La noche

 


-Hablame de la noche -me dijo en un suspiro, clavando sus profundos ojos negros en los míos. No pude distinguir si hablaba de mi mágica compañera o de aquella inexorable, cruel y eterna. Hice tiempo presionando la colilla del cigarrillo en el cenicero sin dejar de mirarla interrogante, esperando que aclarase la dirección de su pedido. Fue inútil la demora. Entrelazó los dedos de sus manos, se recostó sobre el espaldar de la silla y esperó a que mi relato madurara.

Brotaron las primeras palabras sin que ella variara un centímetro su posición. Podría jurar que no parpadeaba y esperaba mi respuesta como si de ella dependieran los días por venir. Recordé otros momentos similares cuando estaba obligado a decir lo que pensaba o lo que sabía con un nudo en la garganta y un yunque en el pecho, temiendo equivocarme en la elección de la palabra o en la metáfora que el otro pudiese percibir como una ofensa o un desafío.

Encendí otro cigarrillo en un acto involuntario y la bocanada espesa y caliente me transportó sin escalas a la puerta de un bar una madrugada cuando al salir recurrí al tabaco con la misma ansiedad que el condenado a muerte y experimenté la misma sensación de alivio, un irse del mundo por segundos. Dentro del bar flotaba una nube azul de cientos de cigarrillos, el ruido de los vasos en las mesas, algunas risas desmedidas como la ingesta de whisky barato y el inmenso dolor de una derrota colectiva. Creía en aquellos días que la verdadera filosofía de la vida tenía allí su tierra santa, que en ese templo pagano cada uno escupía sus verdades de acuerdo a cuan temeraria, infame, inmoral o ilegal haya sido su existencia. Las anécdotas y las tragedias personales tenían su inevitable desenlace en una moraleja. Nadie podía arrepentirse por lo dicho o hecho, ni justificar que se debía a los efectos del alcohol. Quien no era bueno estando sobrio jamás mejoraría ebrio. Y así como la misa tiene su liturgia, entre medianoche y amanecer se sucedían escenas donde los temas eran siempre los mismos: las mujeres, la estupidez, la cobardía, la traición, el engaño y la muerte. Siempre llegaba el momento en que un silencio filoso cortaba el aire, nos hería y bajábamos la vista buscando respuestas en los vasos vacíos. Solo un chiste oportuno nos rescataba del naufragio llevándonos de los pelos hasta la orilla.

Esa noche tuvo para revelarme tres momentos. Enterarme que mi padre casi pierde la vida en una cancha de fútbol, que había otras mujeres ocasionales en su vida a quienes conocían todos los integrantes de la mesa menos yo y que incluso una de ellas traía a sus hijos a la puerta del mismo colegio al que yo concurría en un auto Citroen gris cuya patente terminaba en trescientos nueve. Fue suficiente la revelación para que cada mañana posterior a aquella noche buscase el número de patente entre la fila de autos estacionados frente al instituto.

La encontré un mes después y nos miramos unos segundos, los suficientes y necesarios como para que yo notase cuánto se puede acelerar el corazón sin correr. Confirmé una semana después que nos habíamos reconocido cuando mi padre me contó que ella le había dicho “no es igual a vos”. Por alguna razón la frase se clavó en mí con la profundidad de un interrogante.

No tengo un registro preciso sobre la fecha en que comencé a acompañar a mi padre durante algunas horas de la noche en su trabajo como taxista. Por algunas anécdotas que mi madre cuenta como risueñas tuvo que ser en la niñez, cuando la memoria con los años las convierte en vapor de nube y que pueden precipitarse a tierra si la chispa eléctrica la conecta a otras que no se evaporaron y continúan altas, casi invisibles en el mismo cielo.

Entendí entonces que con la frase aquella mujer quería decir que carecía de osadía o de valor para acercarme a hablarle. El misterio de ese encuentro, el que nunca se produjo, quedaría en una caja cerrada en un altillo eternamente. Durante días alimenté la expectativa de encontrarme con una mujer deslumbrante, sexy, provocativa, que sabía manipular el engaño con elegancia. Si tenía hijos que llevaba al mismo colegio al que yo concurría también tendría un esposo con el que justificar algunas ausencias, horas libres en las que se encontraba con mi padre. Unos días más tarde nos perdimos de vista. No hubo otros encuentros ni otros comentarios.

Nos habíamos reunido alrededor de una mesa del bar con los compañeros de la parada de taxis donde trabajaba mi padre. Todos ellos hombres de la noche que cuando el trabajo se reduce en la madrugada se reunían a beber en el mismo lugar para compartir en camaradería lo que habían vivido durante el día. El centro de atención lo ocupó un hombre un poco mayor que el resto. Espaldas anchas y todas las características físicas del obeso. Hablaba aferrado al vaso de whisky y no lo soltaba aún cuando lo apoyaba en la mesa. Hacía pausas fijando la vista en el centro del vaso y luego arrancaba su discurso recorriendo con los ojos al auditorio que lo rodeaba como si se abriera ante ellos la caja negra de un avión que acababa de estrellarse. Mantenía a todos encantados con su relato y sus conclusiones. Por un momento tuve la sensación que estábamos sentados en círculo escuchando a Buda decir la verdad definitiva. También era taxista en otra localidad y fue invitado a compartir la mesa con nosotros por un amigo de mi padre que al verlo entre los parroquianos se acercó a él adelantándonos que recibiríamos una cátedra magistral. Se unió a la mesa con el vaso en la mano como si fuese una extensión de su brazo.

El whisky ya me había embotado como para que todo lo que sucedía a mi alrededor fuese más lento, espeso, pesado, que al girar la cabeza las luces del bar dejasen una estela y la conversación imite el paso de quienes caminan con el barro hasta las rodillas. Me costaba seguir el hilo de los temas hilvanados unos con otros por giros imperceptibles. Como era de esperar a esa altura de la noche llegamos al capítulo mujeres que contempló desde la inmaculada santidad materna que veneran con devoción los tangos hasta esas gemas enterradas en morbo, promiscuidad y desilusión que atesoran las putas, aunque la vieja profesión se maquillara con el de yiro o patín. El hombre diferenció con argumentos las categorías en las que las clasificaba, matizó con historias cada ejemplo, desentrañó la lealtad al fiolo, la disputa por algunos clientes con mayor ferocidad que la que provocan los celos, la infamia policial y el negocio y escenas de heroísmo que un hombre es incapaz de realizar.

En esa ruta desconocida y cubierta de neblina se detuvo en el punto en que para el sexo las mujeres no siempre eran preferibles a un hombre. El comentario me causó gracia y mi gesto no pasó desapercibido. Entonces, sin soltar el vaso y mirándome directamente a los ojos transmutó de principal orador a fiscal que se acerca al estrado lentamente para conseguir la victoria con las preguntas y alegato más certeros. Me propuso que imagináramos otro escenario, que planteásemos la situación en otros términos y condiciones y que urgido por mi natural voracidad sexual de adolescente, a la revolución hormonal que sopesó observándome, necesidad carnal comparable, si existiese una forma de medirla con la de un recluso que lleva años de encierro. La imagen despertó algunas risas y mi cuerpo entró en alerta al sentirme en el centro de las miradas y en el ojo de la tormenta. En esa situación de desesperación, prosiguió, las alternativas de saciar ese apetito son una mujer gorda, de carnes flácidas, de tetas tan desproporcionadas como su cuerpo, sudada por el esfuerzo que le demanda cada mínimo movimiento o un joven rubio de enrulada cabellera, de cincuenta kilos y nalgas turgentes que puesto en cuatro cuesta diferenciarlo con cualquier modelo que fuese tapa de revistas. Miré a mi alrededor y todos esperaban mi respuesta en silencio.

Bajé la vista y luego lo miré. Sonreía. Tenía en el rostro el semblante que da el brillo de una victoria. El jaque mate perfecto que genera un momento de sorpresa y confusión, el inexorable y cruel instante en que comprendemos que no existe posibilidad de volver dos pasos atrás la jugada, mover otras piezas para responder al ataque. Pasar el trago y decir sin dudar: tendría que estar en esa encrucijada aunque sea imposible que se presente tal cual se describe aquí y ahora o preguntarle, aunque suene irrespetuoso, si él tuvo que elegir entre esas dos opciones en alguna ocasión.

Mi silencio se tomó como una afirmación. Se ocupó de corroborar la certeza del golpe observando las caras de todos los que lo rodeábamos, marcando el compás de espera hasta que apareciera el veredicto del jurado. Todos permanecieron en silencio como yo. Quizás solidarizándose con mi falta de respuesta y asimilando la derrota como propia, tal vez avergonzándose de entender que no eran tan machos como creían, con el íntimo pudor de haber imaginado a un hombre desnudo en cuatro, o la incómoda sorpresa de descubrir que junto a ellos, muy cerca, casi rozándolos se encontraba sentado un puto.

El complot de los cerrojos

 


Perdí la cuenta de los días en que se desató la catástrofe. Recuerdo que aquella mañana me desperté como siempre, encendí la cafetera y fui al baño. Bebí el primer café de la mañana observando la calle por la ventana del living. Vi salir al cerrajero de su negocio ubicado en la vereda de enfrente con su valija de metal en la mano y cierta prisa. Tocó el timbre en la casa de al lado y entró. Unos segundos después un hombre se apoyaba en la puerta de vidrio de la cerrajería y rodeaba con sus manos la cara para evitar la luz ambiente que le impedía ver el interior del negocio. Golpeó la puerta con los nudillos, retrocedió y miró su reloj. Una mujer se acercó y por los gestos supuse que venía por la misma razón. Pensé que el cerrajero perdía clientes y dinero por no dejar una nota simple en el vidrio anunciando: “Estoy en la casa de al lado” u otra ya armada: “Regreso en media hora”. Me llamó la atención la llegada de un tercer cliente, víctima de la misma frustración que los anteriores. Un taxi se detuvo y descendió de él un hombre con gestos de apuro, golpeó el vidrio e igual que el primero intentó encontrar al cerrajero en el interior del negocio. Tuve la intención de abrir la ventana y gritar que estaba en la casa de al lado. El frío me hizo desistir. El hombre volvió al taxi y se fue. Cinco ventas perdidas, pensé. Era media mañana y supuse que por el frío la calle se iba despoblando y el tráfico mermaba su densidad de siempre. Dejé la taza en la bacha de la cocina, doblé la lista de las compras y la metí en el bolsillo, me coloqué un abrigo y me dispuse a salir. Quise abrir la puerta de entrada y me sorprendí de encontrarla cerrada con llave. La cerradura hizo dos giros y cuando tiré del picaporte seguía cerrada. Volví a hacerla girar y la llave hizo una vuelta como si virara en falso. Fui hasta la cocina e intenté salir por allí para ir directamente a la casa donde se encontraba el cerrajero. Volvió a suceder lo mismo y comencé a golpear la pared que comparto con el vecino. Del otro lado me gritó que se encontraba encerrado como yo desde hacía horas, que había estado golpeando la pared contigua durante minutos sin que yo le respondiese. Al notar la desesperación en su voz le pedí que se calmara.

Levanté el auricular del teléfono para llamar al portero y pedir ayuda. No tenía tono. Mi celular era la puerta de emergencia. La clave que digité para desbloquearlo era incorrecta y con los dos intentos posteriores quedó bloqueado definitivamente. Comencé a sentirme nervioso, desorientado por la serie de contratiempos. Encendí la computadora y mientras esperaba que se configurara puse en mi boca el primer cigarrillo de la mañana, un par de horas antes de lo habitual. La laptop me anunciaba, como antes el celular, que la contraseña era inválida. Me dejé caer sobre el sillón. Decidido, abrí la ventana y salí al balcón para pedir ayuda. Muchos vecinos vivían la misma situación que yo y con la misma angustia. La calle estaba desierta. En pocos minutos fueron cientos de personas en balcones y ventanas pidiendo ayuda.

Me propuse no perder la calma, respirar profundamente, sentarme en el sillón del living y pensar para encontrar con lógica una solución al problema Me angustiaba saber que no era el único que vivía la misma situación. Pensé en la policía, en los bomberos y en el ejército. Ellos estaban en condiciones de salir a la calle y socorrer a los encerrados. Supuse que ya habían comenzado, que era cuestión de horas para que ampliaran el radio entre los más cercanos a cada repartición y que en poco tiempo estaríamos libres. No entendía cómo había podido sucedernos esto a todos en el mismo momento. ¿Qué similitudes compartían las cerraduras y las claves de los celulares y las computadoras? La radio y la televisión emitían un sonido agudo muy parecido al de los equipos de audio cuando acoplan. Fui hasta la cocina, abrí la alacena y luego la heladera. Las provisiones eran como las de cada sábado antes de salir por carne, fruta, vino y algún artículo de limpieza. ¿Qué estaría sucediendo en la casa de mis hermanos con hijos pequeños, angustiados por esta situación? Yo vivía solo desde hacía años desde que me divorcié. Pensé en mis amigos. Un ruido sordo me devolvió al living. Alguien intentaba derribar una puerta, misión imposible en mi casa. El dueño anterior blindó las dos únicas entradas y el balcón con siete pisos de altura no era una opción posible de escape.

Las horas transcurrieron sin otras novedades que algunos gritos de desesperación inútiles. Comencé a escribir en un cuaderno un detalle de mis estados de ánimo para recordar dentro de unos años las sensaciones que experimenté en el día más extraño que me tocó vivir. Quise distraerme con la lectura pero me detenía en cada párrafo para comprobar si en el exterior ocurría algo que indicara que pronto se solucionaría esta situación. De vez en cuando dormitaba unos segundos para despertar en la misma realidad.

Corté el último tomate que quedaba en la heladera y me preparé un huevo duro para hacer una ensalada agregándole arroz. Los gritos provenientes del exterior se sucedían esporádicamente. Alrededor de las cinco de la tarde merendé y fumé el último cigarrillo del paquete. Cuando oscureció puse un disco para que la música cambiara mi estado de ánimo. El recurso había sido infalible hasta ese día. Calenté agua para preparar un café y noté que la presión del agua había disminuído y me di cuenta que aunque tuviésemos energía eléctrica era probable que la bomba que alimentaba los tanques no se hubiera encendido. Esa deducción me hizo pensar en aprovisionarme con distintos recipientes que fui acomodando en la heladera. Sin quitarme la ropa me acosté y me cubrí con un edredón. Las estufas funcionaban y con la caída del sol el frío era más intenso.

Soñé con mis padres en uno de esos fines de semana familiares en una isla que tenía uno de mis tíos en el Tigre. Soñé con aquel domingo en que mi padre bebió más de la cuenta y mis hermanos y yo escuchamos los gritos de una discusión que tenían con mi madre en el interior de la casa desde el jardín donde jugábamos. Mi madre sollozaba y amenazaba con irse. Oímos ruidos de vidrios rotos y un golpe grave y seco. Miré a mis hermanos que se mantenían en ronda, inmóviles, con la mirada fija en el suelo. Clara, la menor de todos, lloraba en silencio. Vimos salir de la casa a mi padre llevando en brazos a mi madre inconsciente. Mi madre tenía sangre en la frente y en los brazos. Mi padre la llevó hasta el muelle y la cargó en la lancha. Puso en marcha el motor y salió gritándonos frases incomprensibles. Nos quedamos los cuatro solos hasta que en la noche llegaron mis tíos a recogernos. Cada uno de nosotros tiene una visión distinta de lo que sucedió esa tarde. Ninguno de los varones recuerda el velorio de mi madre y Clara no volvió a hablar desde ese día.

El tanque de agua se agotó ayer a la tarde. Tuve que recurrir al algodón para no escuchar el llanto de los niños ni los gritos de desesperación de la gente. Un olor putrefacto invade todos los ambientes de mi casa. En la calle solo se ven los pájaros. Se terminaron mis provisiones y el vecino hace dos días que no responde a mis llamados. Algunos vecinos desesperados se arrojaron a la calle y los perros hambrientos destrozaron sus cuerpos. Nadie sabe si esto que está ocurriendo es mundial. Tengo la esperanza de que alguien venga a rescatarnos cuando note que no hay comunicación con nuestro país.

Comencé a escribir este diario por inercia, intentando mantener la mente ocupada. Duermo por momentos y me despierto sobresaltado esperando que esto sea una pesadilla y que las cosas recobren las formas que siempre conocí.

 

Los vecinos de los pisos inferiores que mediante sábanas descendieron a la calle para ir en busca de ayuda jamás regresaron. Puede ser una ilusión óptica producto de la debilidad pero cada día que pasa hay menos pájaros cruzando el cielo.

El niño del cuarto piso dejó de llorar, igual que dejó de gritar la anciana del séptimo.

No hay horror más grande que el que crea nuestra imaginación y cada uno de ellos nos hunde en la zozobra. Dejamos de pensar y de buscar otros caminos y entre la resignación y la esperanza aguardamos que  alguien nos rescate y nos ponga a salvo de una muerte segura.

En la desesperación a la que me condujeron esas escenas he vuelto a rezar como cuando era niño, implorando a Dios, al Cielo y al universo por ayuda. Pasaron muchos años de aquellos días en que para orar me arrodillaba al costado de la cama con las manos entrelazadas y la mirada fija en el crucifijo, unos minutos antes de dormir, pidiendo protección ante las tentaciones del Diablo. El mismo Diablo debió percibir mi silencio y ahora está a mi lado. Cuando me despierto sobresaltado presiento que me observa agazapado en un rincón a la espera de mi rendición incondicional, a que admita: Dios me ha abandonado y estoy a su merced.

Me ha costado mucho lograr que me responda. Creo que su silencio es parte de una estrategia depurada con los años. En la noche sus ojos se enrojecen y juraría que cuando me escucha sollozar se frota las manos palpitando su inminente victoria. ¿A cuántos habrá tentado y reclutado con su infinita paciencia? Sin darme cuenta comencé a hablar con él como con un amigo entrañable. Le fui contando momentos de mi vida que pocos conocían en un relato inconexo que se parece más a una confesión. Me observaba con atención, arqueaba las cejas y me interrogaba de una manera en que me obligaba a pensar si mi manera de obrar en algunas situaciones me acercaban a él. Intuía que él percibía mis dudas y sonreía. Muchas veces asentía con un movimiento de cabeza sin decir una palabra. Si despertaba y no lo veía cerca lo buscaba por la casa. Aparecía sin anuncios. Abría los ojos y allí estaba. Nunca lo vi dormirse. Nunca lo vi marcharse. Aparecía y desaparecía a voluntad.

Desperté una noche por un estrépito en el pasillo del edificio y las luces de colores rojo y azul que recorrían las paredes de mi casa filtrándose por las ventanas que daban a la calle. No tenía fuerzas para ponerme de pie y grité de manera gutural pidiendo ayuda cuando escuché que intentaban abrir la puerta de mi casa. Yo estaba sentado en el piso con la espalda apoyada contra la pared cuando tres hombres y una mujer ingresaron. Pude ver la luz de una linterna sobre mis ojos. Me colocaron en una camilla y me ataron. La mujer me colocó en el brazo una sonda con suero mientras trataba de calmarme. No entendía lo que conversaban entre ellos pero me sentía a salvo. Me trasladaron en la camilla por el pasillo y pude ver en las puertas abiertas de los departamentos de mis vecinos sus caras observándome horrorizados.

Jorge Luis

 


El 19 de mayo de 1976 Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, el cura Leonardo Catellani y el presidente de la Sociedad Argentina de escritores, Alberto Ratti almorzaron en la Casa rosada con Jorge Rafael Videla. En declaraciones a la prensa hablaron muy bien de ese encuentro y Borges apoyó el golpe de estado. Dicen que esa pronunciación le costó la sistemática desaprobación a su nominación al premio Nobel de la academia sueca.

Meses más tarde almorzó con Pinochet en Chile. Alguien de su entorno le dijo: “Mire Borges que lo están usando, están usando su imagen y su figura, y esta gente no tiene ningún prestigio, están haciendo cosas terribles”.

Tiempo después Borges recibió a dos Madres de Plaza de Mayo que le contaron lo que había sucedido con sus hijos e inmediatamente puso su firma en una solicitada.

El 22 de julio de1985 Borges, con ochenta y cinco años a cuestas y ciego asistió a una de las audiencias del juicio a las juntas militares. Salió horrorizado y luego escribió para la agencia española EFE:

“He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico (pero el hombre) hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz”

Lo que ha sucedido con Borges es común a muchos simples mortales que tienen una posición política asociada a la versión de la historia que recibieron hasta que un día escuchan o leen una diferente.