Viaje en tren


Sergio y Elena viajan en tren con destino a San Pedro para cumplir con su plan de acampar durante un fin de semana a orillas del río. Las abultadas mochilas fueron revisadas varias veces antes de partir, impulsados por la angustia que abriga algún olvido. Están relajados y felices. El brazo de Sergio rodea los hombros de Elena y esa sensación de protección, el monótono ruido del motor del tren y el acompasado vaivén del vagón la invitan a sumergirse en un sueño profundo.

Sergio la contempla con ternura. Por la ventana observa como las viviendas comienzan a espaciarse a medida que abandonan la ciudad dejando atrás sus ruidos, sus edificios, su smog. El aire es diáfano y la tarde fluye al ritmo del paisaje. Una sensación intensa de bienestar los invade. A Elena dormida y abrazada, a Sergio cuyos ojos paladean el verde que los rodea y los dorados rayos del sol cayendo sobre el campo. Saben que llegarán de noche, que acamparán a oscuras, alejados de los pequeños grupos de carpas, que despertarán cuando lo ordene el día y que recorrerán a pie la orilla del río y el pueblo.

Cada cruce de barrera rasga la armonía del paisaje con el estridente tintineo de las campanillas. El sonido es débil al principio, hasta que al llegar a cada paso nivel donde se escucha en su máxima potencia. Luego lo diluyen la distancia y el crujido de los durmientes.

Sergio imagina cómo sería la vida con Elena en lugares como estos, sin motores, ni sirenas, sin desperdicios, saboreando unos mates bajo las estrellas, rodeados de la calma nocturna y el canto de los grillos. Vuelve a mirarla. Ella duerme y él le transmite con su abrazo protector y cálido sus sensaciones inexplicables. Se escucha a lo lejos una campanilla anunciando otra barrera, y como antes, vuelve a sonar con mayor intensidad cuando pasan cerca de ella hasta volverse imperceptible.

Sergio imagina la lluvia sobre el campo. Se acomoda en el asiento, estira las piernas y cierra los ojos en duermevela. Otra señal de alerta lo hace pensar, sin abrir los ojos, que por los cortos intervalos de silencio están atravesando un pueblo. El tren sigue al mismo ritmo y para su sorpresa escucha que por el sonido intenso de la campana el vagón está detenido exactamente sobre un paso nivel. ¿Habrá ocurrido algo? -se pregunta. Abre los ojos y a su alrededor distingue los muebles de su dormitorio, el reloj despertador que marca las diez y doce y el teléfono que no para de sonar. Atiende semidormido. Es la voz de Elena que le pregunta si está bien, si sabe qué sucedió.

Durante siete años no faltó ni llegó tarde a su empleo y desde hace dos horas su teléfono recibe llamadas que aún no ha contestado.
Se había quedado dormido, pero familiares y amigos suponían que Sergio estaba trabajando en la AMIA cuando estalló la bomba.

Los objetos de Quinquela

Como los barcos que comandaron, corrieron distinta suerte. Algunos presidieron embarcaciones modestas y no por eso menos emocionantes. Después de miles de millas y de olas que azotaron sus cuerpos, descansaban apoyados en una pared y esperaban la noche para recordar en la intimidad de la sala sus historias de travesías.

Alguien recordó a aquel marinero que se negaba a desembarcar porque sentía mareos en tierra firme. Una noche sus compañeros lo llevaron a puerto por la fuerza. Unas horas después yacía boca abajo acuchillado, en un charco de sangre, luego de una pelea entre borrachos.

Una dama recordó que originalmente su mirada estaba dirigida al agua pero quedó con la vista al cielo de tanto suplicarle al Dios de los mares clemencia en una tormenta que por milagro no se convirtió en naufragio.

O aquella otra, secreta confidente de las cartas de amor de un tripulante a su amada esposa. No sabía el pobre que su hermano ocupaba durante sus ausencias su lugar en la cama conyugal. Después del último viaje no volvió a embarcar.

El pintoresco hombrecillo con acento italiano que trajo del otro lado del océano familias que escapaban de la hambruna europea y se volvieron prósperas en estas tierras.

El más triste y golpeado de todos fue rescatado del fondo del mar medio siglo después y por las noches no duerme, perseguido por los gritos desesperados de los pasajeros.

Negrita

Llegó a casa de mis padres adoptada en una veterinaria con tres meses de edad en brazos de  mi hermana. Y fue mi viejo el encargado de cuidarla en sus primeros días en su nuevo hogar. Creo yo que en gratitud a ese gesto, cuando mi viejo enfermó y había que curarle las heridas de la pierna, ella abrazaba la pierna enferma de mi padre y le daba su calor.

Dicen que los gatos nos acompañan a atravesar portales de otras dimensiones y nos ayudan a regresar de ellos ilesos. Por algo los egipcios lo consideraban un animal sagrado.

Parió cuatro hijos y el único macho fue envenenado cuando creció por una de esas almas oscuras que habitan cualquier barrio y que ocupan los primeros bancos en las misas a las que nunca faltan.

Tenía tanta personalidad como para atravesar el patio trasero donde están los perros y beber el agua del balde destinado a ellos.

Cuando yo iba de visita los fines de semana era la primera en salir a saludarme y luego de comer y sin aviso se subía a mis piernas para dormirse una siesta.

Pude comprobar que no hay que cuidarse de los gatos negros. Son los humanos los verdaderamente siniestros y portan consigo muchos años de mala suerte y calamidades.

Mi hermana la llevó a la veterinaria hace unos días. La habían envenenado. El veterinario le confesó que mucha gente entraba a su consultorio pidiendo veneno para gatos. “Yo estudié para curar, no para matar”-les respondía. También existen quienes ofrecen una recompensa a los guardias de la zona por cada gato muerto. Si hay un dinero sucio seguramente será ése.

Partió al cielo de los gatos. Ese cielo al que no se reza, no se miente, no se asciende como bienaventurado. El infierno sigue acá abajo.