Entré con mis compañeros envuelto en
una densa nube de polvo. Con las máscaras no era fácil reconocer a quienes
estaban cerca mío. Creo que Iñaki y Gonzalo fueron los que me abrieron el paso
con las pinzas mecánicas separando las hojas de hierro retorcido de la puerta.
Entramos con determinación pese a la recomendación de los jefes para que
tuviésemos cuidado, que podía haber otras.
La escena de los cuerpos tendidos era
devastadora. Escuché los gritos de las otras cuadrillas y las sirenas de las
ambulancias aproximándose. Un sabor metálico se mezcló con la saliva en mi
boca. Cuatro muchachos componían una montaña humana en la puerta de enfrente a
la que accedimos. No tuve miedo, estaba angustiado. Creo que esa angustia se
reflejaba en todos los movimientos que realizábamos en búsqueda de
sobrevivientes. En nuestra intimidad, luego de llegar y ver la escena, no
abrigábamos esperanza alguna de encontrar gente con vida.
Agudizamos el oído para percibir
entre la maraña de cuerpos un pedido de socorro. Me costaba avanzar por el
pasillo. Todo era tensión. De pronto, un débil sonido fue tomando volumen y
todos miramos hacia el lugar donde provenía. Segundos después en otro lugar del
vagón se escuchó otro. En menos de un minuto fueron decenas de celulares
llamando, seguramente desesperados por recibir noticias al ver en las pantallas
imágenes de la tragedia.
Fue mi último trabajo como socorrista
en Atocha.
Todavía hoy me despierto en las
madrugada escuchando el sonido de llamadas de celulares.