viajaron a Japón en el avión le comunicó que continuaría dirigiéndola.

En el David Geffen Hall hay una pequeña sala diseñada con el propósito de poder observar especialmente el trabajo del director sobre la orquesta. Es un pequeño habitáculo para dos personas un poco más elevado que el nivel de la orquesta donde Ozawa aprendía y memorizaba todos los gestos de su maestro. Una noche Bernstein le dijo que venían a ver el concierto Elizabeth Taylor y Richard Burton y que si el público notaba su presencia en la platea atraerían todas las miradas y provocarían alboroto. Le pidió a Ozawa que compartiera con ellos su sala de observación haciéndole un lugar a sus amigos. Ozawa, Elizabeth Taylor y Richard Burton comprimidos al extremo en ese espacio reducido vieron todo el concierto. Ozawa apenas entendía lo que ellos le decían porque su inglés era muy malo.

Ozawa fue asistente de Eugene Ormandy y el director, sabieno de la estrechez económica y de espacio para trabajar de su colaborador, le permitió utilizar su despacho para que estuviese a gusto, una oficina que organizaba una secretaria con espíritu de centinela prusiano. Seiji trabaja en una unas anotaciones sobre una partitura y en busca de un lápiz abrió un cajón del escritorio de Ormandy y quedó impactado con un conjunto de maravillosas batutas. Un impulso incontenible lo llevó a tomar tres. Unos días más tarde la secretaria de Ormandy lo enfrentó diciéndole “sé que ha sido usted el que sustrajo las batutas del maestro” y Ozama, avergonzado, tuvo que admitir su error y disculparse. Ormandy, de una manera sutil y elegante le pasó la dirección del lugar donde las había comprado.

Durante semanas al frente de la Sinfónica de Chicago el maestro Ozawa ensayó La consagración de la primavera de Stravinski. A pocos días de realizarse la grabación el autor decidió cambiar el orden de los compases, decisión que para Ozawa y sus músicos fue un shock del que costaba salir. Stravinski pidió que se grabara esa última versión bajo la sospecha de que ese cambio tuvo como objetivo de extender en el tiempo la vigencia de sus derechos de autor. Cuando la tocaron los músicos de la filarmónica y él se dieron cuenta que no funcionaba. Ozawa la había estudiado y tocado tantas veces que podía decir que la sabía de memoria. La versión revisada nunca fue editada por la compañía discográfica y la descripción del libreto explicativo la es tan ambigua que no ofrece certezas sobre si difiere del original.

El pentagrama es para Ozawa el mapa de un río de notas que convergen, se mezclan, arrastran, alimentan, le dan caudal y movimiento. Un río parecido a él mismo donde los maestros que pasaron en distintos momentos por su vida fueron sus afluentes, parte de ese caudal que lo recorre todos los días y componentes de una misma pasión por la música.