Noventa y seis

 

En un abrir y cerrar de ojos,

en un suspiro,

en el último renglón y en la primera curva peligrosa.

Un orfanato del que nunca emigran

versos, palabras, estrofas y canciones

que quizás un día de lluvia se olviden.

No tendrá una cinta azul como mortaja,

esas con las que archivamos cuadernos escolares

para dejarlos en una caja

luego devorada por el fuego que alivia las mudanzas.

Noventa y seis hojas de vida certifica su partida

y pocos saben del vértigo que produce abrirlo en blanco,

el sinuoso camino de las S en sus andariveles equidistantes

y el pulso mágico de los primeros trazos.

Es casi un inventario, un fiel balance,

un censo de inexplicables sensaciones.

En el año dos mil dos abrí su puerta

y llegué hasta aquí con mil tropiezos,

secretas confesiones reveladas,

insomnios, buenos días y promesas,

conjuros detallando alguna infamia

y la certeza de que hoy llevas mi carga.

Resiste el anaquel tu extraño peso,

el mismo que cargué hasta hoy en mi alma.


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La carta quemada

 

Recordó el reflejo del brillo de la tinta sobre el papel, el flujo constante de la pluma deslizándose y aquella lágrima que cayó sobre la hoja y deformó la palabra hijos como una señal involuntaria del destino. Desplegó la hoja para poder leerla en voz alta preguntándose a sí misma si iba a poder contener el llanto en algunos párrafos que al escribirlos lo habían provocado. 

Había creído con religioso fervor en el consejo de una amiga cuando le contó sobre el poder sanador de una carta y lo mucho que la había ayudado a superar y cerrar las dolorosas cicatrices de la vida. Siguió al pie de la letra las indicaciones haciendo un pormenorizado inventario de aquellas tristezas nunca confesadas. 

Con nadie había hablado del descubrimiento temprano, siendo una niña, de los hematomas en el cuerpo de su madre, del horrible olor que exhalaba a veces su padre y la furia que lo enceguecía cuando ella se negaba a acercarse y abrazarlo como él deseaba. 

Con voz temblorosa recorrió cada párrafo como le había sido indicado. Siempre había creído que solo Dios era capaz de perdonar. En un par de renglones viajó al momento de aquel dolor intenso y la sangre tibia corriendo entre las piernas. La imagen que no termina de borrarse, pese al esfuerzo, de aquel consultorio médico clandestino, su amiga que la esperaba en un pasillo y a la que nunca, después de aquella tarde, volvió a ver.

La caligrafía minuciosa unía con un hilo invisible momentos aislados a la realidad actual de las palabras. La cola de la letra a en cursiva sobre el final de un vocablo era el anzuelo que arrastraba a la superficie del presente alguna imagen del fondo del olvido.

Fue conmovedor escribir esos recuerdos y volver a experimentar las sensaciones de cada momento. El ahogo por una opresión en la garganta cuando peleó con su hermano mayor por la herencia de la casa familiar. Su arrepentimiento a tantas cosas dichas y a tantas escuchadas, y entre ellas, haber señalado a su cuñada como instigadora en un pleito que dividiría las aguas para siempre. 

El último párrafo fue para el día en que llevó a su padre a un asilo para ancianos, el saludo final de la primera despedida y de todas las que le seguirían cada domingo durante años. 

Había terminado de leer la carta en voz alta. La mano temblorosa acercó el fuego del encendedor al vértice de papel. La pequeña llama no tardó en comenzar a devorar la superficie y las palabras. Un humo azul se elevó al cielo y sintió que junto con él viajaba todo el peso que en su alma estuvo cargando durante años. Suspiró aliviada.


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Pesadilla


Corre la fiebre con la misma prisa que el mal

y la gente espera que toque a su puerta.

Espera también la voz y la mano señalando el rumbo.

Lula es el padre de Brasil

que despertará a su hijo de una pesadilla a medianoche.

Todas las calles pronuncian su nombre,

cada rescatado de la miseria lleva sus iniciales.

La fe ha dejado de mover montañas

y solo en las manos de Lula

no se escurren los sueños ni las esperanzas de los brasileros.

A la hora señalada,

ésa que marca el destino inexorable,

andará como una ráfaga de viento

la ilusión que conduce al futuro.

Se han cansado de darnos señales y amenazas,

ya probaron germinando la injusticia,

sembrando el odio,

acallando voces,

encarcelando líderes.

Todo condujo a esta triste certeza,

a esta niebla que agobia,

a esta sensación de ahogo.

Encarcelaron a Lula antes y luego a Brasil.

Duele que una turba de canallas,

una pandilla de cipayos,

un club de delincuentes

estén haciendo noche en nuestra casa.

Despertaremos juntos para andar,

abriremos las ventanas y el corazón.

Más que la muerte puede el olvido

y nosotros no olvidamos.