Hizo frío anoche


Hizo frío anoche,

ese frío que lastima como daga.

Quizás fue una señal, un fenómeno provocado

y nosotros, distraídos, lo ignoramos.


Mi carta no llegó antes de que partieras,

te fuiste sin leerla,

no es importante ese detalle.

Las cartas son energía en papel que nunca se pierde.


Escribiéndote, hice un inventario de otros días,

de tus viajes y nuestras esperas,

de nuestros viajes y tus bienvenidas.


Nos escribimos muchas veces

y aquella que no llegó fue mi última carta para vos

La escribí sobre ésta mesa,

la doblé a mi estilo,

ese doblez que te encantaba.

Se que las releías

con el mismo cuidado que mi inventario.


No tenía nada para decirte que no supieras,

la última emoción la sellé en aquel abrazo,

Hizo frío anoche,

ese frío que lastima como daga.

Cyrano en la colimba


En mis días de conscripto fui asistente de un capitán del ejército. Después de la formación prestaba servicios en la oficina de logística del batallón donde también trabajaban civiles. Allí contaba con mi verdadero arsenal: papel en abundancia y muchas robustas y amadas Olivetti Lexicon 80, máquinas de escribir que por su peso podrían considerarse como armas de guerra.

Un compañero, el soldado Di Pascua, conociendo mi inclinación por las letras, me encargó una carta para su novia. Nuestras salidas de franco por entonces eran esporádicas y él quería que su novia se enterara de su vida en el cuartel.

La misma tarde del encargo, aprovechando la soledad de la oficina, me dispuse a escribir con fervor y patriotismo, ingredientes necesarios en un soldado argentino según nuestros superiores.

Aprovechando una serie de símbolos de la tipografía, unos espacios después del encabezado, escribí que era tal mi emoción que la máquina funcionaba expresándose a su manera, y ahí nomás dos renglones de esos extraños caracteres. Describí con mi estilo los días en el vivac, las carpas de campaña para treinta y seis soldados, el entrenamiento militar, el orden cerrado, las marchas y la vida como recluta, nuestra mirada sobre los oficiales y suboficiales. Cerré los párrafos humorísticos con una hilera de símbolos y escribí unas ocho líneas en tono poético.

Esa noche, antes de ir al comedor por nuestra cena, la leí bajo la luz de un farol rodeado de compañeros. Las risas llamaron la atención del suboficial de semana, un Cabo primero que se ocupaba de despertarnos a diana, ordenarnos dormir y cumplir con el horario de todas nuestras actividades. El cabo se acercó a nosotros sigilosamente y me arrebató la carta de las manos y se dirigió con ella al casino de suboficiales.

Luego de cenar, ya en la cuadra, nos ordenó que en remera y calzoncillo, listos para dormir, nos paráramos al pie de la cama mirando hacia donde se encontraba él para que el soldado Di Pascua nos leyera la carta que le había escrito a su novia. Di Pascua no dudó un instante en decir que él no había escrito esa carta y el cabo primero dudó menos que Di Pascua en preguntar por el autor. Di Pascua pronunció mi apellido. Al llamado del suboficial salí de la formación y me dirigí a donde se encontraba. Lea, soldado, dijo. Levanté la vista y vi ciento cincuenta pares de ojos formados en hilera mirando hacia mí y la dificultad de tener que explicar los signos extraños con los que comenzaban la carta.


Arremetí con buena voz esperando que el suplicio pasara pronto. Escuchaba risas tímidas al principio y cada vez más estridentes a medida que avanzaba en el texto. Alcancé a ver en algunas pausas obligatorias por las risas que tapaban mi voz que algunos soldados se agarraban de las camas doblados por la tentación. Llegué a la línea divisoria con la parte poética y personal y me detuve. Me di vuelta mientras los soldados aplaudían y el cabo primero se secaba las lágrimas producidas por la risa. Le entregué la carta y ordenó que nos acostáramos para dormir.

El cabo le ordenó a Di Pascua que lo asistiera con el parte en su dormitorio. Allí conversaron.

-Cómo me hizo reír ese hijo de puta -comentó el Cabo.
-Escribe muy bien, sobre todo la parte en serio.
-¿Hay algo que no leyó? Encendé la luz para que se levanten todos.
-Por favor, mi cabo primero, yo se la leo pero si se enteran los soldados me van a matar.
Y le leyó el texto que faltaba.

A la mañana siguiente nos despertó con el silbato, nos hizo vestir y tomar los elementos de rancho para salir al campo a buscar el mate cocido y el pedazo de pan con el que desayunábamos. Escuché a mis espaldas cuando salía: “Molinari, venga!”
-Ordene mi cabo primero! -le dije parado firme en posición militar.
-Me leyeron anoche la parte que no leyó -me dijo esperando algún comentario que a horas tan tempranas no se me ocurrió.
-A partir de ahora usted va a ser el que le escriba las cartas a mi novia. Yo le voy a ir contando las situaciones y usted escribe.
-Si, mi Cabo primero.
-Salga a desayunar.


Los días siguientes, cuando cumplía funciones como nuestro suboficial de semana y por alguna razón nunca justificada nos hacía correr por el campo y tirarnos cuerpo a tierra, yo caminaba a su lado con un borrador y un bolígrafo tomando nota de las cosas que me contaba sobre su novia y la familia. Los soldados corrían por el campo mientras yo escribía. A la tarde redactaba la carta y se la entregaba.


Días más tarde, después de la formación, me llamaba aparte de y me decía: Matamos. Bien soldado, continúe así. Al trabajo.

No tengo idea cuánto tiempo prosperó esa relación. Creo que la primera dificultad surgió el día que ella le pidió una carta y yo ya no era soldado del cuartel.