Revolvió el café negro como la noche,
mirando los círculos que hacía con la cuchara. No entendía porqué recordaba
ahora momentos que jamás vinieron a su mente. Se detuvo en las caras que lo
rodeaban con resignación y que de vez en cuando levantaban la vista para
observarlo.
Ella presurosa, inquieta y ansiosa
retocando el peinado de Gustavo en su primer día de escuela. No tenían entonces
una cámara fotográfica pero él recordaba la escena con singular nitidez. El
primer susto por el desmayo al caerse de la bicicleta. Los dos esperando el
diagnóstico del médico en el pasillo del hospital.
Tuvo deseos de fumar. Hacía veintidós
años que había dejado el cigarrillo. Fue la promesa que le hizo a la Virgen si
Gustavo no era alistado para la guerra de Malvinas. La cumplió como tantas
otras, como aquella que se hizo a sí mismo para terminar un amorío con una
compañera de trabajo. El pulso le temblaba un poco cuando buscó en el bolsillo
trasero del pantalón su pañuelo.
No tenía nada que decir esa noche.
Recordó una tarde esperando que ella llegara en el café de siempre y él
escondiendo un ramo de fresias, sus preferidas. Recordó su cara en aquella
salida al cine en que los sorprendió la lluvia. Un murmullo a su alrededor
estorbaba y empañaba la calidez de los recuerdos y su tímida sonrisa. Una mano
extraña se apoyó en su hombro. Un hombre que no conocía le susurró al oído:
“Señor, tenemos que cerrar”. Lo trajo a este mundo el olor rancio de las
flores.