La muerte de los próceres

 


Algunos próceres de nuestra juventud

se han vuelto viejos, pesados y torpes,

arrastran los pies por los escenarios

por el peso infame de la decadencia.

No fue el Alzheimer y su voracidad

la que empujó al olvido su rebeldía,

su espíritu crítico, su posición tomada,

su enfrentar al mundo, su osadía

No fue una enfermedad senil

la que derrumbó sus sueños

de un mundo libre sin muros ni fronteras,

de una igualdad ante la ley y una justicia atea.

Leo sus declaraciones, escucho sus comentarios

y por ser yo naturalmente optimista

rezo por mí mismo y en silencio

estar viviendo una atroz pesadilla

No niego que el paso de los años influye,

que mente y cuerpo se agrietan,

que mueran neuronas sin remedio,

que se olviden viejas banderas,

que se apaguen nuestros seguros faros

en medio de una noche tormentosa,

lejos de tierra firme

Me rehúso a justificar condiciones contractuales,

a pactos a escondidas de la gente,

a demandas de siniestros productores

a vivir en forma apacible sin villanos cerca.

Olvidaron letras y argumentos

con la mansa dejadez,

con la insulsa premura

de quien se echa a dormir una siesta

Algunos próceres de nuestra juventud

a los que les faltaba recato y les sobraba bravura,

a quienes rendíamos devoción de compañeros,

aplaudíamos con incendiario entusiasmo,

seguíamos con ciega lealtad

nos decepcionan

No creo que se deba a la mudanza de barrio,

a frecuentar otros aplaudidores,

a sentirse parte de,

a renegar de los pecados de juventud,

a cierta amnesia transitoria.

No creo que sean los espejos que no vimos,

aquella famosa raíz imperceptible,

esa falta condena “Siempre fueron así”

Cien veces peores que la bomba de neutrones

son la desilusión y el desencanto

Antes de la tormenta

 


Los papeles en el caos que presagia la tormenta. Estuve toda la tarde repasando borradores sin encontrar una idea que pudiese continuarlos. Sentía correr por el cuerpo esa ansiedad que no se calma con pastillas. Me propuse trabajar hasta que algo surgiese, leyendo y releyendo, con la paciencia del pescador, con la voluntad de la hormiga. Tenía una canción que nació en el 86 y quedó inconclusa. Contaba con palabras como Austral que ya nadie recuerda como moneda. La había pensado como introducción para un espectáculo que nunca presenté. Otras canciones a medio tejer contaban con un par de estrofas de cuatro versos, algunos cuentos, un par de poemas a media luz.

De pronto sopló el viento sobre las velas y las palabras se fueron ordenando solas. Desempolvé mi querida Olivetti Lettera 32 y hacerla sonar un poco después de meses silenciosos, para quitarle los celos hacia la laptop y volver a sentir el golpe de los tipos contra la hoja en blanco y el rodillo. Pequeños vicios de escritor que siempre vuelve con nostalgia a los puertos conocidos. Pensé en un borrador sobre el humor, en la tasa de desempleo con culpa,  en Clarice Lispector escribiendo con su máquina sobre la falda y en la muerte de los oficios ante el avance tecnológico y quién reparará mi querida máquina de escribir.

Para la canción no necesité la guitarra. La melodía repiqueteaba en mi cabeza desde hacía días. Encendí un cigarrillo, me serví un café con azúcar. Entendí que el pequeño velero se movía. Escribí una estrofa nueva y me quedé mirando el papel con los ojos fijos sin dirección firme. Anoté lo que quería decir en la canción para ver si me ayudaba a quitar el ancla. Entonces enderecé la proa de manera firme hasta el final. Tengo una canción sobre la inspiración que debería volver a cantar y que quedó afuera de la lista de buena fe que conformaron el disco.

Me planteé y me reproché que las publicaciones diarias en las redes me quitaban tiempo y vigor para sentarme a escribir como me gusta, que quizás esta obligación de publicar y que nació por un desafío y una invitación de un colega a escribir humor de una línea, simple, directo, irónico, sarcástico, fiel a mi estilo, se estaba transformando en vicio y el ocio creativo se estaba resumiendo a mirar por la ventana que da a la calle.

Pero fue a la noche cuando se destapó la chimenea. Bajo la luz de la lámpara que compré especialmente para estos momentos escribí lo que faltaba y un poema sobre los cambios en quienes unos atrás fueron nuestros héroes.

Tomé una foto. No sabía entonces que el primer audio de la mañana siguiente no sería con buenas noticias.

Repasé la lista de cosas que me hacen falta para tener la energía y el valor indispensables para escribir, actividades simples como caminar o andar en bicicleta. Volví a pensar en Clarice Lispector y cuánto me ayudaba leer las crónicas que publicó durante seis años en el Journal do Brasil. Sin dudas, leyendo a Saramago, aparecieron otros cuentos que nada tienen que ver con el portugués y su magnífica prosa. Con Murakami otro tanto. Leer ayuda a escribir, no importa qué, aunque sea el periódico, huir de los zócalos televisivos y los títulos relámpago de las últimas noticias, casi siempre mal redactadas, casi siempre mentirosas.

Puse punto final al texto y al trabajo diario. Apagué la luz y me fui a dormir tranquilo.